»Me quedé cierto tiempo indeciso, alarmado por lo que acababa de ver. El espeso humo de la conflagración llenaba el prado y me llegaba a los ojos, haciéndome llorar. Entonces, movido por mi abrumadora curiosidad (yo no soy ningún héroe, señor Holmes), trepé con sigilo sobre el muro y me moví con precaución hasta el fuego. Imagine mis sensaciones cuando vi, con toda claridad, en medio del fuego, una chistera y los humeantes restos de un sobretodo.
Vi cómo Holmes se animaba; sus ojos brillaban por la excitación.
– Di media vuelta y salí corriendo sin más -continuó nuestro cliente-. De alguna forma, no me pregunte cómo, conseguí subirme al muro, rezando desesperadamente para que la aterradora figura del clérigo no apareciera repentinamente. Misericordiosamente, no lo hizo. Hoy, no pudiendo soportarlo más, decidí visitar al único hombre de Inglaterra que podía ser capaz de arrojar alguna luz sobre el asunto.
– Y me alegro mucho de que lo haya hecho así -dijo Holmes encendiendo la pipa y estirando las piernas hacia el hogar-. Dígame, ¿hay entre sus conocidos alguno que se parezca a la figura vista por el muchacho?
– Sin ninguna duda, el padre Wainwright podría parecérsele, de querer posar como esa figura. Tiene la altura necesaria, por ejemplo, y ese aire innegable de misterio y terror que, evidentemente, inspira su figura. Pero, hay varios inconvenientes en esa posibilidad. Verá: Wainwright no usa chistera, lo cual, en todo caso, no le descarta especialmente, y su nariz, aunque es lo bastante afilada, no tiene la prominencia de la del extranjero. Naturalmente, uno puede hacer maravillas con un poco de maquillaje de teatro.
– Cierto. Pero, ¿con qué fin habría de exhibirse de ese modo el reverendo Wainwright? ¿No ha dicho que quiere al muchacho? Entonces no veo para qué querría un amante padre atosigar a su hijo, y más a uno que, además, es un inválido crónico. Dijo que el muchacho fue trasladado a esa habitación siguiendo sus instrucciones. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
– Seis semanas.
– ¿Y nunca habló de incidentes similares hasta que no le trasladaron a esa habitación?
– Así es.
– ¿Dice que hay una casa de verano cerca del lugar donde el muchacho vio la sombra del hombre? ¿La mantienen cerrada?
– Sí, por lo que yo sé.
– ¿Hay una puerta lateral que dé al jardín?
– Sí.
– ¿Puede llegarse a él desde el camino principal?
– Sólo tiene que meterse por un paseo cubierto y entrar en él.
– ¿Está cerrado?
– No.
– ¡Ah! ¡Pues claro! Mi amigo se encogió de hombros-. En vista de su proeza atlética consiguiendo escalar el muro, lo que ha podido hacer un caballero de edad, seguramente podrá emularlo otro hombre. Naturalmente, habrá que establecer el paradero de Wainwright en los momentos en que fue vista la figura. Si puede probarse que en ese instante estaba en la vicaría, o cerca de la misma, eso fortalecería en cierto grado el caso contra él, por muy imponderables que puedan resultarnos sus motivos.
– ¿Y qué se propone hacer ahora, señor Holmes?
– Fumar sobre ello.
– ¿No volverá conmigo esta noche?
– No, creo que éste es un problema de tres pipas. Además, nuestra presencia en su compañía haría peligrar su posición ante los Wainwright, una posición ya bastante amenazada.
Mi amigo se levantó y estrechó la mano de nuestro cliente.
– Esté seguro de que el doctor Watson y yo iremos mañana a ver de cerca este asunto. Mientras tanto, siga manteniéndose alerta y vigilante, doctor Agar, pues mucho me temo que el asunto se precipitará antes de que nos demos cuenta. Le deseo que pase buenas noches.
Una mañana gris y sin sol nos sorprendió en la aldea de Buckley, y Holmes no perdió tiempo en ir a la vicaría. Esta resultó ser un destartalado edificio gótico, que desde el camino quedaba semioculto por una fortaleza de olmos y sicomoros.
