Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes

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Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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LAS NUEVAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES Es un homenaje de eminentes autores de misterio -Stephen King, John Gardner, Michael Harrison y otros- realizado en el año 1987 con motivo del centenario de la primera aparición pública de Sherlock Holmes en el Beeton’s Christmas Annual de noviembre de 1887, donde se dieron a conocer los hechos y la resolución del misterio conocido como Un Estudio en Escarlata

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La señora Wainwright, con un pañuelo en sus enrojecidos e hinchados ojos, movió una mano hacia la puerta.

– Si quiere ver a mi hijo, señor Molinos, está en la habitación contigua. ¡Oh, por lo que ha debido pasar para acabar haciendo esto! Debí mostrarme más paciente y comprensiva con él, pese a lo agotador que podía llegar a resultarme; él se merecía que lo hiciera.

Su hijo Jack la rodeó con un brazo.

– Vamos, madre, no se culpe. Hizo por él todo lo que pudo -dijo.

Durante todo este tiempo, el padre Wainwright continuó sentado con la cabeza entre las manos, con las lágrimas surcándole el rostro, en un retrato tan abyecto de dolor paternal que se me encogía el corazón con solo mirarle. Examinamos el cuerpo del infortunado muchacho en una pequeña habitación adjunta, con las persianas a medio recoger. Incluso en la rigidez de la muerte, su rostro tenía una mirada del más absoluto terror, con labios entreabiertos y ojos que miraban fijamente.

Un somero examen por mi parte me reveló que la muerte sobrevino por una fractura doble en el cráneo y en la espina dorsal. No pude hacer menos que reflexionar sobre el abrumador pathos de la muerte. Me pareció un destino particularmente cruel que una vida así, por muy frágil que ésta fuese debido a su mortal enfermedad, terminase de este modo.

Holmes examinó la camisa de la víctima, moteada con manchas bermejas. A continuación salimos afuera y examinamos el jardín, allí donde la señora Wainwright nos indicó que habían encontrado a Peter. Finalmente, subimos arriba, donde Holmes dio comienzo a un examen meticuloso de la habitación del muchacho. Vi cómo cogía algo del suelo, examinándolo con su lupa durante varios minutos, para luego guardar selo en su agenda.

– ¿Qué es eso, Holmes?

– Una brizna de paja, Watson. Ve su importancia, ¿verdad, doctor? Esas curiosas manchas bermejas en la camisa del muchacho son de igual importancia.

En ese momento se me ocurrió mirar por la ventana.

– ¡Holmes!-le aferré del brazo-. ¡Mire!

Claramente definida sobre el prado se veía la sombra de un hombre. Llevaba una chistera y un largo sobretodo, y estaba completamente inmóvil. Parecía mirar fijamente a la habitación de Peter Wainwright. Pude ver con toda claridad la gran nariz ganchuda y la barbilla afilada descritas por el infortunado muchacho. Había algo tan estremecedor y cautivante en esa forma enjuta y espectral, que me encontré mirándola estúpidamente sin oír la voz de mi amigo, mientras me tiraba de la manga.

– El caballero tiene compañía -me indicó.

Miré a la parte derecha del prado, y vi, justo frente al hombre, la sombra de una mujer. Era de estatura mediana, con una especie de capucha echada sobre los hombros. Cogidos a los pliegues de su falda había una pareja de niños, de sexo indeterminado, ya que sus sombras sólo proporcionaban un leve atisbo de su presencia. El sol se puso un instante después y la gente del prado se fue tan silenciosamente como había llegado.

Mi amigo se volvió hacia la puerta.

– Venga Watson. ¡Las sombras del prado ya no nos preocuparán más!

Le seguí al exterior. El prado estaba desierto, a excepción de un par de cuervos. Miré atentamente a nuestro alrededor, pero no pude discernir ni una señal de la presencia de esos misteriosos intrusos.

– ¡Holmes! -exclamé-. Esto es absurdo. Deben estar en alguna parte. ¿Dónde están, en el nombre del cielo?

Su respuesta fue inolvidable.

Alargó su vigoroso brazo, señaló hacia el tejado de la vicaría de Buckley, a su heterogénea colección de altas y melladas chimeneas.

– Allí -dijo con calma.

La policía aún no había llegado cuando nos enfrentamos al reverendo Joseph.Wainwright en el tenebroso salón de aquella casa de mal augurio. El clérigo había recobrado la compostura lo bastante como para mirarnos con cierta severidad.

