Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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– ¿Y qué relación puede haber? -preguntó Pucetti.

Brunetti alzó las cejas y torció el mentón en una expresión que sugería una infinidad de posibilidades.

– Pudo ser simple coincidencia. Nosotros tenemos ventaja porque sabemos que la niña tenía el anillo y el reloj y, por consiguiente, que estuvo en la casa. La signora Vivarini no tiene por qué saber que la niña estuvo allí, por lo que puede no establecer la relación. De todos modos, no deja de ser extraño que no preguntara por ella.

– ¿Manda algo más, comisario?

– Eso es todo por el momento -respondió Brunetti.

CAPÍTULO 18

El día en que Pucetti distribuyó las fotos de la niña gitana, Brunetti estaba sentado a su mesa y deliberadamente había apartado a un lado la carpeta que contenía las fotos restantes, como si ello pudiera ayudarle a apartarlas también de su pensamiento. Casi se alegró cuando oyó que llamaban a la puerta.

– Avanti -gritó.

Entró la signorina Elettra diciendo:

– ¿Tiene un momento, comisario?

– Por supuesto -dijo él señalando una silla.

Ella cerró la puerta, cruzó el despacho, se sentó y puso una pierna encima de la otra. No traía papeles en la mano, pero su postura daba a entender que pensaba quedarse un rato.

– ¿Sí, signorina ? -preguntó Brunetti con sonrisa pronta.

– Tal como me pidió, dottore , he hecho averiguaciones acerca de ese sacerdote.

– ¿Cuál de ellos?

– Ah, sólo uno es sacerdote, el padre Antonin -respondió ella, añadiendo, sin darle tiempo a preguntar-: El otro, Leonardo Mutti, no pertenece a ninguna orden religiosa; por lo menos, a ninguna que esté aprobada por el Vaticano.

– ¿Puede decirme cómo lo ha averiguado?

– Fue fácil encontrar la fecha y lugar de nacimiento: como es residente en Venecia, no tuve más que mirar los archivos municipales. -Un mínimo movimiento de su mano derecha indicó la suma facilidad de la pesquisa-. Y luego lo único que tuvo que hacer mi amigo es introducir su nombre y fecha de nacimiento en los archivos del Vaticano. -Aquí hizo un inciso para comentar-: Son una maravilla. Allí está todo.

Brunetti asintió.

– Leonardo Mutti no aparece ni como sacerdote secular ni como miembro de una orden reconocida.

– ¿Reconocida?

– Dice mi amigo que tienen archivos de todas las órdenes reconocidas, es decir, las que controlan, además de algunos grupos marginales, como el de esos chalados de Lefèvre y gente por el estilo, pero el nombre de Mutti tampoco sale en ninguno.

– ¿Ha entrado usted en esos archivos? -preguntó Brunetti, más por cortesía que porque tuviera una idea de lo que ello podía representar.

– Ah, no -dijo ella, levantando una mano para rechazar semejante idea-. Son muy buenos para mí. Una maravilla, como le decía: es casi imposible acceder al sistema. Sólo con autorización.

– Comprendo -dijo él, como si así fuera-. ¿Y Antonin? ¿Qué ha encontrado su amigo acerca de Antonin?

– Que hace cuatro años fue apartado de su parroquia en África y enviado a un pueblo de Abruzzo, pero por lo visto, se movieron hilos y ha acabado aquí, de capellán del hospital.

– ¿Qué hilos?

– No lo sé, ni mi amigo ha podido descubrirlo. Pero Antonin estuvo en lo que podríamos llamar un exilio interior durante cosa de un año antes de ser trasladado a Venecia. -Como Brunetti guardara silencio, ella dijo-: Normalmente, cuando vuelven, digamos, en circunstancias poco claras, suelen quedarse en su destino mucho más tiempo, incluso hasta la jubilación.

– ¿Por qué fue trasladado? -preguntó Brunetti.

– Se le acusó de fraude -dijo ella, y añadió-: Perdone, debí de empezar por ahí.

– ¿Qué clase de fraude?

