Holmes lo examinó atentamente.
– ¿La bala, inspector?
– La bala le atravesó el corazón, alojándose en una costilla. Esta mañana hicieron la autopsia y se la extrajeron. Aquí está.
Holmes la cogió, examinándola cuidadosamente con su potente lupa de bolsillo.
– ¿Y el arma?
– No se ha encontrado. Sin duda, el asaltante se la llevó consigo al huir.
– Sin duda. ¿Y las ropas del mayor?
– Las tengo aquí. -El inspector las sacó de un cajón-. Observará que no hay rastros de pólvora.
Holmes las examinó todas, el chaleco de tweed, la camisa y la fina ropa interior de lino. Observó los mortíferos agujeritos de las balas que habían causado la muerte de quien los llevaba.
– Una apertura tan pequeña para que entre la muerte -musitó. Dejó la ropa plegada sobre el escritorio-. Bueno, creo que ya es hora de oír lo que tiene que decimos la señora Desmond. Vamos, Watson. No, inspector, usted no. Trabajo mejor solo.
Encontramos a la dama reclinada en un sofá Recamier de calicó amarillo. Clavó en nosotros sus ojos calmados, pero no dijo nada.
– Señora -dijo Holmes con la gentil gravedad que, en ocasiones semejantes, usaba con el bello sexo-, venimos a ofrecerle nuestras condolencias por su doble pérdida.
Ella se incorporó, abriendo mucho los ojos.
– ¿Mi doble pérdida?
– La trágica pérdida de su marido, señora Desmond, y la aún más trágica pérdida de su hijo, que seguramente acabará ahorcado por su asesinato.
La señora Desmond dedicó a mi compañero una mirada larga y pensativa y se puso en pie.
– Le agradezco lo primero -dijo con calma-. En cuanto a lo segundo, resulta prematuro. Denis nunca será ajusticiado por matar a Barry Desmond. Fui yo quien lo mató.
– Lo sé, señora Desmond -dijo Holmes-, pero quería oírselo decir.
– Bueno, ya lo he dicho. Ahora déjeme sola.
– También sé, señora, que le disparó en defensa propia -dijo Holmes, ignorando su despedida.
Ella le miró cortante.
– ¿Cómo puede usted saber eso?
– Sentémonos y se lo contaré.
Holmes la sentó en el sofá amarillo sin que ofreciera resistencia, y cogió una silla para sentarse junto a ella. Yo me moví para pasar a un discreto segundo plano.
– El mayor Desmond se mostró desde el principio como un cliente extraño, que no mostraba ningún deseo o esperanza de que yo investigase en el lugar del delito. Era inusual, pero en ningún momento se me ocurrió la posibilidad de que un cliente acudiera a mí con el deseo expreso de engañarme. Yo procedí como acostumbraba, viniendo a Belting, recogiendo los datos disponibles y volviendo a Baker Street.
»Soy un detective científico, señora Desmond. Examiné mis datos con tubos de ensayo y un potente microscopio y descubrí una cosa muy extraña. Mi cliente me estaba mintiendo.
– Pues claro que estaba mintiendo. Barry era un mentiroso nato -dijo la señora Desmond amargamente. Pero, ¿cómo lo supo usted?
– El primer indicio fue la sangre que encontramos en el lindero del bosque. Ningún francotirador pudo haber derramado esa sangre. Era sangre de ave, supongo que del ganso recién sacrificado que había en la cocina. Y las balas, señora Desmond, la que se hundió en la poltrona de su marido y la de la haya, disparada por su marido como respuesta al fuego, habían sido disparadas por el mismo arma.
– Yo podía haberle dicho eso. Le vi. La noche que volvió de Londres, yo estaba sentada junto a la ventana y le vi disparar contra la suya, para darse luego media vuelta y disparar al otro lado del prado. Conocía su mente retorcida y supe enseguida que no había ningún francotirador y que estaba planeando alguna cosa, como siempre. ¿El qué? ¿Planeaba matar a alguien y echarle la culpa al tirador furtivo que había inventado? ¿A quién? ¿A mí?
– ¿No informó enseguida al inspector Clempson?
