– Con el microscopio, Watson. En una persona humana, los glóbulos rojos son redondos, en un pájaro, elípticos. Verá usted una ilustración de las diferencias en Taylor.
Miré al otro lado de la habitación, a la estantería donde estaban los dos gruesos volúmenes de Jurisprudencia médica.
– Estoy familiarizado con Taylor. Pero Taylor no dice nada sobre la identificación de las balas.
Holmes sonrió.
– ¿Por qué cree que disparé tantas balas en esa pared?
Miré con irritación las iniciales VR, hechas con agujeros de balas, con que Holmes había adornado la pared en uno de sus peculiares arrebatos.
– Para expresar su lealtad por nuestra graciosa soberana Victoria Regina, supongo -dije sardónicamente.
Holmes miró complacido las impecables iniciales.
– Oh, eso fue para exhibir mi puntería. Pero volví a coger las balas y las puse bajo el microscopio. ¡Y todas estaban marcadas de forma idéntica, tal y como había postulado! Observaciones posteriores me confirmaron el hecho de que cada arma imprime sus peculiaridades en toda bala que dispara. Este hallazgo es la base de mi monografía. Todavía no es una ciencia exacta, Watson, pero afortunadamente el fusil del mayor hizo una marca muy particular, tan evidente que pude verla hasta con mi lupa de bolsillo, y supe que el mayor y el francotirador eran la misma persona.
– ¡Qué asesino de mujeres a sangre fría pudo llegar a ser!
– ¡Y qué estúpido al pensar que podría utilizarme a mí!
Encendió una astilla en el fuego y la aplicó a su vieja pipa de arcilla, ennegrecida por el tiempo, sumiéndose luego sonriente en una nube de fragante humo de tabaco.
LA CASA QUE JACK CONSTRUYÓ – Edward Wellen
Debe ir dejando tras de sí el hilo de un ovillo a medida que vaya avanzando, y cuando vuelva encontrará, siguiendo el hilo, el camino que tomó.
Chaucer, La Leyenda de la Buena Mujer.
Sí, Watson, enséñemelo. Deje que yo juzgue lo que me conviene o no leer.
Levanté la cabeza sobresaltado: Holmes me había leído la mente.
– ¿Cómo ha podido adivinarlo?
Holmes se sentó en el sillón que había frente a mí, ante el fuego que brillaba acogedor aquel cuatro de noviembre, y frunció el ceño con aire cansado.
– ¿Cuándo aprenderá que yo nunca adivino? Es algo que está tan claro como el asentimiento en su rostro, Watson. Ha escondido el periódico, mientras sopesaba si me dejaba o no me dejaba leer un artículo del Times de hoy.
– ¿Pero cómo lo ha sabido?
– Si pusiera un espejo ante usted, viejo amigo, observaría que tiene la barbilla manchada.
Mi mano se movió hasta la barbilla, como movida por su propia voluntad.
– ¿Cómo puede esto…?
La mano de Holmes se alzó movida por la fuerza de la voluntad de Holmes.
– Tenga paciencia. Me estoy explicando. Algo más negro que gris ha manchado sus dedos, para luego pasar a manchar su barbilla cuando usted se la frotó pensativo. Dado que el origen de las manchas no está en su persona, ¿de dónde han podido salir, entonces? No ha manejado el atizador, aunque el fuego ha sido azuzado y las chispas brotan de él; la frugal distribución de los carbones indica que no fue usted, sino nuestra patrona, quien ha hecho ese trabajo. Y, vista la sequedad de su pluma, tampoco ha sido al escribir. Añadamos a todo esto el hecho de que hay un periódico apresuradamente doblado y metido detrás de usted, privándole de la comodidad y el descanso de su butaca. Ergo, ha estado leyendo una copia fresca del Times, y se ha manchado con tinta de impresión en el proceso al toparse con el asunto que usted desea apartar de mí, y terminando por frotarse la barbilla al meditar en su dilema.
– Extremadamente hábil, Holmes.
