Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes

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Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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LAS NUEVAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES Es un homenaje de eminentes autores de misterio -Stephen King, John Gardner, Michael Harrison y otros- realizado en el año 1987 con motivo del centenario de la primera aparición pública de Sherlock Holmes en el Beeton’s Christmas Annual de noviembre de 1887, donde se dieron a conocer los hechos y la resolución del misterio conocido como Un Estudio en Escarlata

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Volví a mi apartamento, dedicando mi atención al sobre que llevaba en la mano. Estaba dirigido a mí con gruesas letras negras que casi desafiaban el ser descifradas, y carecía de remite. El sobre en sí mostraba huellas de mucho uso, arrugado, doblado y con manchas de barro en las junturas. Le di la vuelta y descubrí que la solapa estaba sellada por varias capas de cinta transparente sobre la cual se habían impreso tres claras huellas digitales. Las miré un rato, pero no me dijeron nada, y añoré la vista aguda y la mente rápida de la antigua compañera de mi vida. Pero la polifacética y voluble Diana actriz, pintora, músico, poeta de cierto renombre, cocinera de categoría cordon bleu y cazadora de bestias salvajes, tal y como indica su nombre (pero con una Nikon en vez de con un rifle para elefantes), dentro de sus muchas habilidades- hacía mucho que había dejado nuestros mutuos aposentos en busca, como ella misma dijo, «del secreto de mi existencia».

Habían pasado dos años desde el día de año nuevo de 19__, en que llenó una pequeña mochila con sólo lo imprescindible y se marchó diciendo únicamente «Cuida del apartamento, Watson, amor mío. Volveré».

Por supuesto, le imploré que me permitiera acompañarla en su viaje, pero permaneció inflexible en su negativa. «Es demasiado peligroso, mi querido amigo, y tu disfrutas demasiado de las comodidades de la civilización», fue la única razón que me dio.

Otro hombre podría haberse sentido insultado por semejante comentario sobre su valor y resistencia, pero no yo. Diana podía resultar irritante, pero siempre tenía razón. Mi salud estaba deteriorada por algunas imprudencias juveniles cometidas durante la era de Acuario, cuando abandoné la escuela de medicina para llevar una vida hippy, En aquellos momentos me contentaba quedándome en casa y escribiendo en mi procesador de textos las aventuras de mi querida amiga, tal y como ella me las relató en indolentes tardes veraniegas (y en algunas de las cuales yo había tenido una modesta participación), mientras contemplábamos la gran metrópoli, reclinados en nuestra terraza.

Iba diciendo que habían pasado dos años desde su partida, y en todo ese tiempo no recibí noticia alguna de su paradero. ¿Es de extrañar, entonces, que mirase el enigmático sobre que tenía en las manos con una mezcla de esperanza, temor e insaciable curiosidad? ¿Debía abrirlo y satisfacer rápidamente mi curiosidad? Sí. Mi mano cogió el abrecartas de marfil, recuerdo de La Aventura del Paquidermo Promiscuo, que tenía sobre mi escritorio, pero el temor detuvo mi mano. ¿Qué desagradables milicias podía llegar a contener este paquete? ¿No sería mejor fortificarse contra el abatimiento echando una dosis de brandy en la taza de té recién hecho que todavía humeaba junto a mi poltrona? Fui entonces al aparador a coger la garrafa de curiosa forma, recuerdo del apurado escape de la muerte que tuvo tugaren el caso que yo llamo El Ultimo Aliento del Soplador de Vidrio, y me eché media onza de líquido, cuidadosamente medida, en mi taza de té. Así pertrechado contra el desastre, me senté en la poltrona, me envolví confortablemente en una manta, y de jé que la esperanza llenara al máximo mi pecho.

Por el peso y tamaño del sobre, estaba seguro de que contendría una considerable cantidad de material de lectura. Una vez más examiné los garabatos negros de la dirección, pero no se parecían a ninguna letra que me fuese familiar. Diana escribe con letra clara y firme, con exactitud casi Spenceriana, y desdeña la moderna utilización del rotulador en favor de una antigua estilográfica, muy propensa a manchones y borrones. Por fin, abrí el sobre con dedos temblorosos y saqué su contenido.

