Los lacayos abrieron las puertas y dio comienzo el desfile. Ataviados con los uniformes más espléndidos, su magnificencia realzada por hileras de medallas, un flujo constante de generales y altos funcionarios civiles entró en la sala, caminando lenta, majestuosa, señorialmente. Sólo uno destacaba por la sencillez de su uniforme pardo: Adolf Hitler. Después, una interminable sucesión de discursos y, para acabar, la firma. Dos grupos de cuatro funcionarios del ministerio de Asuntos Exteriores llevaron unos voluminosos libros encuadernados en piel roja a la mesa, donde aguardaban el conde Ciano y Von Ribbentrop. Los funcionarios depositaron los libros, con gran ceremonia los abrieron para dejar a la vista los tratados y, a continuación, entregaron a ambos hombres sendas plumas de oro. Una vez firmados los tratados, cogieron los libros y volvieron a dejarlos en la mesa para ser refrendados. Acababan de unirse dos poderosos Estados, y un eufórico Hitler, esbozando una enorme sonrisa, tomó la mano del conde entre las suyas y la estrechó con tanta efusividad que a punto estuvo de levantarlo del suelo. Luego Hitler le entregó a Ciano la Gran Cruz del Águila Alemana, la máxima distinción del Reich. En el comunicado se informaba a la prensa de que, ese mismo día, Ciano entregaría a Von Ribbentrop el Collar de la Orden de la Annunziata, la condecoración italiana más importante.
En medio de los aplausos, Mary McGrath inquirió:
– ¿Ha terminado?
– Creo que sí -contestó Weisz-. Los banquetes son esta noche.
– Creo que voy a escaquearme -afirmó McGrath-. Salgamos de aquí de una vez.
Así lo hicieron, aunque no fue tan sencillo. A la salida, miles de miembros de las Juventudes Hitlerianas abarrotaban las calles, agitando banderas y cantando. Mientras los tres periodistas se abrían paso por el bulevar, Weisz sentía la espantosa energía de la multitud, las miradas penetrantes, los rostros extasiados. «Ahora -pensó- no cabe duda de que habrá guerra.» La gente en las calles la exigiría, mataría implacablemente y, con el tiempo, moriría. Aquellos muchachos no se rendirían.
Christa fue fiel a su palabra. Cuando Weisz llegó al apartamento esa tarde, lo hizo esperar -tuvo que llamar dos veces- y luego abrió la puerta con tan sólo una sonrisa ligeramente depravada y una estela de perfume de Balenciaga. Los ojos de él la recorrieron, sus manos subieron y bajaron antes de atraerla hacia sí, ya que, si bien el elemento sorpresa era inexistente, la puesta en escena surtió el efecto que ella quería. Mientras iba por el pasillo camino del dormitorio se contoneaba para él, ofreciéndose para ser su alegre putita. Y como tal se comportó: ingeniosa, ávida, apasionada, recomenzando una y otra vez.
Al cabo se quedaron dormidos. Cuando Weisz despertó, se sintió desorientado un instante. En una mesa próxima a la puerta de la habitación, la radio estaba sintonizada en un programa de música en directo retransmitido desde un salón de baile de Londres, la orquesta débil y lejana entre el chisporroteo parasitario. Christa dormía boca abajo, la boca abierta, una mano en el brazo de él. Weisz se movió un tanto, pero ella no se despertó, de modo que la tocó.
– ¿Sí?
Seguía con los ojos cerrados.
– ¿Miro la hora que es?
– Vaya, creí que querías algo.
– Es posible.
Ella exhaló una especie de suspiro.
– Puedes.
– ¿Podemos pasar aquí la noche?
Christa meneó la cabeza lo suficiente para darle a entender que no.
– ¿Es tarde?
Estiró el brazo por encima de ella para coger su reloj de la mesita de noche y, a la luz de la pequeña lámpara del rincón, que habían dejado encendida, le dijo que eran las ocho y veinte.
– Hay tiempo -aseguró ella. Y al minuto añadió-: E interés, según parece.
– Eres tú -replicó él.
– Ojalá pudiera moverme.
– Estás muy cansada, ¿no?
– Sí, siempre, pero no consigo dormir.
