Se llevó la pipa a la boca y chupó con aire ausente la pipa vacía.
No me gustaba el sonido de todo esto. Me refiero al de sus palabras, no al que hacía la pipa. Pero no pude inquietarme mucho tiempo por la repentina transición del aparente sentido al aparente sinsentido. Pareciendo recuperar toda su energía, Holmes se puso en movimiento, dejó a un lado la pipa, se puso en pie y se dirigió a grandes zancadas a su dormitorio. Mientras se vestía para salir, no dejó de hablar, manteniendo un rápido monólogo.
– No oculto mi ignorancia sobre cosmogonía (¿Es cosmogonía o cosmagonía?), pero sí conozco algo sobresaliente respecto al universo: escoria. El universo parece revolverse sobre su propia prodigalidad, o, más eufemísticamente, su propia redundancia. A mí me corresponde la función, autoimpuesta o no, de dar orden al caos. Mientras que la función de Moriarty es la de convertir el orden en anarquía.
Salió de su cuarto abotonándose los pocos botones que quedaban en el más deshilachado y ajado de sus trajes. Su semblante febril me impresionó.
– Holmes, ¿cuándo comió por última vez?
Me miró como si el comer fuera un concepto nuevo para él.
Me acerqué a la mesa del desayuno, levanté la campana y descubrí los platos, asegurándome de que al hacerlo los aromas llegaran a él.
Su boca se agitó más que su nariz. Miró los alimentos sin hambre.
– Necesitará energías -dije.
Holmes se encogió de hombros ante mi insistencia, pero cogió un huevo duro, como buscando contentarme, le echó sal, lo envolvió en una servilleta de papel y se lo guardó en un bolsillo. Vi que en el bolsillo ya llevaba una caja de cerillas y una vela.
También se guardó el revólver, aunque me pareció que sin ninguna gana, como si se armase para una batalla perdida de antemano. Advertí unas pequeñas arrugas de dolor en las comisuras de su boca. El consumo de cocaína produce euforia seguida de depresión, ansiedad y paranoia.
Me dispuse a acompañarle con el corazón apesadumbrado y el escalofrío de una corazonada.
Me dirigió una mirada cortante.
– No necesita el abrigo, Watson.
– Hoy hace frío -dije razonablemente.
Holmes lanzó un resoplido de exasperación.
– No me ha entendido, Watson. Me recuerda al profesor distraído que, al ser invitado por su anfitrión a pasar la noche en casa por la lluvia, se fue a la suya a coger el cepillo de dientes.
Intenté sonreír, pero mi rostro permaneció inmóvil.
– No está lloviendo y ya estoy en casa, y tengo el cepillo de dientes a mano, gracias. -Manifesté mi irritación con un suspiro-. Holmes, creo que está siendo deliberadamente perverso por algún motivo. Me trata como si no me considerara capaz de raciocinio. Ya debería saber que una vez que me pone usted sobre una línea de pensamiento suelo seguirla perfectamente. De hecho, incluso me atrevería a decir que con los años hemos llegado a pensar de forma semejante.
Holmes alzó una holmesiana ceja. Desdeñosa [11]sería la palabra correcta. Los romanos conocían el lenguaje del cuerpo.
– ¿Es ése ahora el caso? Aunque no estuviese adulándose, doctor, hay veces en que uno no puede soportar que otra persona comparta su propio punto de vista.
Su tono era abrumadoramente amable, pero, o quizá por eso mismo, sus palabras me dejaron helado.
– Estoy de acuerdo -dije con rigidez.
– Touché! -dijo con un repentino parpadeo, como si lo hiciera a pesar de sí mismo, arreglándoselas a continuación para fruncir el ceño.
De pronto creí darme cuenta de lo que pretendía, y mi corazón se indignó. Hablé con burlona severidad para suavizar el tono emocional de mi sinceridad.
– Basta ya de rodeos, Holmes. Pretende evitar que le acompañe en una empresa peligrosa. Insisto…
Estaba frotándose un canino con cera negra para hacerlo invisible. Se interrumpió bruscamente y clavó su mirada en mí a través de su lupa. A mi mente acudió el famoso mosaico encontrado en una casa de Pompeya que representa un feroz perro con las palabras de advertencia Cave canem debajo de él.