Si había esperado un relato escrito, de la propia mano de Diana, contando sus aventuras durante los pasados dos años, junto con una notificación de su inminente llegada, me vi abocado a la decepción. El sobre sólo contenía una revista de esa clase que se dice destinada a la libidinosa juventud y la inmunda vejez. Con un suspiro y una tosecilla (¡Cielos! ¿Acaso mi resfriado amenazaba con invadirme la cavidad torácica?), dejé que la despreciable publicación cayera al suelo y miré por la ventana. Había empezado a caer una lluvia de aguanieve, produciendo en el exterior una helada semioscuridad equiparable a aquella bajo la que desfallecía mi ánimo.

Una broma. Eso era todo lo que podía ser. Pero, ¿quién podía haberse tomado la molestia, y los gastos, de ingeniar tan triste estratagema, que ni siquiera incluía el dudoso placer de ver el efecto que tenía sobre su presunta víctima (yo)? No tenía sentido.

Y, sin embargo, ahí estaba. Miré hacia abajo. La cara y el notable torso de una joven me miraron satinadamente, invitándome a buscar más delicias carnales en las páginas de la publicación. Pero ni siquiera cuando estaba en mi mejor estado de salud y ánimo tenía la costumbre de aliviar mi soledad con representaciones fotográficas de la divina forma de la mujer. Quiero demasiado profundamente a las mujeres para eso, y más a Diana, como para mancillar mi mente o vista teniendo otro trato con esa cosa que no fuera arrojarla al fuego de la chimenea, cuyo escaso montón de brasas me recordó que era el momento de echar otro tronco artificial.

Con esa tarea en mente, hice una bola de papel arrugando el sobre manila que hasta entonces había reposado oblicuamente sobre mis muslos. Para mi sorpresa, noté algo pequeño y duro entre los pliegues de papel. Alisé rápidamente el sobre y metí la mano en el interior. El objeto que saqué me era tan familiar como la palma de la mano sobre la que descansaba. Era un anillo, antiguo, pero de escaso valor para quien no fuese su dueño, quien, en todos los años de nuestra relación, nunca permitió que abandonara su dedo. Era el anillo de Diana, y, aunque ella nunca me contó su historia, sabía que le era más precioso que todo el oro y las joyas de la ciudadela de Harry Winston.

Paseé, desconcertado, la mirada del anillo a la revista que había en el suelo y al sobre que tenía en mi regazo. ¿Qué hacían los tres juntos? ¿Qué sentido tenía este mensaje, que ahora percibía como tal? Me deslicé el anillo en mi dedo meñique para no perderlo (y, a decir verdad, para captar las vibraciones espirituales que pudiera tener de su anterior poseedor) y rompí el sobre por la mitad. Pero, ay, no había nada dentro, y lo dejé a un lado. Cogí entonces la revista, con dedos tan temblorosos como reticentes. La examiné, página a página, obligándome al más minucioso escrutinio de cada una de las lotos, examinando cada una de sus líneas de texto en busca de alguna alteración microscópica que pudiera revelarse como un mensaje de Diana. Incluso me proveí del cristal de aumento que ella había usado con tan asombrosos resultados en La Aventura del Sueño de la Solterona, pero el tiempo que pasé ocupado en ello resultó inútil. No había ningún mensaje que yo pudiera discernir.

Cuando cerré la revista, más desconcertado aún que la primera vez que estuvo en mi mano, el anillo de mi dedo meñique se enganchó en la etiqueta de envío pegada a la cubierta y estuvo a punto de arrancarla. El nombre de la etiqueta me era desconocido, la dirección pertenecía a algún lugar de las entrañas de Brooklyn. ¿Quién era Alfred J. O'Brien de Union Street, y cómo es que tenía el anillo de Diana?

Me di cuenta enseguida de que debía ir allí cuanto antes. Cogí la guía de calles Hagstrom de la estantería y localicé la calle en cuestión, que atravesaba todo Brooklyn, desde los muelles hasta la Grand Army Plaza, en la entrada de Prospect Park. Mi mente me ofreció un vago recuerdo de un arco monumental, entrevisto brevemente varios años atrás, cuando Diana y yo nos dirigíamos al Museo de Brooklyn para colaboraren la búsqueda de un fabuloso artículo, que no estoy autorizado a mentar y que había desaparecido de su colección egipcia. Sólo puedo decir que Diana encontró el artículo desaparecido a los quince minutos de entrar en el museo, ahorrando a su director una indecible vergüenza.

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