Rizzardi callaba, y Brunetti no se había dado cuenta de en qué momento había dejado de hablar. Impaciente consigo mismo por tratar de evitar el tema que sabía que debía tocar, dijo:
– Decía que tenía señales de actividad sexual. ¿Podría ser… podría ser por el anillo?
– El anillo no le habría causado gonorrea -respondió el forense con inquietante frialdad-. Aunque el laboratorio aún no ha podido confirmarlo, no cabe duda. Tendremos los resultados dentro de unos días, pero ya podemos estar seguros.
– ¿No podría haber otro modo en que…? -empezó Brunetti dejando la frase en el aire.
– No. La infección está avanzada; y no puede haberla contraído de otro modo.
– ¿Puede decir cuándo…? -empezó Brunetti, remiso.
Rizzardi no le dejó terminar:
– No.
Al cabo de unos momentos, Brunetti preguntó:
– ¿Algo más?
– Nada más.
– Gracias por llamar, Ettore.
– Téngame al corriente si… -empezó Rizzardi, no menos remiso.
– Sí. Desde luego -dijo Brunetti, y colgó.
Inmediatamente levantó otra vez el teléfono y marcó el número de la sala de agentes. Contestó Pucetti.
– Vaya al hospital y pida al dottor Rizzardi una bolsa con un anillo y un reloj. No olvide firmarle un recibo. Llévelos a Bocchese para que busque huellas y todo lo que pueda haber y luego tráigamelos, por favor.
– Sí, señor -dijo el joven agente.
– Antes de ir al hospital baje al laboratorio y pida a Bocchese que me envíe las fotos de la cara de la niña ahogada. Y diga al dottor Rizzardi que me gustaría ver las fotos que haya tomado él. Eso es todo.
– Sí, señor -dijo Pucetti, y colgó.
De pronto, Brunetti recordó una escena de Las troyanas : aquel griego, ¿cómo se llamaba?, Tal-no-se-cuántos *, presenta el cuerpo maltrecho del pequeño Astianacte a su abuela. Cuando los guerreros que llevan el cuerpo del niño pasan junto al río Escamandro -relata el soldado a Hécabe-, él ha hecho pasar sus aguas sobre el cadáver del niño para lavar sus heridas. ¿Y qué le dice ella? «Un niño tan pequeño os daba miedo. El miedo que llega cuando huye la razón.» Pero, de esta niña, ¿qué se podía temer?
De pronto, la impaciencia le hizo bajar al laboratorio, a pedir las fotos a Bocchese.
Antes de subir a su despacho con las fotos, Brunetti entró a pedir a Vianello que subiera con él. Por el camino, le explicó lo que le había dicho Rizzardi y lo que tenían que hacer ahora. Ya sentado a su mesa, Brunetti abrió la carpeta de las fotos que le había entregado el técnico y entonces los dos hombres volvieron a ver la cara de la niña.
Eran más de veinte fotos y en todas la niña parecía una princesa de cuento de hadas, con su aureola de pelo dorado. Pero era sólo la primera impresión, y se borraba enseguida, cuando veías los adoquines sobre los que yacía la princesa y el raído jersey de algodón grisáceo fruncido alrededor de su cuello. En una foto aparecía la punta de una bota de goma negra, otra abarcaba un escalón cubierto de musgo, con un paquete de cigarrillos arrugado en un ángulo. No vendría el príncipe.
– Tenía los ojos claros, ¿verdad? -preguntó Vianello al dejar la última foto.
– Creo que sí -respondió Brunetti.
– Debimos suponerlo, por la falda larga -dijo Vianello. Cruzó los brazos y se quedó mirando las fotos que estaban en la mesa-. De todos modos, no hay forma de saber si lo era o no -añadió.
– ¿Si era qué?
– Gitana -dijo Vianello.
Todavía con un deje de su irritación con el forense en la voz, Brunetti puntualizó:
– Rizzardi dice que hay que llamarlos romaníes.
– El doctor siempre tan correcto.
Arrepentido de su observación, Brunetti cambió de tema.
