Más tarde, a la dorada luz de la tarde, mientras caminábamos por última vez por el prado de la vicaría de Buckley, Holmes me resumió sus últimas impresiones del caso.
– Cuando vinimos aquí, Watson, consideraba altamente improbable que el reve rendo Joseph Wainwright se paseara tan teatralmente por su propio prado. Si, como suponía, las iniciales del reloj se referían al asesino Albert Wainwright, entonces resultaba muy claro cuál era el secreto familiar que quería ocultar el buen clérigo. Toda su conducta apoyaba esta suposición: su reacción ante la descripción que hizo su hijo de la gente del prado, la hoguera del jardín y el subsecuente intento de enterrar el reloj y el chaleco. Y, además, estaba claro que quería al chico, y un amante padre no acosa de esa manera a su retoño. Y el doctor Agar me proporcionó el hecho concluyente de que Wainwright daba misa la tarde en que fueron vistos por primera vez el hombre y su supuesta familia.
– ¿Qué le hizo sospechar del hijo mayor?
– Seguramente recordará su conducta obsesiva para con su madre, y el de ella para con él. Era un amor posesivo de lo más violento. Ambos parecían guardar rencor al padre, y me pareció que de querer liberar el muchacho toda la animosidad que sentía hacia su padre, nunca habría encontrado un método más devastador que el de atacar su punto más vulnerable: la profunda culpabilidad que sentía por su hermano muerto. Los comentarios del joven Peter sobre las sombras le dieron esa oportunidad. ¿Se da cuenta de la astucia diabólica que hay en todo este asunto, Watson? Una vez se aseguró de cuándo aparecían las sombras, empezó a influir en la imaginación del pobre muchacho con la ayuda de sus macabros arreglos. De hecho, la idea de vestirse de ese modo y aparecerse a él fue un golpe de genio.
– De un genio malvado, sin duda.
– Bueno, el arte que se lleva en la sangre puede asumir formas muy extrañas, Watson, como ya le he hecho notar antes. No en vano los Wainwrights están lejanamente emparentados con Daniel Wainwright, el disoluto pintor del siglo XVIII. En el caso de Jack, la herencia creativa se enfocó hacia unos fines más malévolos.
– Pero se necesitaba una gran ingenuidad por parte del clérigo para haberse dejado influenciar así por esas sombras, cuyo origen debió ocurrírsele a él, al llevar tanto tiempo viviendo allí.
– No necesariamente, Watson. ¿Cuántas veces se ha fijado usted en la extraña configuración de las chimeneas de Baker Street? Además, la gente es muy ingenua.
– Hay una cosa que sigue preocupándome. ¿Cómo es que la sombra del hombre tenía esa afilada nariz ganchuda que, al parecer, se asemejaba tanto a la del hermano muerto?
– La albañilería de la chimenea está rota en un lateral y sobresale una piedra de ella.
Mi amigo se volvió y examinó el ancho frontal de la casa, en cuyo tejado se amontonaban las palomas, al cálido sol y quietud de esa tarde de primavera.
– En todo esto hay una curiosa ironía, Watson. Pensar que esas sombras podrían representar tan exactamente un oscuro secreto familiar. Es una lección para todos nosotros; debemos afrontar la verdad que tememos, en vez de intentar reprimirla. Pero, toda la base del caso reside en la curiosa personalidad de la señora Sarah Wainwright.
– ¿Cómo es eso?
– En realidad, Jack estaba actuando de forma inconsciente bajo su penetrante influencia. Sentía que la eliminación del joven Peter le permitiría obtener su amor completa y totalmente, ya que no habría nada que distrajera su atención. El amor posesivo de la mujer por su hijo Jack, en quien prodigaba toda la pasión engendrada por su amargura marital, fue la auténtica fuerza que había tras los actos de su hijo mayor. Sí, mi querido Watson. Usted, que es tan ardiente aficionado al helio sexo, debería recordar en el futuro que, si desea estudiar la personalidad de una mujer, hay que fijarse en sus hijos. Es un axioma que pocas veces me ha fallado. Y ahora, si no le importa, daremos un paseo junto al río. Tengo fuertes deseos de saborear la cerveza local, de la que he oído decir cosas de lo más extravagante. Me he fijado en un encantador local público que sobresale por la ensenada, así que seré más que feliz poniendo el asunto a prueba.
