Mi pequeño compañero iba delante, caminando de puntillas, iluminando esto y aquello con su linterna A su luz, capté retazos de un mobiliario lujoso: aquí un vislumbre de una barra de bar con espejo donde filas de botellas, vasos y narguiles esperaban un momento de celebración, allí el brillo apagado de un tapizado de terciopelo rojo alegrado por cojines de intrincado dibujo oriental. Aunque yo también caminaba de puntillas en una imitación inconsciente de mi guía, no había necesidad de tal precaución. Una gruesa alfombra acolchaba cualquier ruido que pudiéramos hacer en nuestro avance.
– ¿Qué es este lugar? -me aventuré a preguntar.
– Guarda silencio-fue la susurrada respuesta-. Pueden haber dejado a alguien de guardia.
Algo había cambiado en su voz. Todavía era aguda e impaciente, y aún conservaba ese irritante tono de mando, pero la elección de palabras ya no era la de un golfillo callejero.
– ¿Quién eres? -exigí-. No daré un paso más hasta que lo sepa.
Mi guía apagó la linterna y nos inundó una completa oscuridad. Pero incluso en esta negrura estigia, yo tenía los sentidos completamente alertas. Oí un chasquido inconfundible y noté contra mi garganta el frío y delgado filo de una navaja.
– Lo sabrás cuando debas -susurró mi compañero-. Esperaba no tener que emplear la fuerza. Va contra mis principios, pero no me dejas otra alternativa. Que me sigas voluntariamente o a punta de navaja es algo que me trae sin cuidado, pero, sígueme o no volverás a ver a tu amiga.
– ¡Diana! -gruñí-. ¡Maldito! ¿Qué es lo que le has hecho? -El dedo que llevaba su anillo me latía dolorosamente, como haciéndose eco de su apuro.
– Cálmate. No está muy lejos. ¿Acaso no fue su mensaje lo que te trajo aquí?
– Sí. El anillo. Pero, ¿cómo sé que me lo envió ella? -Y entonces tuve el temido pensamiento-. Por lo que yo sé, han podido quitárselo de su mano muerta.
– No fue así-me aseguró, añadiendo a modo de explicación-: Soy un Irregular.
– Eso no me dice nada.
– El Servicio de Mensajería de los Irregulares. Uno de los nuestros te entregó el sobre.
– Sí. Pero, ¿qué tiene eso que ver con Diana?
– Nos ayudó una vez, en El Caso de la Bicicleta Explosiva. Siempre estaremos en deuda con ella. ¿No te lo ha contado?
– No -murmuré, algo ofendido por el hecho de que este joven tuviese acceso a una parte de la historia de Diana que me había sido negada-. Pero, ¿dónde está, y por qué estamos en este sitio abandonado de Dios?
– Estamos perdiendo el tiempo. ¿Estás conmigo o no? Quizá se necesiten tus conocimientos médicos.
– Pero no soy médico -protesté-. Nunca terminé mis estudios.
– Sabes lo bastante para ser útil. ¿Me sigues?
Lancé un suspiro. Me pareció que no tenía elección. Era seguir adelante o ser empujado a punta de navaja. Quizá algo peor. Y, como Diana estaba metida de alguna forma en esta aventura, no pensaba avergonzarme ante sus ojos.
– Te seguiré -otorgué.
Un chasquido me dijo que había cerrado la navaja automática. La linterna volvió a emitir su potente rayo de luz y procedimos a recorrer varias habitaciones del achatado edificio, cada una de ellas amueblada de forma más ostentosa que la anterior. Por fin llegamos hasta una puerta de madera, más allá de la cual había una estrecha escalera que se hundía en una negrura aún más densa que la encontrada hasta entonces. Esta escalera estaba desprovista de alfombra, y los escalones crujieron sonoramente al bajarlos. Al final de la misma una puerta de hierro nos bloqueó el paso, pero, una vez más, mi compañero sacó una llave y enseguida la atravesamos, entrando en los sótanos del edificio.
