– Dejen que les presente a mi hijo, Denis Mullen.
El joven Mullen se parecía a su madre, pero sin nada de su belleza. Tenía penetrantes ojos verdes en un rostro pálido, una mandíbula decidida, y un tupido pelo anaranjado. Nos miró con el ceño fruncido y murmuró algo.
– Ah, ahí se oye el segundo gong -dijo Desmond con cierto alivio-. Por aquí, caballeros.
En el espacioso salón comedor se había dispuesto una mesa para seis. Nos sentamos los cinco y desdoblamos las servilletas damasquinadas. No se hizo ningún comentario sobre la silla vacía.
Ya habíamos acabado con la sopa y estábamos picando remolacha cuando me sobresalté por los gritos de una voz de contralto bastante ronca.
– ¡Vaya, vaya, vaya!
La recién llegada exhibía un rostro bastante ancho, castigado por el tiempo, una figura igualmente ancha, y un atuendo asombroso. Iba vestida como un cochero, con chaleco, chaqueta y polainas a cuadros. Antes de entrar dejó la escopeta junto a la puerta.
– Mi hermana Penélope -dijo el mayor Desmond-. Es uno de mis domadores.
– He soltado a Starfire. -Se sentó y empezó a servirse de la bandeja de plata que llevaba la atractiva doncella-. Uno de estos días Starfire igualará a Thunderbolt, Barry.
– Me alegra que pienses así.
– ¿Entonces no la venderás?
– No seas pesada Penny. Starfire se irá la semana que viene. Está decidido.
– ¡Lo lamentarás! -dijo atacando su filete con sádicos cortes.
– Te presento a nuestros invitados, Penny -dijo el mayor relajando el ambiente-. El señor Holmes y el doctor Watson.
Un ojo hostil nos examinó.
– Los sabuesos detectives de Londres, ¿eh? ¿Han descubierto ya a nuestro enemigo secreto?
– No tengo ningún enemigo secreto, Penny -dijo el mayor molesto.
– Vaya, Barry, ¿has olvidado a ese terrible hombrecillo con pantalones de pastor que gritó tan fuerte y te asustó tanto? El lunes hará una semana.
– No me asustó -dijo el mayor con rigidez.
– Te amenazó de una forma terrible -dijo la señorita Penny-. Dijo que te rompería todos los huesos del cuerpo. Era tan gracioso, Agnes. Debiste oírlo.
La boca felina apretó los labios.
– Le oí, Penny.
El rostro de nuestro anfitrión se endureció.
– Clegg es muy excitable -dijo cortante-, pero no es ningún francotirador.
La señorita Penny lanzó un desagradable resoplido y Holmes cambió de tema.
– Veo que viene de cazar, señorita Penny.
– Tengo que hacerlo -replicó siniestramente-. Los cuervos, ya sabe.
– Mi hermana está peleada con los cuervos -dijo el mayor con una sonrisa-. Cree que tienen algo contra Starfire.
– ¡Ríete todo lo que quieras, Barry, pero ya lo verás!
Holmes volvió a cambiar de tema, dirigiéndose al joven Mullen.
– ¿Y usted, señor Mullen, también dispara?
– No -dijo átonamente el joven.
– No tienes vergüenza -dijo su madre-. Denis tira tan bien como yo, y es casi tan bueno como Barry, pero no suele disparar.
– No me gustan los deportes sangrientos -dijo Denis entre dientes.
– Mire, Holmes -exclamó Desmond con decisión repentina-. Yo soy un hombre de acción. No puedo quedarme sentado esperando a que me disparen.
– ¿Qué más puedes hacer, Barry? -preguntó la señorita Penny.
Te diré lo que puedo hacer. Al anochecer prepararé una trampa con la ayuda de Holmes y su amigo para que se descubra este individuo. ¿Están ustedes conmigo, caballeros?
– Por supuesto, mayor.
– Yo también iré gritó la señorita Penny excitada.
– No, no vendrás, Penny. Esto es peligroso. Te mantendrás al margen.
– ¿Por qué? Te odio, Barry. Crees que las mujeres no sirven para nada. Pues te equivocas. Sé cuidarme sola. Tengo mi rifle.
La señora Desmond le sonrió.
– Tienes razón, Penny. Podemos cuidamos solas.
Puso algo sobre la mesa. Era un juguete de aspecto inocente, una pequeña pistola de reluciente cargador con una brillante empuñadura de madreperla. La manejaba con fría habilidad.
