Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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– La humedad y millones de pies les ahorran ese trabajo -dijo Brunetti, consciente de que, por lógica que fuera esta explicación, no excluía la otra.

Charlando de cosas triviales, pasaron por delante de Paolin, cuyos clientes saboreaban los primeros gelati de la primavera, y torcieron a la izquierda, en dirección al canal. Al extremo de una estrecha calle que salía al Gran Canal, pulsaron un timbre junto al que se leía «Fornari».

– ¿Sí? -inquirió una voz femenina.

– ¿Vive aquí Giorgio Fornari? -preguntó Brunetti en italiano absteniéndose de utilizar el veneciano.

– Sí, ¿qué desea?

– Soy el comisario Guido Brunetti, de la policía, signora . Deseo hablar con el signor Fornari.

– ¿Qué sucede? -preguntó la mujer con aquel jadeo involuntario que tantas veces había oído él.

– No es nada, signora . Deseo hablar con el signor Fornari.

– No está.

– Si me permite la pregunta, ¿con quién hablo, signora ?

– Con su esposa.

– ¿Podría hacerle unas preguntas?

– ¿De qué se trata? -preguntó ella, ya con impaciencia.

– De unos objetos de valor desaparecidos.

Un silencio, y después:

– No comprendo.

– ¿Me permite subir a explicárselo, signora ?

– Está bien. -Al cabo de un momento, el cerrojo de la puerta se abrió con un chasquido-. Tome el ascensor -dijo la voz por el intercomunicador-. Último piso.

El ascensor era una minúscula cabina de madera en la que, cuando ellos entraron, sólo quedaba espacio para una tercera persona, y muy delgada. A la mitad de la ascensión la cabina dio un brinco, y Brunetti volvió la cabeza, sorprendido. Vio a dos hombres muy serios, que parecían tan sorprendidos como él, y se reconoció a sí mismo y a Vianello, que lo miraba desde el espejo que cubría la pared lateral del pequeño habitáculo.

La cabina se detuvo con un estremecimiento y siguió vibrando durante unos segundos antes de que Brunetti empujara la puerta. A la derecha del rellano estaba una mujer de estatura mediana, complexión mediana v melena mediana de un color intermedio entre caoba y castaño.

– Orsola Vivarini -dijo sin tender la mano ni sonreír.

Brunetti salió de la cabina, seguido de Vianello.

– Guido Brunetti -repitió y, volviéndose hacia Vianello, presentó al inspector.

– Pasen al estudio -dijo la mujer llevándolos por un pasillo inundado por la luz de una ventana del fondo que daba a los edificios y los tejados del otro lado del Gran Canal. A la mitad del pasillo, ella abrió una puerta de mano derecha y entró en una habitación alargada, con dos de sus paredes cubiertas de libros casi hasta el techo. La habitación tenía tres ventanas, pero el edificio de enfrente estaba tan cerca que por ellas entraba menos luz que por la única ventana del pasillo.

La mujer los condujo hacia dos sofás de aspecto confortable situados a uno y otro lado de una mesa baja de roble, cubierta de las cicatrices que pies y bebidas habían dejado en ella durante décadas. En el sofá en el que se sentó la mujer estaba un libro abierto boca abajo; antes de sentarse en el otro sofá, Brunetti cerró una revista y la puso encima de la mesa. Vianello se sentó a su lado.

Ella los miraba serenamente, sin sonreír.

– Lo siento, comisario, pero no comprendo a qué se debe su visita.

Su voz tenía la cadencia del Véneto; en otras circunstancias, Brunetti hubiera pasado al veneciano, pero ella le hablaba en italiano y él la imitó, para mantener el tono oficial de la conversación.

– Es sobre el hallazgo de dos objetos pertenecientes a su marido.

– ¿Y han creído necesario enviar a un comisario a devolverlos? -preguntó ella en un tono en el que la sorpresa había dejado paso al escepticismo.

– No, signora -respondió Brunetti-. Existe la posibilidad de que esto forme parte de una investigación más amplia. -Esa explicación solía utilizarse como excusa polivalente, pero, en este caso, era cierta.

Ella levantó las manos del regazo y mostró las palmas en ademán de confusión.