Allí todo era distinto al piso superior. Habían desaparecido todo el lujo y las comodidades, El suelo, de cemento a juzgar por su aspecto y tacto, estaba sucio por décadas de arenisca y grasa. Las paredes rezumaban humedad, y el olor del pútrido canal llenaba el aire de forma penetrante. Allí donde se enfocaba el haz de luz, legiones de cucarachas corrían para escapar de su brillo. Unas telarañas rozaron mi rostro y se pegaron, sofocantes, a mi boca y mi nariz. ¡Que Dios ayudase a Diana si estaba prisionera en esta polvorienta catacumba!
Seguimos caminando por la vasta caverna subterránea, buscando no sabía el qué. De pronto, mi guía lanzó una exclamación apagada y echó a correr. Le seguí todo lo rápidamente que pude, manteniendo los ojos clavados en la enloquecida oscilación del haz de luz. Eso resultó ser un error. Perdí pie y tropecé con algún objeto que había en mi camino. Caí al suelo, dándome de cara con la suciedad. De mi nariz brotó sangre de forma violenta, pero más violenta aún era mi humillación. Me puse de rodillas y busqué en mi bolsillo un pañuelo para restañar la sangre. Fue entonces cuando oí el tono claro y musical de la voz que tanto había añorado los últimos dos años.
– ¡Watson! ¡Ven deprisa! ¡Te necesito!
– ¡Diana! -grité-. ¿Dónde estás?
En ese momento, un sonido semejante a un trueno amortiguado reverberó en todo el edificio.
– ¡Por aquí!-dijo la amada voz-. ¡Aprisa!
Y el haz de la linterna trazó un agitado arco contra el techo en el extremo más alejado del inmenso sótano.
Me puse en pie con cierta inseguridad y me tambaleé hacia la luz, esperando encontrar a mi muy querida amiga necesitada de urgente atención médica, lo cual, quizá, estaba más allá de mis escasas habilidades. Sólo tenía escasos conocimientos de medicina, nebulosamente recordados, y ni siquiera llevaba encima el más elemental botiquín de primeros auxilios. Si le fallaba ahora, nunca podría perdonármelo.
Pero la figura postrada en el hediondo suelo no era la de Diana. Era la de un niño, un muchacho que no contaba más de diez o doce años, que yacía inmóvil como un muerto. Me arrodillé junto a él y le toqué la frente. Estaba caliente y febril al tacto. Miré a mi guía con perplejidad, buscando respuesta a todas las preguntas que se agolpaban en mi cerebro. La sorpresa barrió todas las preguntas. El motorista se había quitado el casco y el pasamontañas y sostenía la linterna de modo que pudiera iluminar completamente sus hasta entonces ocultos rasgos: el cabello dorado, los inteligentes y separados ojos grises, la delicada pero aquilina nariz, la boca decidida que ahora me sonreía con ternura.
– Siento habértela jugado así, viejo amigo. Fue necesario, pero no puedo explicártelo ahora. No hay tiempo. Tenemos que sacar a este niño de aquí antes de que descubran nuestra presencia.
¡Diana! -dije boquiabierto-. Pero, está muy enfermo y parece que se acerca una tormenta. Acabo de oír un trueno.
– Eso no era un trueno. Acaban de alzar el cierre de acero que hay en la entrada de este cubil de secuestradores. Son hombres desesperados. El chico está perdido como nos encuentren. ¿Puedes liberarlo, mientras compruebo nuestro camino de huida?
Diciendo esto, me entregó navaja y linterna y desapareció en la oscuridad.
Cuando dejaron de oírse sus pisadas, me puse a examinar las gruesas cuerdas que sujetaban las manos y los pies del infortunado muchacho, aseguradas a una argolla de hierro firmemente clavada en la pared. Puse la linterna sobre el cuerpo febril del muchacho y corté la cuerda. Diana volvía junto a mí cuando acababa con la última hebra.
– Buen trabajo, Watson -me dijo en un susurro-. Ahora cógelo y vámonos de aquí.
– Me gustaría que no me llamases Watson -me quejé, aunque hice lo que me pedía-. Ya sabes cuánto me molesta.
La verdad es que me llamo Watson, John Conan Watson, para ser exactos. Mis padres eran fervientes seguidores del legendario detective y su fiel cronista. Pero, cansado de las continuas bromas tipo «elemental, mi querido Watson», me cambié legalmente el nombre por el de Moriarty.
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