– Si nadie ha denunciado un robo -y así se lo habían confirmado aquella mañana en la sala de guardia-, será o que no lo han descubierto o que han decidido no denunciarlo.
Antes de que Brunetti pudiera seguir haciendo conjeturas, Vianello dijo:
– Ya nadie denuncia los robos.
Los dos hombres habían trabajado para la policía durante toda su vida profesional, y hacía tiempo que habían descubierto la soberana verdad que encierran las estadísticas del crimen: el número de delitos denunciados disminuye en la medida en que aumentan las dificultades y la pérdida de tiempo que conlleva su denuncia.
Como si no hubiera oído la observación de Vianello, Brunetti enunció una tercera posibilidad:
– O la sorprendieron, la asustaron y la vieron caer. -Vianello volvió la cara rápidamente y se quedó mirando por la ventana-. En fin, por desagradable que sea, no deja de ser posible.
– ¿Tenía señales en el cuerpo?
– No. Rizzardi no lo ha mencionado.
Vianello reflexionó y preguntó:
– ¿Lo dices tú o prefieres que lo diga yo?
Brunetti se encogió de hombros. Como él era el jefe, le incumbía, probablemente, dar voz a la última posibilidad.
– O la sorprendieron y la empujaron por el tejado.
Vianello asintió en silencio.
– En cualquiera de los dos últimos casos, no nos avisarán -dijo finalmente el inspector-. Así pues, ¿qué hacemos?
– Buscar la manera de identificar al dueño del reloj y del anillo e ir a hablar con él.
– Bajaré a preguntar a Foa por las mareas -dijo Vianello y con ese propósito salió del despacho.
Vianello no tardó en volver, diciendo que Foa no había necesitado consultar mapas. Si la niña había caído al agua alrededor de la medianoche y la habían encontrado delante del palazzo Benzon antes de las nueve, podía haber caído por Rio di Cá Corner o Rio di San Luca o, mas probablemente, Rio di Cá Michiel, que discurría por un lado del palazzo . La noche antes, las mareas habían sido bajas, por lo que el cadáver no habría hecho un recorrido largo en el tiempo en que estuvo en el agua. El piloto decía también que, si no se habían observado heridas en el cuerpo, no podía haber llegado al centro del canal, donde el tráfico era más intenso y, mucho menos, haber cruzado desde la orilla de San Polo.
Apenas terminaba de hablar Vianello cuando entró Pucetti con más fotos en una carpeta y un sobre pequeño que contenía el reloj de bolsillo y el anillo, que entregó a Brunetti con esta explicación:
– Dice Bocchese que lo único que ha encontrado son manchas de tizne, hechas probablemente por la niña. Nada más.
Brunetti abrió la carpeta y vio con alivio que contenía fotos sólo de la cabeza de la niña. Le habían retirado el pelo de la cara y en una de las fotos tenía abiertos unos ojos verde esmeralda. No le habían robado únicamente años sino también una gran belleza.
Abrió el sobre y dejó caer el anillo y el reloj en la mesa. A juzgar por el tamaño, el anillo era de hombre: una ancha banda de oro con los bordes ondulados.
– Diría que está hecho a mano -opinó Vianello. Lo levantó hacia la luz y miró el interior-. «GF-OV, 25/10/84.»
– ¿Cómo se abre? -preguntó Pucetti señalando el reloj con la barbilla, sin tocarlo. Unas motas del polvo oscuro utilizado por Bocchese para extraer huellas habían caído sobre la mesa.
Brunetti levantó el reloj y oprimió el émbolo de la parte superior. No ocurrió nada. Dio la vuelta al reloj, vio una palanquita en el borde, la oprimió con la uña y la tapa se abrió. En el interior se leía, grabado en delicada letra inglesa: « Per Giorgio, con amore, Orsola .» Y la fecha era «25/10/94».
– Vaya, por lo menos duró diez años -observó Vianello.
– Confiemos en que se casaran aquí -dijo Brunetti alargando la mano hacia el teléfono. Así era. El 25 de Octubre de 1984 habían contraído matrimonio Giorgio Fornari y Orsola Vivarini.
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