– Venga, sabes de sobra a qué me refiero.
– ¿En este tren? ¿Quieres decir a un pasajero leyéndolo?
– No. A alguien que los lleva a Génova. En un fardo, quizá.
– Yo no. ¿Tú has visto algo? -le preguntó al camarero.
– No, nunca.
– ¿Y tú? -le dijo al mozo.
– No, yo tampoco. Claro que si son los comunistas jamás te enterarías, lo harían de alguna forma secreta.
– Cierto -admitió el revisor-. Tal vez debieras buscar a los comunistas.
– ¿Están en este tren?
– ¿En este tren? No, no, para nada. Con esa gente no hay forma de hablar.
– Entonces crees que son los comunistas -insistió Gennaro.
El camarero jugó un tres de copas, el revisor respondió con un seis de oros y el mozo exclamó:
– ¡Ajá!
Gennaro clavó la vista en sus cartas un instante y luego repuso:
– Pero no es un periódico comunista. Eso es lo que me han dicho.
– Entonces ¿de quién es?
– De los GL, dicen que es su diario. -Dejó un seis de copas con cautela.
– ¿Estás seguro de que quieres hacer eso? -se cercioró el camarero.
Gennaro asintió, y el camarero hizo baza con una sota de espadas.
– ¿Quién sabe? -aventuró el revisor-. Para mí esos políticos son todos iguales. Lo único que hacen es discutir, no les gusta esto, no les gusta lo otro. Va Napoli , es lo que yo les digo. -Marchaos a Nápoles, o sea, id a tomar por el culo.
El camarero dio cartas.
– A lo mejor está en el equipaje -conjeturó el camarero-. Podríamos estar jugando encima de esos periódicos.
Gennaro echó un vistazo a su alrededor, a los baúles y maletas que había amontonados.
– Los registran en la frontera -contestó.
– Cierto -aseguró el revisor-. Ése no es tu trabajo. No pueden esperar que tú lo hagas todo.
– La verdad, nos habríamos fijado en un fardo de periódicos atado con una cuerda -comentó el mozo-. Seguro.
– Y nunca lo habéis visto, ¿no? Estáis seguros.
– Hemos visto un montón de cosas en este tren, pero eso nunca.
– ¿Y tú? -le dijo Gennaro al revisor.
– No recuerdo haberlo visto. Una vez vi un cerdo en una caja, ¿os acordáis?
El camarero se echó a reír, se tapó la nariz con el pulgar y el índice y contestó:
– ¡Aghh!
– Y a veces suben un muerto, en un ataúd -añadió el revisor-. Quizá debieras buscar ahí.
– Sí, un muerto leyendo un periódico, Gennaro -observó el camarero-. Te darían una medalla.
Todos rompieron a reír y siguieron jugando a las cartas.
El 19 de mayo un informador en Berlín, un telefonista del Hotel Kaiserhof, le contó a Eric Wolf, de la agencia Reuters, que se estaban llevando a cabo preparativos para que el conde Ciano, el ministro de Asuntos Exteriores de Italia, visitara Berlín. Se habían reservado habitaciones para funcionarios extranjeros y cronistas de la agencia Stefany, la agencia de noticias italiana. Un agente de viajes de Roma, que esperaba para hablar con alguien en recepción, le había contado al telefonista lo que pasaba.
A las once de la mañana Delahanty llamó a Weisz a su despacho.
– ¿Qué tienes entre manos? -quiso saber.
– Bobo , el perro que habla en St. Denis. Acabo de volver.
– Y ¿habla?
– Dice -Weisz ahuecó la voz hasta emitir un grave gruñido y ladró-: «Bonjour» y « ça va» .
– ¿De veras?
– Más o menos, si escuchas con atención. El dueño trabajaba en el circo. Es un perro muy mono, de raza mil leches, mugriento, quedará estupendamente en la foto.
Delahanty meneó la cabeza fingiendo desesperación.
– Puede que haya noticias más importantes. Eric Wolf ha cablegrafiado a la central de Londres y nos han llamado: Ciano va a ir a Berlín con un gran séquito, y la agencia Stefany estará presente. Una visita oficial, no sólo negociaciones, y, a juzgar por lo que hemos oído, un acontecimiento de suma importancia, un tratado llamado el Pacto de Acero.
Tras unos instantes Weisz repuso:
– Así que es eso.
