Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes
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- Название:Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes
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La única excepción fue un individuo con cara de rata, al que los demás llamaban Len, que según averigüé, tenía un trabajo temporal en los establos. No parecía muy popular entre los empleados fijos y, por tanto, estaba más que dispuesto a aceptar mis invitaciones a pintas de cerveza y a proporcionarme sus opiniones sobre la vida en general, y de la mansión Corby en particular.
– Una panda de presumidos que no han realizado ni un turno de trabajo honrado en toda su vida -dijo Un amigo mío que consiguió trabajo de lacayo dice que, por la noche, las mujeres bajan de sus habitaciones cubiertas de perlas y diamantes suficientes para mantener a diez familias pobres durante toda una vida.
Le invité a más cerveza y manifesté mi acuerdo sobre que la riqueza de este país estaba dividida de forma injusta. No intentaré reproducir su acento, que era una especie de cockney.
– ¿Y a qué vienen aquí? A disparar a un montón de pájaros que nunca les han hecho daño. Si quieren disparar, que ingresen en el ejército.
Manifesté mi acuerdo, quizá con demasiada fuerza, porque me dijo:
– ¿No será usted un miembro del ejército?
– He tenido alguna experiencia en él -dije-, pero como médico.
– ¿Y qué es lo que hace usted aquí, si no le importa que se lo pregunte?
Me importaba mucho, pero pedí otra pinta para los dos, lo cual pareció satisfacerle. Entonces me vi obligado a escuchar una sarta de faramalla socialista, que a la media hora ya me tenía bastante harto, y me retiré a mi cuarto. Había pensado en escribir un informe a Holmes pero me di cuenta que, por el momento, no tenía nada que informar, y me fui a la cama.
A la mañana siguiente, yo estaba sentado en un banco del exterior de la taberna fumando mi pipa de después del desayuno, cuando oí un estruendo de cascos de caballo bajando por la calle empedrada. Había algo alarmante en ese sonido y, cuando aparté la pipa y me puse en pie, vi aparecer un caballo. Dos cosas me parecieron evidentes. El caballo iba desbocado y su jinete, una niña de once o doce años, era incapaz de hacer nada al respecto.
Cuando el caballo llegó a mi altura, salté hacia adelante y conseguí coger la brilla con una mano y a la muchacha con la otra. El brusco frenazo del caballo, que giró en redondo y se encabritó de forma salvaje, tiró a su jinete. El que yo la tuviese agarrada del brazo frenó su caída, pero no pude evitar que se golpease la cabeza con el bordillo que había frente a la taberna. Afortunadamente, uno de los cantineros vino corriendo y sujetó al caballo, que se tranquilizó en cuanto le trataron con firmeza, y pude atender a la muchacha. Parecía haberse desmayado y había perdido mucha sangre, pero yo tenía suficiente experiencia en heridas de cabeza para saber que la situación no era de gravedad. La llevé al salón de la taberna, la deposité en el sofá y empecé a limpiarla y a vendarla con la ayuda de la patrona. La muchacha abrió los ojos unos minutos después, e intentó incorporarse. La patrona le dijo que siguiera tumbada.
– He mandado a un chico por su padre -dijo-. Enseguida estará aquí.
Apenas dijo eso, el ruido de un coche ligero acercándose a toda velocidad anunció su llegada. En la habitación entró un hombre de cabello entrecano, de más o menos mi edad. Una vez vio que su hija no corría peligro, empezó, como todos los padres, a decirle lo que pensaba de su accidente.
– Deje tranquila a la pobrecilla, señor Pearce -dijo la patrona-. Este es el caballero al que debe agradecer que la cosa no fuera mucho peor.
El señor Pearce me miró por primera vez. El ceño fruncido fue sustituido por una sonrisa.
– Vaya, doctor -dijo-, esto si que es casualidad.
– Sargento Pearce -dije-. Hace años que espero poder volver a verle.
Sam Pearce había sido mi asistente médico y, cuando la fuerza del general Burrows fue desviada a Maiwand y yo me encontraba seriamente herido, me echó a lomos de un caballo y lo guió durante toda la noche hasta Kandahar. En aquellos momentos yo estaba tan aturdido, y luego pasé tanto tiempo en el hospital, que acabé perdiendo contacto con Sam, el cual dejó el ejército para irse a Canadá. Ni siquiera tenía una dirección a donde escribirle y, finalmente, renuncié a encontrarle y darle las gracias.
– ¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es que ha vuelto a Inglaterra?
– Canadá es un país espléndido para un hombre joven, pero, cuando se tiene mi edad, uno nota que su patria le llama. Tengo una bonita cabaña y un buen trabajo en la mansión. Jardinero jefe, con seis hombres bajo mis ordenes. Mi mujer tendrá muchas ganas de conocerle.
Durante todo esto, el apuro de su hija pareció pasar a un segundo plano. Tras una última regañina por montar un caballo que no podía dominar, subimos a su coche y nos dirigimos hacia el pabellón sur de la mansión.
– Este es un viejo amigo -le dijo Pearce al guardián-. No olvides su cara y déjale entrar siempre que quiera.
El guardián me aseguró que gozaba de completa libertad para pasar al recinto. Diez minutos después, nos sentábamos ante un fuego de troncos en la agradable morada de Sam Pearce.
El castillo había caído.
Tomé enseguida la decisión de confiar en Pearce. Tenía una confianza absoluta en mi antiguo ayudante médico. Sólo temía que pudiera incomodarle la idea de que yo hiciera las veces de espía. No debí preocuparme por ello. Su reacción fue de indignación, no contra mí, sino contra el inspector jefe Leavenworth.
– Ese hombre es un imbécil -dijo, haciéndose eco de la opinión de Holmes-. No ve más allá de sus narices. Como había una escalera de mano apoyada contra la ventana que, por cierto, provenía del viñedo, ha llegado a la conclusión de que debía estar implicado uno de mis jardineros. Los conozco desde hace años y le dije que confiaba en ellos tanto como él en sus agentes, e incluso más aún.
– Eso no le gustó nada -dijo la señora Pearce con una sonrisa.
– Le dije que si, como nos habían dicho, los ladrones habían estropeado la cerradura del dormitorio, ¿para qué necesitaban la escalera? Sólo tenían que bajar al piso inferior y salir por la puerta de atrás. Es muy cerrado. La gente a la que debería haber interrogado es al personal de dentro. Sobre todo a los contratados durante la ultima semana. Nadie sabe nada de ellos. Vienen con referencias, pero pueden ser falsificadas.
– Se suponía que Peterson debería controlarlos -dijo su esposa.
– Peterson es un bocazas y un matón.
No es muy popular-concordó su esposa-. La señora Barnby, el ama de llaves y una gran amiga mía, suele hablar a menudo de él.
Y hay una cosa que no se mencionó en la encuesta -dijo Pearce-. Tiene un revólver. Creo que lo trajo consigo cuando dejó el ejército.
– ¿De verdad? -dije. A cada momento se abrían nuevas posibilidades-. Entonces, ¿creen que el cómplice de Terence Black fue uno de los otros lacayos temporales?
– Lo que es yo, nunca creí que Terence tuviera algo que ver -dijo la señora Pearce-. Era un muchacho de lo más bueno que se puede encontrar. A la pobre Mary Macalister casi se le rompe el corazón.
– Si es tan amiga del ama de llaves -dije-, supongo que podría arreglárselas para que dejara a Mary venir aquí a hablar conmigo. Estoy seguro de que hay algo que no nos ha contado.
– Haré que venga mañana a tomar el té -prometió la señora Pearce.
Antes de irme, Pearce me llevó a dar un paseo por los jardines, de los que se sentía justamente orgulloso. En esa época del año no había mucho que ver en los parterres, pero había tres invernaderos y multitud de hileras de campanas y cajoneras. Por fin llegamos al viñedo, que debía ser uno de los mejores del país, con su propio sistema calefactor y un impresionante enramado de parras sujetas a un enrejado. Al salir por el otro lado llegamos al establo, y allí reconocí una figura. Era Len, mi conocido socialista Estaba en animada conversación con un lacayo alto y delgado. Ambos nos daban la espalda, y se me ocurrió pensar que se habían puesto en esa posición para no ser vistos desde el patio del establo.
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