Nota del Autor:
De: Su Último Saludo…
«…doctor Moore Agar… cuya dramática presentación a Holmes quizá cuente algún día…»
– «La Aventura del Pie del Diablo».
LA AVENTURA DEL SECUESTRO GOWANUS –Joyce Harrington
Fue una deprimente tarde de enero hace pocos años, mientras yo intentaba, sin mucho resultado, aliviar los síntomas de un reciente resfriado, cuando sonó el teléfono interior y el portero me anunció la llegada de un mensajero con un paquete para mí. Mi primera intención fue la de pedir a Carlos que firmase la entrega. Ya la recogería más tarde, cuando bajara de mi piso en el ático para surtirme de una buena provisión de gotas nasales, pañuelos de papel y limones frescos. Pero las pomposas bufonadas de los culebrones de la tele habían perdido todo interés y la curiosidad se apoderó de mí. Le ordené que hiciera subir al mensajero.
El timbre sonó momentos después. Contesté a la llamada tal y como iba vestido, con una vieja bata de lana y una bufanda envuelta alrededor de la cabeza como si fuese un turbante, para protegerme de las corrientes de aire. El personaje que estaba ante mí en el umbral proporcionaba una visión sorprendente. Era alto, por encima de los seis pies, y estaba completamente vestido con spandex negro, a excepción de un casco negro de motorista y un pasamontañas multicolor que le cubría la cara, revelando sólo un par de grandes y luminosos ojos oscuros, que miraban impasiblemente a los míos desde lo alto, y una ancha y carnosa boca que no dijo una palabra. Llevaba una bolsa de lona negra colgando en cabestrillo de un hombro, y tenía las manos cubiertas por a justados guantes de cuero negro. En una de esas manos, llevaba un sobre marrón que me alargó junto a una hoja de papel y un bolígrafo. Un dedo enguantado señaló la línea sobre la que, sin duda, deseaba que yo firmase.
Lo hice, al tiempo que buscaba en el bolsillo de mi bata un billete de dólar con el que recompensar su labor. Me cogió bolígrafo, papel y billete y, todavía sin decir palabra, galopó hasta el ascensor, donde apretó enérgicamente el botón de llamada y esperó a que subiera, saltando impaciente sobre un pie y sobre el otro mientras la pesada taleguilla rebotaba en su espalda como un maligno jinete enano que obligase a un potro recalcitrante a esforzarse aún más.
Naturalmente, ya había visto a muchos de esos Mercurios sobre dos ruedas recorriendo las calles de la ciudad y, de hecho, más de una vez había escapado por poco de una colisión con alguno que otro de su especie, pero esta era la primera vez que alguien elegía este medio de comunicarse conmigo. Se volvió para mirarme, mientras yo permanecía allí, bastante más desconcertado de lo usual, debido, sin duda, a la congestión de mis senos nasales, y con una voz grave pronunció una sola palabra.
– Irregular.
¡Irregular, efectivamente! Me di cuenta de que yo estaba lejos de ser una figura elegante con mi nariz roja y mi cabeza envuelta en una toalla, pero, ¿qué derecho tenía él a hacer comentarios sobre mi apariencia, sobre lodo habiendo recibido tan generosa gratificación? listaba a punto de protestar vehementemente cuando, a través de mis taponados pasajes nasales, hizo erupción un estornudo de tal magnitud que fui incapaz de hablar durante varios segundos. Cuando se me despejaron los sentidos, tras haber empleado una media docena de pañuelos de papel, el zaguán estaba desierto, las puertas del ascensor cerrándose, y mi visitante desaparecido.
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