La trama se complicaba, pero sus contornos empezaban a perfilarse. Lamenté haber enviado ya mi primer informe a Holmes. Tendría que sentarme a escribir otro lo antes posible.
Cuando llegué al hotel descubrí que me esperaba una carta en el casillero. Reconocí la letra angular de Holmes, pero el sobre carecía de sello. Tenía una anotación: «En mano. Urgente». Antes de abrirlo, pregunté al conserje quién lo había traído.
– Un muchacho -respondió.
No supo proporcionarme más descripción que esa. Evidentemente, era un hombre a quien todos los niños pequeños le parecían iguales.
La subí a mi habitación. Sólo contenía media hoja de papel, en la que Holmes había escrito: «Le aconsejo que estudie las orejas de Peterson». Eso era todo.
Bueno, si no tenía otras noticias para mí, yo tenía muchas para él.
«Según lo que he observado», escribí, «y las deducciones hechas a partir de lo observado, he llegado a una firme conclusión sobre lo sucedido el pasado octubre en la mansión Corby y, lo más importante, lo que se planea que suceda allí en un futuro próximo, si no se toman medidas para impedirlo. La clave de ambos casos estriba en un mozo de cuadras contratado de forma temporal llamado Len. Tiene el rostro astuto y la apariencia engañosa que inmediatamente delata su pertenencia a las clases criminales. Estoy seguro de que, cuando su auténtico nombre salga a la luz, se descubrirá que tiene una larga lista de antecedentes. Su objetivo es robar los diamantes de la señora Ruyslander. Es posible que, la primera vez, su cómplice en la casa fuera Terence Black. Hay grandes posibilidades de que, en esta ocasión, su cómplice sea uno de los lacayos temporales. Habiendo visto al último en acción, tanto andando como trepando un muro, he llegado a la conclusión de que es ni más ni menos que Jim el Mosca, un nombre que, estoy seguro, le será familiar.» Sentí algo de malicia al escribir esto. El que Jim escapase a las redes de la ley la vez anterior fue algo que molestó a Holmes.
«Otro posible cómplice sería un caballero extranjero a quien he visto hablando con Len. Sin duda su cometido es el de disponer de los diamantes una vez sean sustraídos. El momento en que esto se llevará a cabo también está claro. El lunes tendrá lugar la primera batida de faisanes. Todos los hombres tomarán parte, y las damas suelen acompañarles en un suntuoso almuerzo al aire libre. Además de asistir al mismo gran parte del personal de la casa, tengo entendido que los empleados del jardín y el establo actuarán como batidores, ya que sin duda les pagarán bien por sus servicios. En resumen, que la casa y los terrenos adyacentes estarán prácticamente desiertos. Estoy seguro de que sus conexiones con Scotland Yard le permitirán preparar un comité de bienvenida adecuado.»
Pensando en la cacería, añadí. «En este asunto estoy actuando de batidor. La policía y usted son los cazadores.»
Comprenderán que me sintiese justamente orgulloso de este informe y que, para que no hubiera ningún retraso, hiciera que uno de los chicos del hotel lo llevase a Lewes al día siguiente, viernes, para que saliera en el primer correo. Holmes lo recibiría la tarde de ese mismo día, lo cual le daba tiempo sobrado para hacer sus preparativos, y para escribirme de paso. En esta ocasión, pensé, seguramente recibiría algo menos seco y más útil que su comunicado previo.
El fin de semana transcurrió con lentitud. La mañana del lunes me levanté temprano. Había llegado el correo y habían puesto las cartas en los casilleros, pero no había nada para mí. El conserje me llamó, cuando me alejaba.
– Llegó esto para usted, doctor. Iba a ponerlo en el casillero.
– ¿Cómo ha llegado aquí?
– En mano, señor. Con el mismo chico.
Decir que me sorprendí sería quedarse corto. No obstante, supuse que la carta me aclararía el misterio. En vez de eso, lo aumentó más aún.
