Alan Furst - El corresponsal

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En 1938, cientos de intelectuales se refugiaron en París huyendo del gobierno fascista de Mussolini. En el exilio fundaron la resistencia italiana filtrando noticias y ánimo a su país. Armados con máquinas de escribir, crearon 512 periódicos. El corresponsal narra su historia, y la del reportero Carlo Weisz, la del «Coronel Ferrara», cuya causa está en el frente español, la de Arturo Salamone, líder de la resistencia parisina, y la de Christa von Schirren, miembro de la resistencia en Berlín. En un hotelito de París, la OVRA, la policía secreta de Mussolini, elimina al editor del periódico clandestino Liberazione. Mientras, el periodista designado para sucederle, Carlo Weisz, informa desde España sobre la guerra civil. A su regreso, le aguardan la Sûreté francesa, los agentes de la OVRA y los oficiales del Servicio Secreto de Inteligencia británico. En la desesperada política de una Europa al borde de la guerra, un corresponsal es un peón que hay que vigilar, chantajear. o eliminar. Declarado unánimemente heredero de John le Carré, en la mejor tradición de Graham Greene, Alan Furst está especializado en «novelas históricas de espionaje» ambientadas en Europa en los años 30 y principios de los 40. Sus señas de identidad: una ambientación asombrosa, una elegante estética cinematográfica estilo Casablanca y tramas colectivas sustentadas en héroes anónimos. Sus novelas arrasan en Estados Unidos y en Europa y tienen un espectacular consenso de prestigio ante la crítica.

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Llamaron a la puerta. Ah, el billete. Salió al descansillo, pero no se encontró con el portero, sino con el nuevo inquilino, el sombrero puesto, una mano en el bolsillo del impermeable. Se quedó mirando a Weisz fijamente y después echó un vistazo al cuarto. A Weisz se le paró el corazón. Retrocedió medio paso y dijo sin resuello: «Disculpe.» Dejó pasar al hombre y fue hacia la escalera mientras decía:

– ¿Bertrand?

– Ya va, monsieur -contestó el portero-. No puedo ir más deprisa.

Weisz esperó a que un Bertrand jadeante -esos recados acabarían con él- salvara a duras penas los últimos peldaños, en la temblorosa mano un sobre blanco. En el pasillo una puerta se cerró de un portazo. Weisz se volvió y vio que el nuevo inquilino había desaparecido. Que se fuera a hacer puñetas, menudo maleducado. O quizá algo peor. Weisz se dijo que debía tranquilizarse, pero algo en los ojos del hombre lo había asustado. Le había hecho recordar lo que le sucedió a Bottini.

– Esto acaba de llegar -informó Bertrand al tiempo que le entregaba el sobre a Weisz.

Éste metió la mano en el bolsillo en busca de un franco, pero tenía el dinero en la mesa, junto con las gafas y la cartera.

– Pasa un momento -pidió. Bertrand entró en el cuarto y se dejó caer pesadamente en la silla, dándose aire con la mano. Weisz le dio las gracias y le entregó su propina-. ¿Quién es el nuevo inquilino?

– No sabría decirle, monsieur Weisz. Creo que es italiano, puede que viajante.

Weisz echó una última ojeada a sus cosas, cerró la maleta y el maletín, y se puso el sombrero. Tras consultar el reloj, comentó:

– Tengo que ir a Le Bourget.

Al parecer el franco en el bolsillo de Bertrand había acelerado su recuperación. Se puso en pie con agilidad y, mientras hablaban del tiempo, acompañó a Weisz escaleras abajo.

En el primaveral crepúsculo, cuando el Dewoitine inició el descenso hacia Berlín, el cambio de ruido de los motores despertó a Carlo Weisz, que miró por la ventanilla y contempló una nube justo cuando chocaba contra el ala. En el regazo tenía un ejemplar abierto de La madone des sleepings , de Dekobra, la dama del coche cama, una novela de espionaje francesa de los años veinte, tremendamente popular en su día, que Weisz había cogido para el viaje. Las oscuras aventuras de lady Diana Wyndham, una sirena del Orient Express que iba saltando de cama en cama de Viena a Budapest, deteniéndose en «todos los balnearios europeos».

Weisz hizo una señal en la página y guardó el libro en el maletín. Cuando el avión perdió altura, dejó atrás la nube, que dejó al descubierto calles, parques y agujas de iglesias de pueblos, luego un mosaico de sembrados, aún verdes en el atardecer. Todo era muy apacible y, pensó Weisz, muy vulnerable, porque aquello era lo que vería el piloto de un bombardero justo antes de arrasarlo todo. Weisz había estado en varias ciudades españolas bombardeadas por los alemanes, pero ¿quiénes de los de allí abajo no las habían visto, con el acompañamiento de una música heroica, en los noticiarios del Reich? ¿Era consciente aquella gente de ahí abajo, que estaba cenando, de que podía ocurrirle a ella?