– ¿Qué va a pasar, Christa?
– Eso mismo me pregunto yo. Y nunca encuentro la respuesta.
Tampoco él la tenía. Dejó vagar un dedo, distraídamente, desde la nuca hasta donde se abrían sus piernas, y ella las abrió un poco más.
A las diez recogieron la ropa, de una silla, del suelo, y empezaron a vestirse.
– Te llevo a casa en taxi -ofreció él.
– Perfecto. Me dejas a una manzana.
– Quería preguntarte…
– ¿Sí?
– ¿Qué ha sido de tu amigo? ¿Del que vimos en el parque de atracciones?
– Tenías ganas de preguntármelo, ¿no?
– Sí, he aguantado todo lo que he podido.
La sonrisa de Christa fue agridulce.
– Eres muy considerado. ¿Cómo se dice en francés? ¿ C'est gentille de votre part ? Qué forma tan bonita de decirlo, muy amable por tu parte. Y además, creo, cosa que ya no está tan bien, que presentías lo que yo te diría y lo dejaste para nuestra última noche.
Era cierto, y así se lo dejó ver.
– Mi amigo ha desaparecido. Se fue a trabajar una mañana, hace un mes, y no se le volvió a ver. Algunos de nosotros, los que pudimos, hicimos algunas llamadas, hablamos con gente, antiguos amigos que tal vez pudieran averiguarlo, por la vieja amistad que los unía, pero ni siquiera ellos sacaron nada en limpio. Se lo tragó la Nacht und Nebel , noche y niebla, una invención del propio Hitler: la gente debe desvanecerse sin más de la faz de la tierra, una de sus prácticas favoritas, por la impresión que causa en amigos y familia.
– ¿Cuándo te marchas, Christa? ¿Qué fecha, qué día?
– Y lo peor, mucho peor en cierto modo, es que cuando desapareció a los demás no nos ocurrió nada. Te pasas semanas esperando que llamen a la puerta, pero no llaman. Y entonces sabes que, le sucediera lo que le sucediese, no les dijo nada.
El taxi se detuvo a una manzana de su casa, en un barrio a las afueras de la ciudad, una calle en curva repleta de casas grandiosas con amplias extensiones de césped y jardines.
– Ven conmigo un momento -le pidió. Y al taxista-: Espere un minuto, por favor.
Weisz se bajó del taxi y la siguió hasta un muro de ladrillo cubierto de hiedra. En la casa, un perro descubrió su presencia y se puso a ladrar.
– Hay otra cosa que debo contarte -empezó.
– ¿Sí?
– No quería decírtelo en el apartamento.
Él esperaba.
– Hace dos semanas fuimos a cenar en casa del tío de Von Schirren. Es general del ejército, un prusiano viejo y brusco, pero buena persona en el fondo. En un determinado momento de la velada me acordé de que tenía que llamar a casa para recordarle a la sirvienta que debía darle a Magda , uno de mis perros, su medicina para el corazón. Así que entré en el despacho del general para usar el teléfono y, encima de su mesa, no pude evitar verlo, había un libro abierto con un papel en el que había hecho unas anotaciones. El libro se llamaba Sprachführer Polnisch für Geschäftsreisende , un manual de conversación en polaco para hombres de negocios, y había copiado algunas frases para aprendérselas de memoria, «A qué distancia está…», para añadir el nombre, «¿Dónde está la estación de ferrocarril?» Ya sabes a qué me refiero, preguntas para hacerle a la gente del lugar.
Weisz se volvió para echar un vistazo al taxi, y el taxista, que los estaba observando, apartó la cara.
– Tiene toda la pinta de que va a ir a Polonia -apuntó Weisz-. ¿Y?
– Y con él la Wehrmacht.
– Puede que sí -contestó Weisz-. O puede que no. Podría ir en calidad de agregado militar o para encargarse de alguna negociación. ¿Quién sabe?
– Él no. No es ningún agregado. Es general de infantería, simple y llanamente.
Weisz se paró a pensar un instante.
– Entonces será antes del invierno, a principios de verano, después de la siembra de primavera, porque la mitad del ejército trabaja en el campo.
Читать дальше