– Sí, al parecer han terminado de hablar. Mussolini va a firmar con Hitler. -La guerra, mientras Weisz estaba sentado en el sucio despacho, había avanzado un paso-. Tendrás que ir a casa a hacer la maleta, luego irás a Le Bourget, desde donde saldrás en avión. El billete te llegará al hotel por un correo. El vuelo es a la una y media.
– ¿Nos olvidamos de Bobo ?
Delahanty parecía en un aprieto.
– No, déjale el puto perro a Woodley, que use tus notas. Lo que Londres quiere de ti es la opinión italiana, el punto de vista de la oposición. En otras palabras, monta el circo si se trata de lo que creemos, arma un follón de dos pares de narices, lo que sea. Son malas noticias para Gran Bretaña y para todos nuestros suscriptores, y así lo tienes que decir.
Camino del metro, Weisz se pasó por la American Express y le envió un mensaje a Christa a su oficina de Berlín. «Salgo de París hoy envía correo tía Magda espero verla esta noche Hans.» Magda era uno de los lebreles, Christa lo entendería.
Weisz llegó al Dauphine a los veinte minutos y preguntó en recepción, pero su billete aún no estaba. Se sentía muy agitado cuando subió las escaleras deprisa y corriendo, la cabeza en mil cosas, que si aquí, que si allá. Se dio cuenta de que, en el club nocturno, Kolb había pecado de optimista: los diplomáticos británicos habían fallado y habían perdido a Mussolini como aliado, lo cual, en opinión de Weisz, era una pena, pues ahora su país se encontraba en verdadero peligro y sufriría. Y, si los acontecimientos se desarrollaban como él pensaba, Italia se vería obligada a entrar en guerra, una guerra que acabaría mal. Con todo, por extraño que fuera el discurrir de la vida, la explosión política que se avecinaba significaba que el Liberazione , su guerra, tal vez pudiera salvarse. Una visita a Pompon y la maquinaria de la Sûreté se pondría en marcha, ya que una operación italiana, pronto una operación enemiga , sería vista desde un prisma completamente distinto, y lo que ocurriera a continuación escaparía con mucho a los esfuerzos de un detective adormilado de la Préfecture.
Pero para Weisz también significaba mucho más que todo eso. Mientras subía la escalera los asuntos de Estado se iban desvaneciendo como el humo, sustituidos por visiones de lo que pasaría cuando Christa entrara en su habitación. Tenía la imaginación desbordada, primero esto y luego lo otro. No, al revés. Era cruel sentirse feliz esa mañana, pero no podía evitarlo. Si el mundo insistía en irse al diablo, por mucho que él, que otro, intentara hacer, esa noche él y Christa robarían unas cuantas horas a la vida en su mundo privado. La última oportunidad, quizá, pues el otro mundo no tardaría en ir en su busca, y Weisz lo sabía.
Sin aliento debido a los cuatro pisos, Weisz se detuvo en la puerta al oír unos pasos por la escalera. ¿Sería el portero del hotel, con su billete de avión? No, los pasos eran firmes y resueltos. Weisz esperó y vio que no se equivocaba, no era el portero, sino el nuevo inquilino, que venía por el pasillo.
Weisz ya lo había visto dos días antes, pero no reparó mucho en él, no sabría decir exactamente por qué. Era un tipo corpulento, alto y gordo, que llevaba un impermeable y un sombrero de fieltro negro. Su rostro, moreno, tosco, reservado, le recordó a Weisz el sur de Italia. Era la clase de rostro que se veía allí. ¿Sería italiano? Weisz lo ignoraba. Lo saludó la primera vez que coincidieron en el vestíbulo, pero su respuesta fue sólo un brusco movimiento de cabeza. No dijo nada. Y ahora, curiosamente, hizo lo mismo.
En fin, hay gente para todo. Una vez en la habitación, Weisz sacó la maleta del armario y, con la facilidad propia del viajero experimentado, se puso a doblar y hacer el equipaje. Ropa interior y calcetines, una camisa de más… ¿un viaje de dos días? Mejor tres, pensó. ¿Jersey? No. Pantalones de franela gris, lo cual convertía la chaqueta del traje en una americana de sport, o al menos eso le gustaba creer. En un neceser de piel, cepillo de dientes, dentífrico… ¿había bastante? Sí. Navaja de afeitar pasada de moda, la llamada verduguillo, que en su día fue de su padre y que él había conservado durante todos esos años. Jabón de afeitar. La colonia Chipre, con aroma a ciprés. Christa dijo que era agradable. ¿Se echaba algo para el viaje? No, ella no estaría en el aeropuerto, así que ¿por qué oler bien para el Kontrol de la aduana?
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