En el aeropuerto de Tempelhof, el Kontrol de pasaportes fue todo sonrisas y amabilidad. Los dignatarios y los corresponsales, que llegaban en masa para presenciar la visita de Ciano, debían ver la cara afable de Alemania. Weisz tomó un taxi para ir a la ciudad y, una vez en el Adlon, preguntó en recepción si tenía algún mensaje. Nada. A las nueve y media ya había cenado. Ya en su habitación, pasó unos minutos en pie junto al teléfono. Pero era tarde, Christa estaría en casa. Tal vez acudiera al día siguiente.

A la mañana siguiente, a las nueve, se hallaba en la oficina de Reuters, donde recibió la calurosa bienvenida de Gerda y las demás secretarias. Eric Wolf se asomó y le indicó a Weisz que entrara en su despacho. Había algo en él -la eterna pajarita, la expresión de perplejidad, los ojos miopes tras las gafas redondas- que lo hacía parecer un simpático búho. Wolf saludó y, acto seguido, en actitud conspiradora, cerró la puerta. Impaciente por contar algo, se inclinó hacia delante, la voz baja y confidencial:

– Me han entregado un mensaje para ti, Weisz.

Éste trató de mostrarse indiferente.

– ¿Ah, sí?

– No sé qué significa y, naturalmente, no tienes por qué decírmelo. Tal vez no quiera saberlo.

Weisz estaba desconcertado.

– La otra tarde salí de la oficina a las siete y media, como de costumbre, y me dirigía a mi apartamento cuando una señora muy elegante, toda vestida de negro, se me acerca y me dice: «Señor Wolf, si Carlo Weisz viene a Berlín, ¿le importaría darle un mensaje de mi parte? Un mensaje personal, de Christa.» Yo estaba un tanto sobresaltado, pero repuse que sí, que por supuesto, y ella me dijo: «Por favor, dígale que Alma Bruck es una buena amiga mía.»

Weisz no contestó en el acto, luego meneó la cabeza y sonrió: «No te preocupes, no es lo que piensas.»

– Ya sé de qué se trata, Eric. Ella es así a veces.

– Ah, bueno. Claro está que me resultó extraño. Fue un tanto siniestro, ¿sabes? Espero haber entendido bien el nombre, porque quise repetirlo, pero llegamos a la esquina y ella giró, echó a andar calle abajo y desapareció. Fue cuestión de segundos. Fue, cómo decirlo, como de película de espías.

– La señora es una amiga mía, Eric. Muy amiga. Pero está casada.

– Ahh -Wolf se sentía aliviado-. Eres un tipo con suerte, yo diría que es imponente .

– Le diré que lo has dicho.

– No te imaginas cómo me sentí. O sea, pensé: «quizá sea una noticia en la que está trabajando» y, en esta ciudad, uno ha de andarse con cuidado. Pero luego pensé que tal vez fuera otra cosa. Señora vestida de negro… Mata Hari… esa clase de cosas.

– No. -Weisz sonrió al oír las sospechas de Wolf-. Eso no es para mí, no es más que una aventura, nada más. Y te agradezco la ayuda. Y la discreción.

– ¡Me alegro! -exclamó un Wolf más relajado-. No siempre puede uno hacer de Cupido.

Con una sonrisa de búho, tensó la imaginaria cuerda de un arco y, a continuación, abrió la mano para lanzar la flecha.

La invitación llegó mientras Weisz y Wolf se hallaban en la conferencia de prensa matutina del ministerio de Propaganda. Dentro del sobre de un servicio de mensajería, otro sobre con su nombre escrito a mano y una nota doblada: «Queridísimo Carlo: doy un cóctel en mi apartamento esta tarde a las seis. Me encantaría que vinieras.» Firmado: «Alma», con domicilio en la Charlottenstrasse, no muy lejos del Adlon. Muerto de curiosidad, Weisz fue a la hemeroteca y, cosa de la eficacia alemana, allí estaba: menuda, delgada y morena, con un abrigo de pieles, sonriendo al fotógrafo en una función benéfica a favor de las viudas de guerra el 16 de marzo, el Día de los Caídos en Alemania.

Charlottenstrasse: una manzana de señoriales bloques de apartamentos en piedra caliza, las ventanas superiores con balcones diminutos. El tiempo y el hollín habían ennegrecido los ejemplares parisinos, pero los prusianos de Berlín conservaban los suyos blancos. La calle estaba inmaculada, con adoquines perfectamente limpios, festoneada de tilos tras decorativas verjas de hierro. Los edificios, según la geometría intuitiva de Weisz, mucho más amplios por dentro de lo que parecían por fuera. Tras cruzar un patio de ladrillo blanco y subir dos pisos en un ascensor con la cabina llena de arabescos, llegó al apartamento de Alma Bruck.

¿Era a las seis? Weisz juraría que sí, pero al poner la oreja en la puerta no oyó señal alguna de que allí se estuviera dando un cóctel. Llamó tímidamente. La puerta, que no estaba cerrada con llave, se abrió unos centímetros. Weisz la empujó un poco y se abrió más, dejando a la vista un vestíbulo a oscuras.

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