«Es de la mayor importancia que, a la una y media del mediodía, esté en la puerta que lleva a las cocinas», había escrito Holmes. «Por favor, convenza a su amigo Pearce deque le acompañe. Los dos deberán ir armados. Sé que usted lleva consigo su revólver de servicio. Sin duda, Pearce tendrá un arma de caza. Deben llevarlas cargadas. Nos enfrentamos a animales muy peligrosos. Por favor, cuando estén ante la puerta sigan las instrucciones que se les dé.»
A esas alturas ya estaba completamente confundido y pensé que lo único que podía hacer era lo que me decía. Cuando llegué a la cabaña encontré a Pearce disponiéndose a almorzar. Le mostré la carta.
– ¿Supongo bien al asumir que es de su amigo, el señor Holmes? -dijo tras leerla lentamente.
– No hay ninguna duda. No creo que haya ningún hombre capaz de imitar su letra lo bastante bien como para engañarme.
– Parece saber lo que quiere. Será mejor que sigamos sus instrucciones. ¿Nos acompaña a almorzar? Sólo es cuestión de poner un plato más -añadió con esa sonrisa suya que siempre hacía aparición cuando había algo de diversión en perspectiva-. Si vamos a cazar tigres, será mejor hacerlo con el estómago lleno.
Encontré reconfortante la confianza de Pearce en Holmes, e hice justicia al excelente filete de faisán que preparó su mujer. A la una y media me condujo por un camino trasero hasta la puerta de la cocina. Se había puesto un abrigo ligero para ocultar la escopeta que llevaba. Yo llevaba mi fiel revólver en el bolsillo del chaleco, como cada vez que acompañaba a Holmes en los momentos críticos de sus casos, aunque no podía recordar otra ocasión en que tuviera menos idea de por qué lo llevaba o sobre quién debería usarlo.
A lo largo de la mañana habíamos oído el ruido de disparos lejanos, pero ya no se oían y supuse que invitados, batidores y criados se habían enfrascado en una de esas opíparas comidas al aire libre características de estas cacerías. El jardín y los terrenos circundantes estaban desiertos y no pude oír a nadie moviéndose en el interior de la casa. Llegamos a la puerta, y estaba a punto de llamar cuando la abrieron. Había especulado varias veces sobre quién podría aparecer para darme instrucciones. Todas las especulaciones resultaron estar muy descaminadas ya que, al otro lado de la puerta, llevándose un dedo a los labios pidiendo silencio, estaba Len, el mozo de cuadras.
– Espero que los dos vayan armados. Síganme -dijo hablando en voz baja. Confieso que habría dudado de no habernos indicado, diciendo esto, que conocía el contenido de la carta de Holmes. Pero tal como estaban las cosas, hice lo que me dijo.
Recorrimos un largo pasillo situado en el sótano, subimos dos tramos de escaleras y atravesamos una puerta cubierta por un tapete verde que nos condujo hasta lo que supuse sería el pasillo principal de los dormitorios. Había varias puertas a ambos lados del mismo, y pude ver a medio camino del lateral izquierdo una puerta que debía ser aquella ante la que cayó el cuerpo de Terence Black. El silencio era completo.
Len abrió una puerta que había en nuestro extremo del pasillo y nos hizo pasar al interior. Saltaba a las claras que era un dormitorio de caballero. Cuando la puerta estuvo cerrada, me volví furioso hacia él.
– Quizá ahora será tan amable de explicarse.
Se llevó el dedo a los labios, antes de responder en voz muy baja:
– Le ruego que guarde silencio, doctor. Le prometo que no será por mucho tiempo.
Por primera vez, noté en su cara un aire de astucia y determinación que desde luego no estaban allí antes.
– Muy bien. Ya que parecemos estar metidos en la misma representación, sigamos en ella hasta el fin -dije. Y el silencio volvió a reinar tras esto.
El pasillo estaba alfombrado y era muy difícil estar seguros, pero al cabo de unos diez minutos creí oír pasos, dos grupos de pasos, pasando ante nuestra puerta. Luego el sonido de una puerta abriéndose en el pasillo. Tras esto, otra vez silencio.
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