Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes

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Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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LAS NUEVAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES Es un homenaje de eminentes autores de misterio -Stephen King, John Gardner, Michael Harrison y otros- realizado en el año 1987 con motivo del centenario de la primera aparición pública de Sherlock Holmes en el Beeton’s Christmas Annual de noviembre de 1887, donde se dieron a conocer los hechos y la resolución del misterio conocido como Un Estudio en Escarlata

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– El señor Holmes cubrirá el prado frontal desde las hayas, ayudado por el doctor Watson. Birkett el ala oeste, en el rosal. Parker, la terraza. Yo me esconderé en la linde del bosque. Así podremos rodearle cuando se presente.

– Y recuerden que no debe hacerse ningún disparo -dijo Holmes-. Tenemos la intención de cogerle por sorpresa.

Ajustó tentadoramente la chistera que asomaba por encima del respaldo de la silla.

– Ya está, esto debería atraerle. -Situó la lámpara para que silueteara la escena, descorriendo las cortinas al crepúsculo cada vez más oscuro-. Vámonos.

En nuestro escondite junto a las hayas había un césped muy cómodo y allí nos sentamos. El estar sentados a nuestro aire, oliendo el jardín de rosas y viendo como salían las estrellas resultaba muy placentero. Sólo faltaba que pudiéramos haber estado fumando. De pronto se oyó un disparo.

Holmes se movió como un ciervo. Todos convergimos en la ventana iluminada. Birkett, Parker, el mayor, Holmes y yo, y la señorita Penny Desmond, arma en mano y con la mirada enloquecida.

– ¿Quién ha hecho ese disparo? -exigió Holmes furioso.

– Fui yo -dijo el mayor tímidamente-. Vi al hombre, y me temo que perdí la cabeza.

– ¡Le ha visto! ¡Espléndido! ¿Quién es?

– Eso no puedo decírselo. Le vi desde mi escondite acercándose a la ventana, pero iba agachado. Entonces se incorporó. Era un hombre corpulento, tan alto como yo, y vi su cara a la luz de la ventana. ¡El hombre es negro, señor Holmes!

– ¡Negro! ¿Hay negros en la vecindad?

– Sólo los encargados de Comanche.

– Bien -dijo Holmes-, le hemos asustado, sea quien sea. Difícilmente volverá sabiendo que le estamos esperando. Les dejo con la cabeza tranquila.

– ¡Nos deja!

– Lamento tener que hacerlo, mayor Desmond. Mañana tengo una cita urgente con un distinguido personaje, cuyo nombre no tengo derecho a revelar. Cuando haya satisfecho su petición, analizaré los datos que he recabado aquí y me comunicaré a continuación con usted.

Procedimos a viajar a Londres en el primer tren, y Holmes tuvo tiempo de sobra para reunirse con su distinguido cliente. Volvió de la reunión sonriendo y meneando la cabeza.

– Era su mujer, por supuesto. Pobre hombre, El asunto se ha interrumpido y se acallará decentemente. Ahora volvamos con mi cliente de Sussex.

Se remangó y se enfrascó con sus tubos de ensayo en su mesita arrasada por los ácidos. Reconocí un precipitado de color rojizo que había en uno de ellos.

– Sí -dijo Holmes, dándose cuenta de mi mirada-. La prueba de sangre de Sherlock Holmes que me vio perfeccionar cuando nos conocimos.

– Pero sabemos que es sangre.

– Ahora lo sabemos con certeza. Quizá esto nos diga mucho más si le hacemos las preguntas adecuadas.

Cuando le vi dejar a un lado los tubos de ensayo y preparar el microscopio, supe que iba a hacerle otro tipo de preguntas a la sangre del furtivo.

La hora de cenar llegó y pasó sin ser notada. Inmerso en el absorbente relato marino de Clark Russell, «El Naufragio del Grosvenor», apenas alcé la mirada cuando dejó a un lado sus diapositivas y sacó su colección de balas. Por fin se echó hacia atrás, con aspecto grave.

– Estamos en aguas profundas, Watson. Debemos volver cuanto antes a Belting Park.

Abrí en un tris nuestra ajada guía Bradshaw.

– No podemos hacerlo, Holmes -dije-. El siguiente tren no sale hasta mañana.

– Me lo temía -dijo Holmes-. Bueno, habrá que esperar lo mejor.

