¿Era así? Si no lo era, y la noticia aparecía en el Liberazione , se enfadarían de lo lindo con él. «No diga ni pío, ¿eh?» Mejor hacer eso, si apreciaba en algo su pellejo. «No -pensó-, déjalo estar, que encuentren otro periódico, no muerdas el anzuelo.» Los franceses permitían que existieran el Liberazione y los demás diarios porque Francia se oponía públicamente al gobierno fascista. Hoy. Pero mañana eso podía cambiar. En toda Europa la posibilidad de que estallara otra guerra obligaba a establecer alianzas regidas por la Realpolitik: Inglaterra y Francia necesitaban a Italia para enfrentarse a Alemania, no podían contar con Rusia y no contarían con Estados Unidos, así que tenían que combatir a Mussolini con una mano y acariciarlo con la otra. El vals de la diplomacia. Y ahora sacaban a bailar a Weisz.
Pero él declinaría la invitación dando la callada por respuesta. Lo habían llamado para que acudiera a esa reunión, decidió, por ser el editor del Liberazione: un trabajito para el inspector Pompon, que era nuevo. ¿Espiaría para ellos? ¿Sería discreto en lo tocante a la política francesa? Y «volveremos a vernos» quería decir «te estamos vigilando». Pues que vigilaran. Pero las respuestas, «no» y «sí», no cambiarían.
Weisz se sentía mejor. No era un día tan malo, pensó, sol salía y se ocultaba, grandes nubes de caprichosas formas se aproximaban desde el Canal y se desplazaban por la ciudad en dirección este. De camino al barrio de la Ópera, Weisz había abandonado la zona de los ministerios. Dos dependientas con guardapolvos grises en bicicleta, un anciano en un café leyendo Le Figaro , su terrier aovillado bajo la mesa, un músico en la esquina tocando el clarinete, en el sombrero boca arriba algunos céntimos. Todos ellos, pensó tras echar un franco en el sombrero, con expedientes. Le había impresionado un poco ver el suyo, pero así era la vida. De todas formas resultaba triste, en cierto modo. Aunque en Italia era lo mismo. Allí los expedientes se llamaban schedatura -al que se suponía que tenía una ficha policial se le denominaba schedata - y habían sido recopilados por la Policía Nacional durante más de una década, con opiniones políticas, costumbres cotidianas, pecados graves y veniales. Todo estaba registrado.
Antes de las diez y cuarto Weisz ya estaba de vuelta en la oficina, donde la secretaria volvió a mirarlo raro: «¿Cómo? ¿No te han enchironado?» Tal como él se temía, le había contado a Delahanty lo del mensaje, ya que éste, cuando Weisz fue a verlo a su despacho, dijo: «¿Va todo bien, muchacho?» Weisz miró al techo y extendió las manos, Delahanty sonrió: policía y emigrados, nada nuevo. En opinión de Delahanty, uno podía ser un asesino a sueldo siempre y cuando la frase del ministro de Asuntos Exteriores estuviera bien transcrita.
Con la entrevista superada, Weisz se permitió el lujo de disfrutar de una jornada apacible en la oficina. Pospuso llamar a Salamone, bebió un café y, siendo como era un cruciverbiste , como decían los franceses, se entretuvo con el crucigrama del Paris-Soir . Dados sus escasos progresos al respecto, empezó otro pasatiempo, donde encontró tres de los cinco animales, y después se dirigió a las páginas de espectáculos, consultó la cartelera y descubrió que en los confines del undécimo distrito echaban L'albergo del bosco , de 1932. ¿Qué pintaba eso ahí? El undécimo apenas era francés, un barrio pobre, hogar de refugiados, en cuyas oscuras calles se oía más yiddish, polaco y ruso que francés. ¿E italiano? Quizá. Había miles de italianos en París, trabajando en lo que podían, viviendo allí donde el alquiler fuera bajo y la comida barata. Weisz anotó la dirección del cine, tal vez fuera.
Levantó la vista y vio que Delahanty venía hacia su escritorio, las manos en los bolsillos. En el trabajo, el jefe de la agencia parecía un obrero, un obrero sumamente desaliñado: sin chaqueta, las mangas subidas, las puntas de los cuellos de la camisa dobladas, los pantalones anchos y caídos debido a la enorme barriga. Se sentó a medias en el borde de la mesa de Weisz y le dijo:
– Carlo, mi querido y viejo amigo…
– ¿Sí?