– Lo corriente en África y misiones del Tercer Mundo en general: escribes cartas a tu país explicando las muchas necesidades que tienen, lo poco de que disponen y lo pobre que es allí la gente. -Esto recordó a Brunetti las cartas que Antonin enviaba a Sergio-. Pero la misión del padre Antonin se había adaptado a los nuevos tiempos -prosiguió ella con un deje de admiración en la voz-. Colgó una página web con fotos de su parroquia de la selva y de sus alegres feligreses acudiendo a misa. Y de la nueva escuela construida con las donaciones. -Ladeó la cabeza al preguntar-: Signore , ¿cuando iba al colegio no le pedían que rescatara a niños?

– ¿Que rescatara a niños?

– Echando el dinero de la paga en la hucha de cartón, que se enviaba a las misiones para rescatar a un niño pagano y salvarlo para Jesús.

– Creo que en mi colegio tenían esas huchas, pero mi padre no me dejaba dar dinero.

– Nosotros también las teníamos -dijo ella, sin especificar si había contribuido o no a salvar almas paganas para Jesús. Pero era evidente que se callaba algo más, él no sabía qué era, pero estaba seguro de que pronto le sería revelado-. El padre Antonin utilizaba la misma táctica en su página web. Enviando dinero a una cuenta bancaria, pagabas la educación de un niño durante un año. -Brunetti, que tenía a varios huérfanos indios a sus expensas, empezó a sentirse incómodo-. Él hablaba de educación y de capacitación, no de religión, por lo menos, en la página -explicó ella y, sin darle tiempo a preguntar, añadió-: Debía de pensar que las personas que visitan una página web están más interesadas en la educación que en la religión.

– Quizá -dijo Brunetti-. ¿Qué más?

– Pues que se descubrió el chanchullo porque alguien vio que las fotos de la feliz congregación de Antonin también aparecían en la página web de una escuela dirigida por un obispo de Kenia. Y no sólo eso sino que las piadosas reflexiones sobre la fe y la esperanza también eran las mismas. -Sonrió-. Debieron de suponer que no se haría un cruce de datos, digamos, eclesiástico. -Y, dejando ya traslucir su cinismo, preguntó-: Además, todos los negros parecen iguales, ¿no?

Desestimando el comentario, Brunetti preguntó:

– ¿Qué pasó?

– La persona que lo descubrió es un periodista que hacía un reportaje sobre las misiones.

– ¿Un periodista con o sin simpatías?

– Afortunadamente para Antonin, con.

– ¿Y?

– El periodista informó a alguien del Vaticano, que tuvo un discreto cambio de impresiones con el obispo de Antonin, y el padre Antonin se encontró en Abruzzo.

– ¿Y el dinero?

– Ah, ahora viene lo más interesante. Resulta que Antonin no tenía nada que ver con el dinero, que iba a una cuenta que su obispo había abierto en su propio nombre, junto con un porcentaje del dinero que recaudaba el obispo de Kenia, que usaba las fotos de Antonin. El padre Antonin nunca supo cuánto dinero recaudaban, eso no le interesaba, mientras pudiera mantener la escuela y alimentar a los niños. -Ella sonrió ante la ingenuidad del hombre-. Podríamos decir que era una especie de testaferro -prosiguió-. Era europeo, tenía contactos en Italia, conocía aquí a personas que podían diseñar una página web y sabía apelar a la generosidad de la gente. -Volvió a sonreír, ahora fríamente-. De no ser por el periodista, probablemente, seguiría en África, salvando almas para Jesús.

Indignado, tanto por la injusticia cometida con Antonin como por lo que su primera reacción revelaba de sus propios prejuicios, Brunetti dijo:

– ¿Y él no protestó? Era inocente.

– Pobreza. Castidad. Obediencia. -Ella marcó una pausa después de cada palabra-. Por lo visto, Antonin se toma en serio sus votos. De modo que obedeció la orden de Roma, regresó e hizo su trabajo en Abruzzo. Pero alguien debió de descubrir lo que había sucedido realmente. Quizá el periodista lo contó a alguien, y Antonin fue enviado a Venecia.

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