Durante los dos días siguientes, Brunetti estuvo muy atareado redactando un informe sobre las tendencias de la delincuencia en el Véneto, cuyos datos utilizaría Patta en una conferencia que debía pronunciar en Roma dentro de dos meses. En lugar de endosar el trabajo de documentación a la signorina Elettra o a los hombres del departamento, Brunetti decidió hacerlo personalmente, y pasaba varias horas al día examinando archivos de la policía de todo el Véneto y cotejándolos con las cifras disponibles de otras provincias y países.
Repasando las estadísticas, tropezaba a menudo con estas cuatro palabras: zíngaros, romaníes, sinti , nómadas, grupos a los que pertenecían la mayoría de las personas arrestadas por determinados delitos. Robo, hurto, escalo: una y otra vez, los arrestados eran nómadas. A pesar de que no se hacía informe de los arrestos de menores, no era necesario ser un experto en los arcanos de la policía para leer entre líneas de las frecuentes justificaciones dadas para el uso de vehículos policiales en viajes al continente: «devolver menor a sus tutores», «acompañar menores a sus padres». Brunetti leyó un informe que aludía a un joven multirreincidente, que afirmaba tener sólo trece años, para evitar ser arrestado. A falta de documentos que acreditaran su edad, el juez ordenó que se le hicieran radiografías de todo el cuerpo, a fin de determinar su edad por el estado de los huesos.
Durante siglos, los nómadas habían conseguido mantenerse al margen de la sociedad, cualquiera que fuera el país en el que vivían. Siempre se habían ganado la vida haciendo de tratantes y adiestradores de caballos, hojalateros y hasta montadores de gemas, oficios que actualmente habían pasado a la historia. Pero ellos seguían viviendo de lo que llamaban gadje , porque, a sus ojos, el robo no era una actividad muy distinta del comercio. Durante la última guerra, su alienación les costó cara, y fueron asesinados en masa.
A medida que Brunetti recogía estadísticas de otras regiones, se iba definiendo un perfil. Escalo, robo, hurto: en estos casos, los miembros de los grupos nómadas eran arrestados en un número y con una frecuencia desproporcionados. Pero también había casos que denotaban la existencia de redes de prostitución -en Roma, se había dado uno especialmente abyecto-, en las que miembros de los clanes alquilaban menores a pederastas. Brunetti recordó el informe de la autopsia de la niña.
Por más que trataba de examinar la estadística del crimen objetivamente y en líneas generales, aquel caso concreto seguía inquietándolo, y la cara de la pequeña Ariana, tanto en carne y hueso como en las fotos que había dejado en el peldaño de la caravana, se le presentaba de improviso, sobre todo, en sueños. Sustrayéndose al insistente recuerdo, Brunetti se concentró en la tarea de tabular comparaciones del número de delitos, pero, al llegar al apartado de robo de vehículos, para el que no supo hallar un equivalente en Venecia, decidió abandonar la tarea por el momento.
«Vea si se puede hacer algo por la madre», le había dicho Patta. Brunetti no sabía qué se puede hacer por la madre de una niña de once años que ha muerto ahogada, y suponía que el vicequestore tampoco tendría ni idea. Pero Patta había dado la orden, y Brunetti la cumpliría.
El coche que lo llevaba esta vez pertenecía a la Squadra Mobile , pero también el conductor reconoció el nombre del campamento cuando Brunetti le dijo adónde quería ir.
– Sería más práctico poner una línea de autobuses, comisario -dijo el hombre, en el dialecto que había oído hablar a Brunetti. Aparentaba cuarenta y tantos años, tenía la tez clara y el gesto franco y relajado.
– ¿Y eso? -preguntó Brunetti.
– Vamos tan a menudo que somos como un servicio de taxis para sus críos.
– ¿Tanto van? -preguntó Brunetti observando que hoy los árboles estaban más cargados de flor y el verde era más intenso, más seguro de sí-. Mala cosa parece.
– No es asunto mío decir si está bien o mal, señor. Pero, con el tiempo, se te hace extraño.