– Deductivamente simple, Watson -repuso, alargándome una esbelta mano.
Cogí reticente el periódico secuestrado y se lo pasé a Holmes.
– Es el artículo sobre…
Me acalló levantando su mano libre.
– Sea tan amable de concederme el pequeño placer de descubrir lo que usted preferiría que yo no viera.
Noté cómo me sonrojaba y contuve la lengua mientras él paseaba su mirada por la superficie de letra impresa. Sus ojos lo repasaron todo con rapidez, pero todavía tardó un buen rato antes de decidirse a hablar, y, cuando lo hizo, habló sin alzar la mirada del periódico.
– ¿Cómo supo usted que esto significa que ella está en la ciudad?
Le miré sin habla.
– No se ha equivocado, Watson. «Adele Nerri» es un anagrama evidente de Irene Adler.
Miré el estuche de violín del rincón, y en mi mente se representó la biografía de Irene Adler emparedada entre la vida de un rabino hebreo y la de Ahab, capitán de un infortunado buque ballenero, el Pequod. En mi relato del caso que introdujo a Irene Adler en nuestras vidas, creo que me referí al Capitán Ahab como a un «oficial de la marina, autor de una monografía sobre especies de alta mar». Por supuesto, el rabino era el rabino jefe Nathan Marcys Adler, líder religioso de los judíos ingleses durante el reinado de la reina Victoria.
Parpadeé, recordando vagamente un suelto sobre una tal Mme. Adele Nerri desaparecida de la habitación de su hotel. Forcejeé conmigo mismo un momento antes de ceder.
– No es eso lo que me tenía indeciso, Holmes. Yo me fijé en el que habla sobre el robo de las joyas Zugruh, pensando que atraería su interés, y, la verdad, dudaba que estuviera a la altura de la situación.
Su desconcertada cara se levantó para enfrentarse a mi mirada preocupada.
– ¿Que no estuviera a la altura? Vi la noticia y deseché el caso como indigno de mi atención. Resulta obvio que es algo amañado, un plan para defraudar a la compañía de seguros. ¿Que no estuviera a la altura?
– Si le pusiera un espejo delante, Holmes -dije a la defensiva-, vería por qué pensé, y sigo pensando, que sería muy contraproducente que se concentrara en un caso así en estos momentos. Ha vuelto muy tarde a casa durante toda la semana pasada, no se ha afeitado en tres días y resulta obvio que está a punto de sufrir una crisis nerviosa.
– Tonterías. Estoy tan a tono como mi Strand.
Observé sus enrojecidos ojos y mi alarma por él aumentó rápidamente. Con el tiempo, los errores acaban borrando a la goma de borrar. El luchador contra el crimen se había gastado erradicando el crimen. El mezclarse en un caso relacionado con la mujer, podría significar su fin. ¿Cómo disuadirlo? ¿Sembrando la duda, quizá? ¿No podía ser una simple coincidencia que los dos nombres tuvieran las mismas letras?
– Vamos, vamos, Holmes. ¿I.A.?
– I de aguja, A de pajar. Sonreía de una forma algo tensa pero hablaba en tono confiado. Parezco predestinado a buscar agujas en pajares. Sus ojos se entornaron sumidos en un pensamiento repentino y golpeó la sección del periódico de personas desaparecidas, también conocida como agónica.
El gesto no me sorprendió. Sabía que no se le había perdido nada allí. Era su forma favorita de desviar la atención.
Aun así, no pude evitar hacer la pregunta.
– ¿Qué espera encontrar en las secciones agónicas?
– Llámelas cariátides, Watson. Piense en ellas como si sostuvieran comisas, pues con el tiempo, eso debe convertirse en toda una agonía.
Pareció darse cuenta de que estaba diciendo tonterías porque, de pronto, guardó silencio y sólo unos tics faciales delataron su mente sobrecargada mientras su mirada ardiente recorría la página de periódico. Volvió a alargar un brazo sin alzar la mirada.
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