Al oír nuestras pisadas, Len se dio media vuelta y me reconoció.
– ¿Observando a los grandes y poderosos en su ambiente nativo, doctor? Me dijo.
– Observando los jardines -me limité a decir.
El lacayo aprovechó la ocasión para marcharse.
– Parece que hay un lacayo que no está confinado a los barracones -comenté a Pearce al despedirme.
– Ese individuo alto es una adquisición reciente. Creo haberle visto antes por los establos. Estaría convenciendo a Len para que apueste por él esta tarde en Ludlow.
– Probablemente.
Esa tarde me dispuse a redactar mi primer informe a Holmes. Espero que no fuese un documento excesivamente presuntuoso, pero no podía evitar el sentirme complacido por los progresos obtenidos.
Los periódicos de la mañana llegaban a Corby a las ocho en punto y, tras un tranquilo desayuno, pude leer que las carreras principales de Plumpton y Ludlow habían sido ganadas por extranjeros, y me pregunté si el lacayo alto habría hecho su agosto en alguna de ellas. También estudié un informe, en las páginas de economía, sobre el asunto que ocupaba la atención de Holmes. Estaba escrito con la medida reserva que emplean los periodistas cuando presienten un escándalo inminente, con el temor a dar nombres concretos. Leyendo entre líneas, deduje que el Mayhews Bank, una pequeña pero respetable institución bancaria, tenía graves problemas. Un consorcio de tres eminentes cuentacorrientistas (no se daban nombres) debían al banco una suma considerable de dinero. El préstamo era conjunto y no podía reclamarse sin el consentimiento de los tres hombres. Uno de ellos estaba enfrentado a los otros dos. El problema del banco resultaba claro. Lo último que querría hacer es iniciar una acción legal contra tres clientes importantes. Por otra parte, el banco debía pensar en el interés de los demás cuentacorrientistas. Pronto tendría que tomarse una decisión, según el redactor financiero.
Cuanto más lo estudiaba, menos me parecía un asunto que requiriera el talento de Holmes. Tampoco podía sentir mucha simpatía por cualquiera de las partes en disputa. Los financieros de la City de Londres me parecían tan irresponsables e implacables como los patanes de la frontera del noroeste. Me concentré en mi propio problema. ¿Podría Mary Macalister arrojar alguna luz sobre él cuando nos reuniéramos?
La señora Pearce fue fiel a su palabra y Mary estaba esperándome cuando llegué. Al principio me sentí decepcionado. Estaba dispuesta a hablar en términos generales sobre la vida en la mansión: la bondad de la señora Barnby, la rudeza de Peterson, la cacería que tendría lugar el siguiente lunes… pero eso no era lo que yo quería. Al final me di cuenta de que era la presencia de los Pearce lo que le inhibía. Creo que ellos también se dieron cuenta y, una vez tomamos el té, se fueron con mucho tacto.
Si le cuento una cosa, algo que podría sorprenderle, ¿me hace la solemne promesa de no contárselo a nadie? -me dijo la señorita Macalister en cuanto salieron de la habitación.
– Excepto a Holmes.
– Sí, dígaselo al señor Holmes si debe hacerlo -concedió, aunque me pareció que lamentándolo-. Mi hermana Alice, que también trabaja en la mansión, comparte el dormitorio conmigo. Terence y yo teníamos mucho que hablar sobre nuestra próxima boda, y como no teníamos oportunidad de hacerlo de día, esa noche vino a mi habitación.
No encuentro eso especialmente sorprendente. ¿Cuándo estuvo allí? y, de paso, ¿cómo llegó allí?
Debió esperar a medianoche, cuando la mayoría de la gente estaba en sus habitaciones. Entonces salió con cuidado de las habitaciones del ala oeste, recorrió el pasillo que daba a los dormitorios y subió a nuestra habitación en el ala este. Debimos hablar durante una hora, porque oí al reloj del establo dar la una cuando salía.
