– ¿Él ha contado a alguien la verdad? -preguntó Brunetti.
La joven se encogió de hombros.
– Él hace su trabajo, visita a los enfermos, entierra a los muertos.
– ¿Y trata de impedir que sigan cometiéndose fraudes? -apuntó Brunetti.
– Eso parece -admitió ella mal de su grado, optando por mantener intacta su suspicacia sobre el clero, a pesar de la evidencia. Se inclinó hacia adelante, empezando a levantarse-. ¿Quiere que siga investigando a Leonardo Mutti?
A pesar de que el instinto le decía que no debía perder más tiempo con esto, Brunetti se sentía en deuda con Antonin y manifestó:
– Sí, por favor. Antonin dijo que Mutti es de Umbria. Quizá allí encuentre algo.
– Sí, comisario -afirmó ella acabando de ponerse en pie-. Vianello me dijo lo de esa niña. Qué horror.
¿Se refería a la muerte, a la enfermedad o a que probablemente había muerto mientras robaba o a que nadie la había reclamado? En lugar de preguntárselo, Brunetti respondió:
– No me la quito de la cabeza.
– Lo mismo dice Vianello. Quizá se mitigue la impresión cuando se resuelva el caso.
– Sí. Quizá -respondió Brunetti. En vista de que él no decía más, la joven volvió a su propio despacho.
Tres días después, pasaron a Brunetti una llamada del puesto de carabinieri de San Zaccaria.
– ¿Es usted el que pregunta por la gitana? -inquirió una voz de hombre.
– Sí.
– Me han dicho que le llame.
– ¿Usted es?
– Maresciallo Steiner -respondió el hombre, y al oír el nombre, Brunetti comprendió que el leve acento que vibraba en la voz era alemán.
– Muchas gracias por llamar, maresciallo -dijo Brunetti, optando por la cortesía, aunque tenía la impresión de que no serviría de mucho.
– Padrini me ha enseñado la foto que trajo su hombre. Dice que quiere información.
– Exactamente.
– Mis hombres la trajeron un par de veces. Se siguió el procedimiento habitual: llamar a una agente femenina, esperar a que llegue y registrar a la niña. Registrar a las que han detenido con ella. Lo mismo cada vez. Luego llamar a los padres. -Una pausa y Steiner prosiguió-: O a los que dicen ser los padres. Esperar a que lleguen o, si no se presentan, llevar a los críos al campamento y entregarlos. Es el procedimiento. Ni comentarios, ni cargos, ni siquiera una palmada en la mano para que no vuelvan a hacerlo. -Las palabras de Steiner expresaban sarcasmo pero el tono era de fatiga y resignación.
– ¿Puede decirme, en concreto, quién la ha reconocido? -preguntó Brunetti.
– Como ya le he dicho, dos de mis hombres. Era muy bonita, no parecía una de ellos. Por eso la recuerdan.
– ¿Podría ir a hablar con ellos? -preguntó Brunetti.
– ¿Por qué? ¿Es que ustedes van a llevar el caso?
Inmediatamente, Brunetti se puso en guardia, decidido a evitar todo conato de conflicto de competencias que pudiera estar previendo el maresciallo y dijo amigablemente:
– No creo que pueda hablarse de caso propiamente dicho, maresciallo . Sólo necesito de sus archivos un nombre y, si fuera posible, una dirección, para obtener de los padres una identificación positiva. -Brunetti hizo una pausa y agregó en tono de cómplice camaradería-: De los padres o de los que se digan sus padres. -Lo único que Brunetti oyó de Steiner fue un gruñido ahogado, que tanto podía ser de asentimiento como de aprobación, y prosiguió-: Cuando lo tengamos, podremos entregarles el cadáver y cerrar el caso.
– ¿Cómo murió? -preguntó el carabiniere .
– Ahogada, como decían los periódicos -respondió Brunetti, y añadió-: En esto, por lo menos, no se equivocaron. -Ahora el gruñido fue de inequívoca conformidad-. Sin señales de violencia. Debió de caer al canal. Probablemente, no sabía nadar -dijo, sin que se le ocurriera añadir: «la pobre».
– Sí; no deben de pasar mucho tiempo en la playa, ¿verdad? -dijo Steiner y esta vez tocó a Brunetti hacer sonido de asentimiento-. ¿Por qué va a molestarse en venir? Yo puedo darle la información por teléfono.
– No; quedará mejor en el informe poner que hablé personalmente con usted -dijo Brunetti en tono confidencial, como si hablara con un viejo amigo-. ¿Sería posible hablar también con sus hombres?