– Lo siento, pero no entiendo nada. -Trató de sonreír, sin conseguirlo-. ¿Podría explicarme de qué se trata?

En lugar de contestar, Brunetti extrajo del bolsillo una bolsita de papel manila y se la dio.

– ¿Puede decirme si estos objetos pertenecen a su marido, signora ?

La mujer soltó la presilla de cordel rojo que sujetaba la solapa del sobre y dejó caer los objetos en la palma de la mano izquierda. Ahogó una exclamación involuntaria y fue a taparse la boca con la otra mano, pero sólo consiguió aplastar el sobre contra los labios.

– ¿De dónde los ha sacado? -preguntó ásperamente.

– Entonces ¿los reconoce?

– Claro que los reconozco -dijo ella con sequedad-. Son la alianza y el reloj de mi marido. -Como para cerciorarse, abrió la tapa y, después de leer la inscripción, la mostró a Brunetti-. Mire, nuestros nombres. Dejó el reloj en la mesa, levantó el anillo hacia la luz y lo dio a Brunetti-. Y nuestras iniciales. -Como el no dijera nada, insistió-: ¿De dónde los ha sacado?

– ¿Cuándo vio por última vez esos objetos, signora ? -inquirió Brunetti, como si no hubiera oído la pregunta.

En un primer momento, él pensó que la mujer eludiría la respuesta, pero ella dijo:

– No recuerdo. Vi el anillo la semana pasada, cuando Giorgio volvió del médico.

Brunetti no acertaba a relacionar las dos partes de la respuesta, pero no dijo nada.

– Venía del dermatólogo -explicó la mujer-. Giorgio tenía una erupción en la mano izquierda y el médico dijo que podía ser alergia al cobre. -Señaló el anillo, que Brunetti aún tenía en la mano-. ¿Ve ese tono rojizo? Es la aleación de cobre. Por lo menos, eso pensó el médico, y dijo a Giorgio que, para hacer la prueba, estuviera una semana sin ponerse el anillo, a ver si desaparecía la erupción.

– ¿Ha desaparecido?

– Creo que sí. No sé si del todo, pero estaba mejor cuando él se fue.

– ¿Se fue?

Ella lo miró con gesto de sorpresa, como si él ya hubiera tenido que saber que su marido estaba fuera.

– Sí, está en Rusia. -Antes de que ellos pudieran preguntar, la mujer explicó-: Negocios. Su empresa vende muebles de cocina y ha ido para negociar un contrato.

– ¿Cuánto hace que se marchó?

– Una semana.

– ¿Y cuándo regresará?

– A mediados de la semana próxima -dijo la mujer, sin disimular ya la impaciencia ni el desagrado-. Si no tiene que quedarse para sobornar a alguien más.

Brunetti dijo, por todo comentario:

– Sí; tengo entendido que hay dificultades. -Y añadió-: ¿Sabe si también dejó de llevar el reloj?

– Creo que sí. El cierre de la cadena se rompió hace semanas, y tenía miedo de perderlo o de que se lo robaran. Antes de irse trató de hacerlo reparar, pero el joyero que hizo la cadena ya no está y Giorgio no tuvo tiempo de buscar a otro. Le dije que yo lo mandaría reparar, pero se me olvidó.

– ¿Tiene idea de cuándo lo vio por última vez? -preguntó Brunetti.

Ella miró de uno a otro, como tratando de leer en sus caras la explicación de su curiosidad por aquellos objetos. Cerró los ojos un momento, los abrió y dijo:

– No; lo siento. Ni siquiera recuerdo haber visto a Giorgio dejar el reloj en el tocador. Quizá me dijo que lo dejaba, pero no puedo decir que lo haya visto allí.

– ¿Y el anillo? ¿Cuándo lo vio por última vez?

Otra rápida mirada, para tratar de descubrir el motivo de estas preguntas, y otro fracaso.

– Lo traía en el bolsillo del reloj y dijo que no se lo pondría durante una temporada. Tuvo que dejarlo en el locador, porque no hay otro sitio, pero no recuerdo haberlo visto. -Pudo más la educación que la irritación, y trató de sonreír-: Perdone, comisario, pero le agradeceré que me explique a qué se debe todo esto.

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