Una atmósfera austera y prohibitiva permeaba el edificio cubierto de liquen mientras nos acercábamos a él. Las ventanas con parteluces situadas a ambos lados de la puerta principal estaban ensombrecidas por las ramas de un roble y, mientras una recatada doncella nos conducía a la sala de estar, fui consciente de la atmósfera opresiva que llenaba el lugar, acentuada aún más por el implacable tictaqueo de un reloj de péndulo.
Entramos en una habitación, de cuyas paredes colgaban textos del Viejo Testamento y las terribles ilustraciones de Doré para el Inferno de Dante, y nos vimos ante un hombre alto, de barba espesa, con algo de gitano en sus atezados y oscuros rasgos. Nos contempló con aire imperioso, haciendo girar con la mano la tarjeta de visita de mi amigo.
– ¿Y bien, señor Holmes?
– He venido a petición del doctor Moore Agar, padre Wainwright, por un asunto referente a su hijo Peter, que él considera de la más acuciante urgencia.
El padre Wainwright olisqueó el aire con sardónico desdén.
– Quizá no sepa, señor Holmes, que ya le he expresado al doctor Agar mi resentimiento por lo que considero una intrusión injustificada en nuestros asuntos familiares. Quizá sea el médico de mi hijo, pero ahí terminan sus funciones. Resulta muy reprobable por su parte que intente ir más allá de eso, alentando alertamente las patéticas fantasías de mi hijo, clara consecuencia de la lamentable enfermedad del muchacho y de la soledad a que se ve abocado por su culpa. Bajo esas circunstancias, considero que su presencia aquí carece de toda justificación y debo pedirle que se marche.
La respuesta de Sherlock Holmes fue tomar asiento junto a la ventana.
– Puede estar seguro, padre Wainwright, de que soy consciente de la antipatía que siente por el buen doctor. Por otro lado, y según lo que él me ha contado, tengo entendido que su hijo cree estar siendo objeto de alguna clase de persecución.
– Una persecución imaginaria, señor Holmes, sería una frase más adecuada.
– Bueno, en todo caso es una forma de persecución que está ocasionándole una preocupación considerable. Como mínimo, tengo el deber de asegurarme de que no hay ningún fundamento para sus temores.
El padre Wainwright dio un paso hacia el llamador.
– Puede llamar todo lo que quiera a su doncella -murmuró mi amigo cerrando los ojos y uniendo las yemas de los dedos.
– Es a la policía a quien tengo en mente, señor Holmes.
– No lo dudo. Cuando ésta llegue, mi débil excusa será la de que sólo intento ayudar a un inválido crónico que cree que un grupo de forasteros vigila su habitación. Cuando nos esposen, no tendré más remedio que llamar la atención de los buenos agentes sobre el hecho de que el padre del muchacho se opone por completo a que se le ayude. Y, cuando el doctor Watson y yo seamos conducidos al furgón celular, mi último grito de súplica será una trivial referencia al hecho de que ese mismo padre fue visto a altas horas de la noche, quemando la posible ropa de al menos uno de esos misteriosos intrusos.
La mano de Wainwright se apartó del llamador. Sus oscuros rasgos empalidecieron de forma significativa y se derrumbó en una butaca.
– No sé con quién ha estado hablando, señor Holmes -dijo con voz tembló rosa-, pero lo que yo haga en mi jardín es asunto mío.
– En vista de los recientes sucesos, creo que no. Claro que si prefiere que el asunto pase a otras manos…
– Señor Holmes. -La voz del padre Wainwright parecía ahora estrangulada, al levantarse y empezar a caminar de un lado a otro de la habitación, mientras se mordía el labio-. Es usted una persona discreta, sin duda. Puedo asegurarle que mis actos en el jardín no son fruto de ningún acto criminal por mi parte. Son consecuencia de un asunto privado que no estoy dispuesto a discutir. Naturalmente, he oído hablar de su maravilloso don, por el que, confío, dará gracias todos los días al Hacedor. Tengo entendido que usted es un hombre de sólidos principios. ¿Si le dejo hablar con mi hijo…?
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