– ¿Y hacer que las murmuraciones y el escándalo se enseñorearan de toda la región? Por supuesto que no. Cogí la vieja pistola que tenía de cuando vivía en Irlanda, para llevarla siempre encima. Debió considerarme usted muy peculiar cuando exhibí mi arma durante el almuerzo y fanfarroneé diciendo que sabía defenderme sola. En realidad estaba diciéndoselo a Barry, pero al final resultó no darse por aludido.
– Cuando comprendí el doble juego de su marido, señora Desmond, me di cuenta de su apuro y me apresuré a volver a Belting. Pero, ay, al desplazar a todos sus hombres a otra parte, aprovechó la oportunidad para volver su arma contra usted.
– Así es, señor Holmes. Pero yo estaba atenta… y disparé primero. Lamento haber tenido que hacerlo, pero no tuve más remedio. Dígame, señor Holmes, ¿cómo estaba usted tan seguro de que fui yo quien disparó contra Barry?
– Usted tenía los medios, el motivo y la oportunidad. La bala, más pequeña que la que se utiliza para cazar ciervos, debía provenir de una pistola como la suya. Cierto que no se encontró la pistola, pero el primer hombre que llegó al escenario del crimen fue su hijo, que debió pensar que lo mejor era ocultarla. El mayor no tenía chaqueta porque debía tener rastros de pólvora, así que supongo que Denis la ocultaría también.
– No sé nada de todo eso. Después de disparar perdí el conocimiento y no sé lo que sucedió hasta que desperté en mi propia cama. Bueno, señor Holmes, ¿qué va a suceder ahora? ¿Va usted a arrestarme?
– No pertenezco oficialmente a la policía, señora Desmond. La investigación oficial determinará lo que sucederá a partir de ahora. Puede estar segura de que, si la juzgan, testificaré diciendo que disparó en defensa propia. Mientras tanto, le aconsejo lo que dice el viejo adagio: Las cosas se arreglan antes cuanto menos cosas se digan.
Tras dejarla, nos despedimos de Belting Park y volvimos a Baker Street y a otras ocupaciones. Atrás quedó el idílico tiempo veraniego. Los siguientes días amanecieron fríos y lluviosos. El segundo día, cuando estábamos sentados ante el fuego después de desayunar, Holmes apartó el periódico.
– La investigación ha terminado y la señora Desmond está libre. No la llamaron a las instrucciones preliminares, y se dice, tanto dentro como fuera del juzgado, que el dictamen será que el mayor fue asesinado por una o varias personas desconocidas. Bueno, en cierto modo, se ha hecho justicia. Fue el peor tipo que he llegado a tener como cliente, y tuvo la desfachatez de hacerme partícipe de su plan criminal. Quería que yo jurase que todo era un plan contra su vida.
– Cuando todo el tiempo era un plan contra su esposa. Pero, ¿por qué, Holmes? ¿Qué motivos tenía?
– ¿Quién conoce la mente de un asesino? Puedo aventurar una conjetura. El dinero. Los presuntos ataques empezaron cuando apareció el procurador. ¿Se habría vuelto su esposa contra él, exasperada por sus constantes apuestas y líos de faldas? ¿Planeaba ella divorciarse de él? ¿Cambiar su testamento? ¿Dejarle todo su dinero a Denis? Fuera cual fuera la amenaza, conocía bien su inflexible naturaleza y que la muerte era la única salida, así que hizo planes para llevarla a cabo con impunidad.
– Pero Holmes, ¡qué tontería cometió llamando a un detective como usted para que examinara sus progresos! Debía estar loco.
– Quizá lo estaba. Quos Deus vult perdere, prius dementat. Pero había un método en su locura. Tenía la impresión de que un detective consultor se quedaba en casa para ser consultado. Él mismo lo dijo. Actuando según esa impresión, pensó que yo sería la elección perfecta para ser embaucado. Cuando descubrió que se equivocaba, puso la mejor cara que pudo y aprovechó la oportunidad para proporcionarme parte de los datos que yo buscaba, falseándolos, claro.
– ¿Y cómo supo que eran falsos? Lo de la sangre, por ejemplo. ¿Con la prueba Sherlock Holmes?
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