– Un momento, veré quiénes están aquí ahora. -Steiner dejó el teléfono y no volvió a levantarlo hasta al cabo de un buen rato-. No; los dos han terminado el servicio. Lo siento.
– ¿Podrá darme usted mismo la información, maresciallo ?
– Aquí estaré.
Brunetti le dio las gracias, dijo que llegaría en veinte minutos y colgó.
Como tenía prisa, no se paró a decir a nadie adónde iba. Además, quizá fuera preferible ir solo, si más no, para dar a Steiner la impresión de que la policía no se tomaba mucho interés en la muerte de la niña sino que, simplemente, quería despachar el trámite. No es que Brunetti tuviera un motivo concreto para actuar con prevención frente a los carabinieri : su actitud obedecía a un instinto puramente atávico.
Camino del puesto de carabinieri , la imaginación de Brunetti pintaba a Steiner con los rasgos de un Übermensch tirolés: alto, rubio, ojos azules, mandíbula enérgica. El despacho al que fue introducido el comisario estaba ocupado por un hombre bajo y moreno que podía pasar perfectamente por sardo o siciliano. Tenía un pelo tan espeso y grueso que debía de costarle trabajo encontrar a un peluquero capaz de cortárselo. No obstante, los ojos eran gris claro y desentonaban de la tez oscura.
– Steiner -dijo el maresciallo cuando entró Brunetti. Los dos hombres se estrecharon la mano, y el comisario, después de rehusar el ritual ofrecimiento de café, solicitó toda la información posible acerca de la niña o de su familia.
– Aquí tengo el expediente -dijo Steiner, acercándose una carpeta marrón y calándose unas gafas de gruesos cristales. Agitó la carpeta en el aire-. Son gente muy activa. -Dejó la carpeta en la mesa y agregó-: Aquí está todo: nuestros informes, los del puesto de Dolo y también los de los servicios sociales. -Abrió la carpeta, levantó varias hojas y empezó a leer-: Ariana Rocich, hija de Bogdan Rocich y de Ghena Michailovich. -Miró a Brunetti por encima de las gafas y, al ver que el comisario tomaba notas, dijo-: La carpeta es suya. He mandado sacar copias.
– Gracias, maresciallo -dijo Brunetti, guardando el bloc en el bolsillo.
Steiner volvió a fijar la mirada en el papel y prosiguió, como si no hubiera habido interrupción:
– Por lo menos, éstos son los nombres que figuran en sus papeles. Lo cual no significa gran cosa.
– ¿Falsos? -preguntó Brunetti.
– ¿Quién sabe? -preguntó Steiner a su vez, dejando caer la hoja que tenía en la mano-. La mayoría de los que tenemos aquí vinieron de la ex Yugoslavia en calidad de refugiados bajo los auspicios de la ONU o tienen documentos de países que ya no existen. -Con un dedo sorprendentemente largo y delicado, empujó la carpeta hacia adelante mientras decía-: Algunos llevan aquí tanto tiempo que ya tienen pasaporte italiano. Pero este grupo procede de Kosovo. O eso dicen ellos. No hay manera de averiguarlo. Probablemente, tampoco serviría de algo. Una vez aquí, ya no hay manera de librarse de ellos, ¿verdad?
Brunetti musitó entre dientes una afirmación y luego preguntó:
– Ha dicho que sus hombres habían detenido a otros niños. -Steiner asintió-. ¿Los mismos padres? ¿Cómo ha dicho que se llaman? ¿Rocich?
Steiner pasó varias hojas que fue poniendo a un lado, boca abajo. Finalmente, levantó una, la leyó de arriba abajo y dijo:
– Eran tres, Ariana y dos más. -Levantó la mirada-. Como ya sabe, no podemos guardar informes de los niños, pero he preguntado, y esto es lo que me han dicho. -Brunetti asintió y Steiner prosiguió-: Dicen mis hombres que la detuvieron dos veces, las dos, robando. -Brunetti sabía que la policía no podía arrestar a nadie de menos de catorce años, sólo tomarlo bajo custodia hasta que pudiera ser devuelto a los padres o al adulto a cuyo cuidado estuviera. No se podían guardar informes por escrito, pero la memoria aún no era ilegal-. Los otros dos, niño y niña, son de la misma familia; por lo menos, en sus papeles figura el mismo apellido, aunque con ellos no hay manera de saber quién es el verdadero padre.
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