– Te encantará saber que Eric Wolf se va a casar.
– ¿Ah, sí? Qué bien.
– Muy bien, sí. Se vuelve a Londres, para casarse con su mujercita y llevársela de luna de miel a Cornualles.
– ¿Una luna de miel larga?
– Dos semanas. Lo cual nos deja sin cobertura en Berlín.
– ¿Cuándo me quiere allí?
– El tres de marzo.
Weisz asintió.
– Allí estaré.
Delahanty se puso en pie.
– Te estamos agradecidos, muchacho. Después de Eric, tú eres quien mejor habla alemán. Ya sabes lo que hay que hacer: te invitarán a comer, te alimentarán a base de propaganda, tú informarás, nosotros no publicaremos, etc., pero si no proporciono cobertura esa comadreja de Hitler desencadenará una guerra contra mí, por puro rencor. Y nosotros no queremos que eso ocurra, ¿verdad?
El Cinéma Desargues no se encontraba en la rue Desargues, no del todo. Estaba al final de un callejón, en lo que en su día fuera un taller: veinte sillas de madera plegables y una pantalla similar a una sábana colgada del techo. El dueño, un gnomo con cara avinagrada tocado con una kipá, cogió el dinero y pasó la película desde una silla apoyada en la pared. Vio la película en una especie de trance, el humo de su cigarrillo entremezclándose con la luz azulada que se dirigía hacia la pantalla, mientras el diálogo chisporroteaba por encima del siseo de la banda sonora y el runrún del proyector.
En 1932 Italia sigue paralizada por la Depresión, así que nadie se hospeda en L'Albergo del Bosco -la posada del bosque-, próximo a una aldea situada a las afueras de Nápoles. Al posadero, que tiene cinco hijas, lo acosan los acreedores, de manera que entrega los ahorros que le quedan al marchese del lugar para que los ponga a buen recaudo. Sin embargo, debido a un malentendido, el marchese , un noble venido a menos y no más acaudalado que el posadero, dona el dinero a la beneficencia. Tras enterarse de su error por casualidad -el posadero es mi tipo orgulloso y finge que quería regalar el dinero-, el marchese vende los dos últimos retratos de la familia y paga al posadero para que dé un gran banquete a los pobres del pueblo.
No estaba mal, había captado el interés de Weisz. El cámara era bueno, muy bueno, incluso en blanco y negro, de modo que las lomas y los prados, la alta hierba meciéndose con el viento, el caminito blanco festoneado de chopos, el precioso cielo napolitano se le antojaron muy reales. Weisz conocía ese lugar, o lugares parecidos. Conocía la aldea -la fuente seca con el borde medio derruido, las casas oscureciendo la estrecha calle- y a sus gentes: el cartero, las mujeres con sus pañoletas. Conocía la villa del marchese , con las tejas que se habían desprendido del tejado apiladas junto a la puerta, a la espera; la vieja criada, a la que no se pagaba desde hacía años. Una Italia sentimental, pensó Weisz, en cada fotograma. Y la música también era muy buena: un tanto operística, lírica, dulce. Realmente sentimental, pensó Weisz, la Italia de los sueños o de los poemas. Con todo, le rompió el corazón. Mientras subía por el pasillo en dirección a la puerta, el dueño se lo quedó mirando un instante, un hombre con un buen abrigo oscuro, gafas en una mano, el índice de la otra en las comisuras de los ojos.
3 de marzo de 1939.
Weisz tomó un compartimento en un coche cama del tren nocturno a Berlín que salía a las siete de la Gare du Nord y llegaba a Berlín a mediodía. Dado que, por lo común, le costaba conciliar el sueño, pasó las horas despertándose y dormitando, mirando por la ventanilla cuando el tren se detenía en las estaciones del trayecto: Dortmund, Bielefeld. Pasada la medianoche, los iluminados andenes estaban silenciosos y desiertos, con tan sólo algún que otro pasajero o mozo, de vez en cuando un policía con un pastor alemán de la correa, sus alientos humeando en el glacial aire alemán.
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