– ¿Usted insiste? Soy yo soy quien insiste. Si es la única forma de disuadirle, que así sea: No le necesito, Watson.
El nudo que tenía en la garganta me impedía hablar. ¿Me había vuelto un estorbo tan grande? ¿Un obstáculo? Que yo recuerde, fue la primera vez que estuve a punto de odiarle. Sabía que no era dueño de sus actos, pero eso sólo lo explicaba, no lo excusaba.
Hay algo que se llama persistencia watsoniana. Así que continué inmutable mientras Holmes terminaba de arreglarse ensuciándose. Observé cómo miraba por entre las cortinas a la calle, comprobando a continuación que llevaba el revólver y las llaves. Devolví su cortés saludo cuando salió por la puerta. Escuché cómo sus pisadas bajaban la escalera. Esperé a oír cómo se cerraba la puerta de la calle antes de ponerme el abrigo, coger mi bastón más sólido, y seguirle.
Hicimos una larga marcha a paso rápido. Yo permanecí a unas buenas cien yardas de distancia, pero teniéndole siempre a la vista. Se detuvo una vez, ante el monumento al Gran Incendio que se inició a las 14:00 horas del domingo 2 de septiembre de 1666 en la casa de William Farryner, pastelero real, en Pudding Lane. Miró el pedestal fijamente, pero, cuando siguió andando, y yo me detuve donde él, me di cuenta de que no había estudiado la inscripción histórica sino una pintada hecha con carbón. MAE ATIENDE: ENGAÑA POE VASIJA DE BARRO. MAX FERO [MAE HEAR: RUM TERRA COIN. GO COD POE UP. MAX FERO].
El texto estaba claro, tal vez demasiado. ¿Para qué querría un tal Max Fero ordenar tan osadamente a un tal Mae que engañara a un tal Poe, al parecer con una vasija falsa de barro como moneda? El nombre Fero debía ser tan falso como su moneda, pero recordaba la palabra de mis días de colegio. Podía sentir cómo la escribía en el encerado, verla en blanco sobre negro, incluso olería en el flotante polvo de tiza una vez la había borrado. Verbo latino, activo, irregular, significa llevar, traer, transportar. Tiempos principales, fero, ferre, tuli, latum.
Troté discretamente para no perder a la enfermiza figura entre los transeúntes desdentados y de rostro ausente que iban y venían concentrados en sus propios asuntos. Más allá de Guildhall, Cheapside se convierte en Poultry. Holmes me llevó más allá de Pudding Lane, Honey Lane, Milk Street y Bread Street. No se detuvo hasta llegar a Threadneedle Street. Allí, sin mirar a su alrededor, entró en el edificio del 42 1/2.Corrí para cubrir la distancia, pues me di cuenta de que era un edificio de despachos comerciales y quería saber en cuál de ellos había entrado. Fue demasiado rápido, o yo demasiado lento.
Holmes había desaparecido cuando llegué a la entrada y miré al interior. Entré. Había una mesa de conserje pero nadie en el puesto. Estudié el directorio de la pared, pero no encontré ningún nombre que me dijera nada. No había ningún Mae, ni ningún Poe, y, desde luego, ningún Max Fero.
Cualquier movimiento parecía mejor que ninguno, así que recorrí el pasillo escuchando discretamente ante cada puerta, esperando oír la voz de Holmes.
Cuando pasé ante una puerta entreabierta que daba a unas escaleras que conducían al sótano, capté un movimiento con el rabillo del ojo. Agarré con más fuerza el bastón y di media vuelta, pero fue demasiado tarde. La negrura me invadió.
Holmes se detuvo a media zancada y soltó la cerilla justo antes de que le quemara el dedo. Se apagó con un hilillo de humo mientras caía al empedrado. En la oscuridad, Holmes se llevó los dedos a las sienes como para recuperar el equilibrio, o reafirmarse contra la debilidad que sentía. Había ido demasiado lejos siguiendo el rastro de Moriarty, estaba demasiado cerca de él, para desfallecer ahora. La voluntad debía dominar a la carne, la piel del zorro ocupar el lugar de la del león.
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