– La llevo encima desde que empezaron los problemas. No tengo miedo -dijo, devolviéndola al bolsillo.
– Sé que no lo tienes, querida -dijo Desmond-, pero el trabajo de esta noche es cosa de hombres.
Se volvió hacia la hermosa doncella, que estaba sirviendo más remolacha.
– Sally, haga el favor de informar a Maggie de que esta noche no cenaremos. Que prepare una merienda abundante para las siete en punto, en la terraza.
La muchacha le dedicó una mirada, hizo una reverencia y desapareció.
– Bueno, Barry -dijo la mujer-. ¿No encuentran ustedes que todo esto es un tema de conversación bastante siniestro?
La tertulia cambió de tema a continuación y, poco después, una vez hicimos justicia a las viandas, nos levantamos todos de la mesa.
– Bueno, mayor -dijo Holmes-, con su permiso iremos a las habitaciones de los criados para averiguar de ellos lo que podamos.
Descubrimos que estas habitaciones de los criados estaban gobernadas con mano de hierro, no por el mayordomo, un muchacho voluntarioso pero algo bisoño llamado Tamms, sino por la rígida ama de llaves, la señora Sattler. Nos informó de que el personal no sabía nada y que, de todos modos, no era asunto suyo. A pesar de eso, el personal nos informó de que sí habían oído los disparos la semana pasada. Sólo un muchacho cockney, encargado de la despensa contribuyó con algo más. Dijo haber oído los disparos de la noche anterior, salido a mirar y avistado al tirador cuando desaparecía.
– Desapareció como un espectro, señor, y me puso los pelos de punta, señor.
No estaba seguro de si era alto o bajo, gordo o delgado, pálido o moreno; sólo estaba seguro de que le había puesto los pelos de punta.
Sólo quedaba la cocinera y Holmes la mandó llamar. Se encontró con un adversario duro.
– Dice que está ocupada, que vaya usted.
Así que fuimos a ver a Maggie a sus dominios. Nos encontramos con una mujercita delgada, de feroces ojos, sentada a una larga mesa untando pan con mantequilla con un cuchillo alarmantemente grande.
– Una merienda -gruñó-. Y yo con un ganso bien gordo recién sacrificado para la cena. Bueno, ¿qué desean ustedes? Siéntense si quieren.
Agitó el cuchillo señalando a un par de sillas de madera.
– Bueno, Maggie… -empezó a decir Holmes, mientras tomaba asiento.
– Llámeme señora Murphy.
Bueno, señora Murphy, estoy Seguro de que querrá ayudar a su buen señor…
– ¿Buen señor? Lo que sí es seguro es que es el señor. Me paga bien, ¿no? Se pasea por la casa como si fuera el dueño de la mansión comprada con el dinero de mi señora, persiguiendo a todas las caras bonitas que ve y apostando en todas las carreras, aunque ella no pueda permitírselo. Le dije que nada bueno saldría de él, yo que estoy con ella desde los tiempos del señor Mullen. ¡Buen señor! ¡Ja! ¡Todos los hombres son unos inútiles!
Cogió el cuchillo y empezó a atacar los pepinos.
– Bueno, señora Murphy, ya sabe que hay alguien que ronda por el lugar e intenta matar al mayor…
– Que le vaya bien -murmuró la señora Murphy a los pepinos.
– Y quisiera preguntarle…
– ¿Preguntarme?-cortó Maggie-. Pregúnteme si yo dispararía contra el mayor. Bueno, señor, pues sí que lo haría, si con eso ayudara a la señora. Pero no serviría de nada, así que no lo hago. Puede usted meter eso en su pipa y fumárselo. Le deseo los buenos días.
Nos retiramos en desbandada.
– Por Dios -dijo mi amigo burlonamente-. ¡Espero que esta buena mujer no sea un ejemplo de lo que nos depara la mujer del futuro!
Dejamos el ala del servicio y nos detuvimos en la puerta trasera para examinar el paisaje. A nuestra derecha había una tentadora terraza, atractivamente amueblada con artículos de mimbre. Más allá se extendía un verde prado y el bosque. El prado se prolongaba ante nosotros, descendiendo hasta la dehesa y los establos situados a lo lejos. A nuestra izquierda estaba el cuidado jardín de la cocina y, más allá, el campo de tiro para el Día de Medio Verano. Se oían disparos provenientes de esa dirección.
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