Cogimos el primer tren con tiempo de sobra, encontramos desocupado un cómodo compartimento de primera clase, y nos dispusimos a leer los periódicos de la mañana. Yo fui el primero en abrirlos, y me sorprendí horrorizado.

– Santo Cielo, Holmes -grité-, el persistente francotirador del mayor ha vuelto a atacar, ¡y ha dado en el blanco! El mayor Desmond ha muerto.

Pareció que pasaba un siglo hasta que llegamos a la estación de Belting. Como fuimos los únicos pasajeros en bajar, no fue una gran hazaña deductiva el que se nos acercara un joven de terso cutis para decimos:

– ¿El señor Sherlock Holmes?

Mi compañero asintió con la cabeza.

– Estamos en desventaja, señor.

– Inspector Clempson, encargado del asunto de Belting Park, a su servicio. No se ha tomado mucho tiempo, señor. Envié mi cable en la medianoche de ayer.

– ¡Oh! No he recibido ningún cable. He venido por mi cuenta.

– ¿Esperaba lo sucedido?

– Temía alguna villanía semejante.

– Entonces nos alegrará que nos ayude, señor Holmes. Pero venga, tengo un coche esperando para llevamos a Belting Park.

– Vamos pues. Podrá contarnos los detalles de este trágico asunto mientras vamos hacia allá.

Mientras discurríamos a buen paso por los verdes caminos respirando el fresco aire del verano, escuchamos la historia del inspector.

– Parece ser, caballeros, que la aparición de un hombre negro acechando anoche alarmó a la familia respecto a los caballos…

– ¿Porqué? preguntó Holmes-. Cualquier hombre puede ennegrecerse la cara, y los contrabandistas de la zona suelen hacerlo a menudo.

– Al no ser de aquí no se les ocurrió pensar en eso. Pensaron en los mozos de Comanche, y adoptaron medidas protectoras. Ned Bickford y sus hombres se quedaron a guardar los caballos. Los guardabosques se situaron alrededor de los establos.

– Entonces, ¿se abandonó toda protección a la casa?

– El mayor era una persona valerosa, como lo es la señora Desmond. Estaban impertérritos haciendo cuentas cuando se oyó el disparo. Denis Mullen estaba en el prado y corrió enseguida al interior. Encontró a su padrastro en el suelo, muerto de un disparo en el corazón, y a su madre inconsciente en la poltrona. Llamó a los criados y envió a por mí. Cuando llegué yo, media hora más tarde, descubrí que tenía la situación controlada, con su madre en la cama y el doctor Ledyard en camino, tras haber enviado a buscar a su abogado, un tal señor Needleton de Brighton.

– Puede estar seguro, Holmes, de que interrogué a todos los implicados en el asunto -añadió el inspector inquieto-. Denis Mullen no vio nada pese a estar fuera. La señorita Penny estaba en los establos vigilando a Starfire. Toda la gente que vigilaba en los establos se alarmó mucho por el disparo, pero lo único que hicieron fue redoblar la vigilancia. Parker y Birkett, situados en la periferia, no vieron nada sospechoso. Ya estamos llegando a Belting Park.

Cuando atravesamos la avenida de limeros, un salvaje ulular llenó el aire.

– Santo Cielo, ¿qué ha sido eso? -dije yo-. ¿Un perro?

– El pillaloo, o aullido irlandés -dijo Holmes-. La señora Murphy llora una muerte en la familia, según la costumbre.

La estirada ama de llaves nos admitió de mala gana.

– La señora Desmond está postrada en cama y no puede ver a nadie -dijo fríamente.

– Todavía no necesitamos molestar a la señora Desmond, señora -replicó el inspector-. El señor Holmes desea inspeccionar la escena del crimen.

Al oír la puerta, un hombre alto y delgado, vestido con ropas formales pasadas de moda, apareció en las escaleras.

– ¿Y bien, señora Sattler?

– La policía, señor Needleton.

– Ya era hora. Un asunto terrible, señor. Pensar que cuando estuve aquí hace una semana todo iba bien, y nada se sabía de ese peligroso asesino. Bueno, tengo trabajo que hacer. Le deseo buena caza.

Desapareció antes de que pudiéramos abrir la boca. Holmes se encogió de hombros y se dirigió hacia el sanctum del mayor, seguido por nosotros. Unas manchas de sangre en el suelo, junto al escritorio, indicaban dónde había caído Desmond. Al lado estaba su rifle, cargado y a punto de ser disparado, mudo testimonio de que había muerto defendiéndose de su asesino, aunque fuera en vano.

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