– ¿Por qué?
– Es como si para ellos la ley fuera diferente que para los demás. -Aventuró una mirada de soslayo y, al ver que el comisario escuchaba con interés, prosiguió-: Yo tengo dos hijos, de seis y nueve años. ¿Imagina lo que ocurriría si me negara a dejarles ir a la escuela y si me los trajeran a casa por haberlos pillado robando? ¿Y eso seis veces? ¿Diez?
– ¿Qué sería diferente? -preguntó Brunetti, aunque se hacía una idea bastante aproximada.
– Para empezar, yo los aviaría bien -dijo el conductor con una sonrisa que indicaba que por «aviarlos» él entendía una bronca y un mes sin televisión-. Y luego me quedaría sin trabajo. Eso, seguro. O se me haría tan difícil seguir que tendría que dejarlo.
A Brunetti le pareció que el hombre exageraba, pero entonces recordó casos en los que el arresto del hijo de un policía había perjudicado gravemente la carrera del padre.
– ¿Y qué se puede hacer?
– Pues, supongo que, si no los mandan a la escuela, los servicios sociales podrían quitárselos o, quizá, enviarlos a una casa de acogida, no sé…
– ¿Y cree que eso sería justo? -preguntó Brunetti.
El conductor cambió de carril con suavidad y estuvo un rato sin hablar, atento al tráfico.
– Verá, por lo que a mí y a mi familia respecta, creo que eso sería demasiado. En serio. Buscaría la manera de impedirlo. -Se quedó pensativo y dijo-: Sí, bien mirado, quizá a esa gente tampoco le gustara que les quitaran a sus hijos. -Otro silencio y entonces-: Será que no todos debemos de querer a nuestros hijos del mismo modo, ¿eh?
– Supongo que no.
– ¿Y los chicos? ¿Qué saben ellos de las cosas?
– ¿A qué se refiere? -dijo Brunetti.
– Lo que tienen es lo normal, ¿no? Quiero decir, normal para ellos. Lo único que los chicos saben de la familia es lo que ven a su alrededor. Eso es lo normal. Normal para ellos. -Dio a Brunetti tiempo de pensar y añadió-: Cuando los acompaño, se nota que los chicos quieren a su familia.
– ¿Y los padres?
– También quieren a sus hijos. Por lo menos, las madres. Eso se nota.
– ¿A pesar de que se los lleva la policía? -preguntó Brunetti.
El conductor se rió, como si le sorprendiera la pregunta.
– Eso a ellos no les importa, señor. Están contentos y los chicos también. -Lanzó una mirada a Brunetti por el espejo-. La familia siempre es la familia, ¿verdad, señor?
– Supongo que sí -dijo Brunetti-. De todos modos, si la policía le llevara a casa a sus hijos…
– Para empezar, eso no podría ocurrir. Mis hijos están en el colegio y, si no estuvieran, nosotros lo sabríamos. -Cambiando de tema bruscamente, el conductor dijo-: Yo no tengo estudios, señor, y aquí me tiene, conduciendo un coche de la policía para ganarme la vida.
– ¿No le gusta lo que hace? -preguntó Brunetti, sin saber bien cómo se había pasado de un tema a otro.
– No es que no me guste, comisario. En ocasiones como ésta, cuando puedo hablar con personas…, en fin, personas que me hablan como si yo fuera alguien, me gusta. Pero, ¿qué vida es ésta para un hombre? Llevar a la gente de un lado al otro, sabiendo que esa otra gente será siempre más importante que yo. Soy agente de policía, sí, llevo uniforme y pistola, pero lo único que voy a hacer es conducir este coche. Hasta que me jubile.
– ¿Por eso cree que es importante que sus hijos vayan a la escuela? -preguntó Brunetti.
– Exactamente. Allí reciben una educación, ellos podrán hacer algo en la vida. -Puso el intermitente y viró por la rampa de salida de la autostrada . Miró un momento a Brunetti y dijo-: Eso es lo que importa, ¿no?, que nuestros hijos puedan tener una vida mejor que la nuestra.
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