– ¿Y pensaba volver por donde había ido?
– Eso supongo.
– Dígame, ¿oyó el sonido de un tiro?
– No, es una casa vieja y las paredes son muy gruesas. No creo que nadie pudiese oír nada proveniente de la parte principal de la casa.
Fue esta respuesta la que me convenció de que la muchacha decía la verdad. Antes de salir de Baker Street, leí todo lo que pude sobre la mansión Corby y, en un libro que cogí de la considerable biblioteca de referencia de Holmes, me informé de un detalle importante. Las alas del edificio se habían añadido al mismo en una fecha posterior a su construcción. Esto quería decir que, en efecto, estaban separadas del cuerpo principal de la casa por una pared doble. Si la señorita Macalister hubiese pretendido oír el disparo minutos después de que la dejara su prometido, en un intento de absolverle de su participación en el robo, habría sospechado que estaba mintiéndome.
Sin embargo eso no exculpaba a su prometido. Según la investigación, sir Rigby fue despertado por el disparo «poco después de la una». Eso implicaba hasta diez o quince minutos después. Si Black hizo los preparativos por adelantado, todavía le quedaba tiempo para reunirse con su cómplice y seguir adelante con el robo.
La señorita Macalister estaba claramente turbada. No podía decirme mucho más, y me fui poco después. Tenía varias líneas que añadir a mi informe y la última recogida de correo salía de Corby a las siete en punto, por lo que, acepté la oferta de Sam Pearce de llevarme al pueblo y sentarme a redactarlas.
Esa misma tarde, mis investigaciones dieron un importante paso adelante. Sucedió de la siguiente forma.
Para las siete menos cuarto ya había terminado mi informe y lo había metido en un sobre, y corrí a la calle principal para ponerlo en el correo. Era una tarde despejada y fría. Para llegar al buzón debía pasar ante una cervecería llamada El Zorro y las Gallinas. No era un local muy atractivo y nunca había entrado en él. Cuando me acercaba, se abrió la puerta del bar y salió un hombre que se alejó calle abajo con paso vigoroso. Sólo había visto su espalda una vez antes, pero pude reconocer al lacayo alto que vi conversando con Len, el mozo de cuadra, hacía dos días. También tuve la sensación de haber visto antes al hombre. Y ahora, fijándome en su enjuta y delgada figura y en su forma de caminar, que casi era un pavoneo, de pronto pude darle un nombre.
Jim el Mosca.
En uno de los primeros casos en que ayudé a Holmes desarticulamos una banda de Camden Town, y el único miembro de esta desagradable fraternidad que escapó a la cárcel, debido a un tecnicismo, fue el ejecutor de todos sus robos, el hombre que subía a la casa y sustraía los diamantes y demás piedras preciosas que tuviera como objetivo.
Como supondrán, yo iba persiguiéndole mientras esos pensamientos acudían a mi mente. Mi presa se movía tan rápida que debía ir al trote para no perderle de vista, y fue todo un alivio cuando se detuvo junto al muro de doce pies de altura del recinto. Para mi sorpresa, pareció escalar el muro como la mosca por la que le apodaban. Cuando llegó arriba, superó el muro y le oí caer al otro lado.
El misterio quedó resuelto en parte cuando llegué al lugar. Descubrí tres cortos pinchos de hierro clavados en el enladrillado, uno a la altura de la rodilla, otro a la altura del hombro y un tercero más arriba. Yo habría tenido grandes dificultades para usar esa escalera tan poco ortodoxa, pero para alguien como Jim era como una puerta abierta.
Mientras caminaba pensativamente de vuelta a mi hotel, el destino me entregó una segunda carta. Mirando por la ventana del bar El Zorro y las Gallinas, vi a Len. Sin duda se había reunido allí con su cómplice, pero en ese momento estaba en animada charla con un hombre de rojo, centroeuropeo supuse, cuyas ropas londinenses parecían curiosamente fuera de lugar en una cervecería.
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