– Mi hijo ha muerto, señor Holmes. ¿No le basta con eso? ¿Es que no tiene compasión? Le creía un hombre compasivo, pero continuar molestándonos en un momento como éste es contrario a toda decencia.

– Simpatizo con su pena -dijo Holmes alzando una mano en protesta-. Pero deben servirse los intereses de la justicia.

– Sigo sin entenderle. ¿Qué posible bien puede sobrevenir de más indagaciones? Deje a mi pobre hijo descansar en paz.

– Amén -murmuró la señora Wainwright, mientras su hijo mayor la cogía de la mano para reconfortarla.

– Puedo asegurarle que el doctor Watson y yo no deseamos turbar el espíritu de quienes nos han abandonado. Por lo que quizá debamos aclarar lo antes posible lo poco que queda por revelar de este misterio.

Mi amigo sacó del bolsillo el reloj de oro desenterrado la noche anterior y lo puso sobre la mesa. Wainwright quedó boquiabierto al verlo.

– Albert Henry Wainwright -dijo mi amigo en tono sombrío-. Ahorcado en Sheffield en 1868 por el asesinato de su esposa y sus hijos. Este es el secreto que usted y su familia llevan compartiendo tanto tiempo. Cuando descubrí el reloj, que sin duda es un regalo de usted a su infeliz hermano, reconocí las iniciales como pertenecientes al Asesino del Camino del Parque, que es como se le llamó entonces. Fíjese en la dirección del relojero de Sheffield grabada en la parte de atrás.

El padre Wainwright se tambaleó hasta una silla y se sentó en ella, golpeándose la cabeza en un gesto de incontrolable angustia.

– ¿Qué sentido tendrían más engaños, señor Holmes?-dijo por fin-. Usted parece saber tanto.

– No, Joseph, no hablemos de él, te lo suplico -intervino la señora Wainwright, pero el brazo de su esposo la contuvo.

– Hay que afrontarlo, Sarah. Quién sabe si mi hijo seguiría hoy con vida de haber sido honestos con él desde un principio. Sí, señor Holmes, soy el hermano de Albert Wainwright y, aunque le amaba profundamente, su crimen es algo que durante los últimos dieciséis años ha pesado sobre mí como una gran rueda de molino. Nos queríamos mucho y él, con su beca en Oxford y teniendo ante sí su carrera en Bar, era la deslumbrante estrella de nuestra familia. Pero las arduas horas estudiando sus libros de leves dejaron su marea en él. Mientras estudiaba en Oxford, empezó a beber mucho y a pasar las noches en tabernas de baja estola. Fue en uno de esos lugares donde conoció a su mujer, una camarera irlandesa.

»Nunca olvidaré aquella calurosa noche de verano, poco antes de los exámenes, en que acudió a mí para contarme que ella estaba embarazada de su hijo, y que tenía el deber de casarse con ella, por muy vulgar e iletrada que fuera. Las noticias afectaron al corazón de mi padre como si fueran una bala. Murió pocos meses después de eso. Para entonces, Albert había dejado Oxford sin graduarse y sin un solo penique a su nombre. Se convirtió en maestro de gramática en Sheffield, donde intentó vivir, en una chabola de uno de los barrios más miserables de la ciudad, con una mujer cuya perversa lengua e indómitas costumbres le llevaron más allá de toda posible resistencia. Una noche, en que ella volvió a casa en estado de embriaguez con un remendón local, la estranguló en un arrebato de rabia incontrolada, junto a sus dos encantadores hijos, un niño y una niña. Fue un acto indecible, cuyo horror no me ha abandonado nunca y que, de hecho, recuerdo en todo momento.

»Albert me explicó que mató a sus hijos al no poder soportar la idea de encomendárselos a la parroquia, e imaginar la horrenda pobreza y los terribles sufrimientos que les esperaban. Pero, la noche antes de ser ahorcado, con la biblia abierta sobre sus rodillas, me confesó los indescriptibles remordimientos que sentía. «Últimamente pienso menos en esa pobre criatura de Kahtleen que en John y Rose», me dijo. «Todavía veo sus pobres caritas mirándome. Quiere siempre a tus hijos Joseph, quiérelos todos tus días, y que eso consuele en algo mi alma, allí donde quiera que acabe», me suplicó.

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