Formales y correctos, se presentaron y abrieron los expedientes. El inspector Pompon, el más joven, su almidonada camisa blanca resplandeciente como el sol, llevó el interrogatorio y anotó las respuestas de Weisz en un formulario impreso. Tras analizar cuidadosamente los datos personales: fecha de nacimiento, domicilio, ocupación, llegada a Francia -todo ello del expediente-, le preguntó a Weisz si conocía a Enrico Bottini.
– Nos conocíamos, sí.
– ¿Eran buenos amigos?
– Amigos, diría yo.
– ¿Conocía a su querida, madame LaCroix?
– No.
– ¿Hablaba él de ella, quizá?
– Conmigo no.
– Monsieur Weisz, ¿sabe por qué está usted aquí hoy?
– La verdad es que no.
– En condiciones normales esta investigación la realizaría la Préfecture, pero nosotros nos hemos interesado por ella porque se ha visto involucrada la familia de un individuo que trabaja para nuestro gobierno. Así que nos preocupan las repercusiones políticas. Del asesinato y el suicidio. ¿Está claro?
Weisz dijo que sí. Y así era, aunque el francés no era su lengua materna y responder preguntas en la Sûreté no era como charlar con Devoisin o comentarle a Véronique que le gustaba su perfume. Por suerte, a Pompon le encantaba escuchar su propia voz, melodiosa y precisa, lo cual le restaba tanta rapidez que Weisz, haciendo un gran esfuerzo, era capaz de entender prácticamente cada palabra.
Pompon apartó el expediente de Weisz, abrió otro y se puso a buscar lo que quería. Weisz alcanzó a ver un sello oficial estampado en rojo, en la esquina superior de cada página.
– ¿Su amigo Bottini era zurdo, monsieur Weisz?
Weisz se lo pensó.
– No lo sé -contestó-. Nunca advertí que lo fuera.
– Y ¿cómo describiría su filiación política?
– Era un refugiado político italiano, así que describiría su filiación como antifascista.
Pompon anotó la respuesta, su primorosa letra era el resultado de un sistema escolar que invertía un sinfín de horas en caligrafía.
– ¿De izquierdas, diría usted?
– De centro.
– ¿Hablaban de política?
– De un modo general, cuando surgía el tema.
– ¿Ha oído hablar de un periódico, una publicación clandestina, llamado Liberazione ?
– Sí. Un diario de la oposición que se distribuye en Italia.
– ¿Lo ha leído?
– No, he visto otros, los que se publican en París.
– Pero no el Liberazione .
– No.
– ¿Qué relación tenía Bottini con ese periódico?
– No sabría decirle. Él nunca lo mencionó.
– ¿Le importaría describir a Bottini? ¿Qué clase de hombre era?
– Muy orgulloso, seguro de sí mismo. Sensible a los desaires, diría yo, y consciente de su ¿ posición , se dice?, de su lugar en el mundo. Había sido un importante abogado en Turín y seguía siendo abogado, aun siendo amigo.
¿Qué significa eso exactamente?
Weisz se paró a pensar un instante.
– Si se discutía por algo, aunque se tratara de una discusión amistosa, le gustaba ganar.
– ¿Diría usted que podía ser violento?
– No, creo que la violencia, en su opinión, equivalía al fracaso, a la pérdida, la pérdida del…
– ¿Autocontrol?
– Creía en las palabras, en el diálogo, en la racionalidad. Para él la violencia era, ¿cómo decirlo?, rebajarse a la categoría de los animales.
– Pero mató a su amante. ¿Cree usted que fue la pasión romántica lo que lo impulsó a hacer tal cosa?
– No.
– ¿Entonces?
– Sospecho que el crimen fue un doble asesinato, no un asesinato y un suicidio.
– ¿Cometido por quién, monsieur Weisz?
– Por agentes del gobierno italiano.
– Un asesinato, entonces.
– Sí.
– Sin importar que una de las víctimas fuera la esposa de un destacado político francés.
– Exacto, no creo que les importara.
– En ese caso, ¿opina usted que Bottini era el objetivo principal?
– Sí, pienso que sí.
– ¿Por qué lo piensa?
– Creo que tenía que ver con su relación con la oposición antifascista.
– ¿Por qué él, monsieur Weisz? En París hay otros. Bastantes.
– No sé por qué -replicó Weisz.
En la habitación hacía mucho calor; Weisz notó que una gota de sudor le corría desde la axila hasta el borde de la camiseta.
– En su calidad de emigrado, monsieur Weisz, ¿qué opina de Francia?
– Siempre me ha gustado, desde antes que emigrara.
– ¿Qué es lo que le gusta exactamente?
– Yo diría -hizo una pausa y continuó- que la tradición de libertad individual siempre ha sido fuerte aquí, y disfruto de la cultura, y París es… es todo lo que se dice de ella. Vivir aquí es un privilegio.
– Como bien sabe, entre nosotros se han suscitado conflictos: Italia reclama Córcega, Túnez y Niza, de modo que si, por desgracia, su tierra natal y su patria adoptiva se declararan la guerra, ¿qué haría usted?
– Bueno, no me iría.
– ¿Serviría a un país extranjero, enfrentándose a su tierra natal?
– Ahora mismo no puedo responder a eso -contestó Weisz-. Espero que se produzca un cambio en el gobierno de Italia y que reine la paz entre ambas naciones. Lo cierto es que si alguna vez ha habido dos países que no deberían ir a la guerra, ésos son Italia y Francia.
– Y ¿estaría dispuesto a trabajar en pro de esos ideales? ¿En pro de la armonía que, a su entender, debería existir entre estos dos países?
«Que te jodan.»
– La verdad es que no se me ocurre qué podría hacer para ayudar. Todo eso, esas dificultades, se desarrollan en las alturas. Entre nuestros países.
Pompon casi sonrió, comenzó a hablar, a atacar, pero su colega, con discreción, carraspeó.
– Apreciamos su franqueza, monsieur Weisz. Esto de la política no es tan sencillo. Tal vez sea usted uno de esos que piensan de corazón que las guerras deberían resolverlas los diplomáticos en ropa interior, luchando con escobas.
Weisz sonrió con profunda gratitud.
– Pagaría por verlo, sí.
– Por desgracia las cosas no son así. Una lástima, ¿eh? Por cierto, hablando de diplomáticos, me pregunto si se ha enterado, al ser periodista, de que han enviado a un funcionario italiano, de la embajada parisina, a casa. Persona non grata , creo que se dice.
– No tenía noticia.
– ¿No? ¿Está seguro? Bueno, quizá no se emitiera un comunicado. Eso no es asunto nuestro, aquí trabajamos en las trincheras, pero sé de buena tinta que ha ocurrido.
– No lo sabía -dijo Weisz-. A Reuters no ha llegado nada.
El policía se encogió de hombros.
– Entonces será mejor que no diga ni pío, ¿eh?
– Claro -convino Weisz.
– Muy agradecido -replicó el otro.
Pompon cerró la carpeta.
– Creo que eso es todo por hoy -anunció-. Naturalmente volveremos a hablar.
Weisz salió del ministerio, una figura solitaria entre un tropel de hombres con maletín, dio la vuelta al edificio -cosa que le llevó bastante tiempo-, dejó atrás por fin su sombra y se dirigió a la oficina de Reuters. Al repasar la entrevista la cabeza le daba vueltas, pero al cabo se centró en el funcionario que habían enviado de vuelta a Italia. ¿Por qué le habían contado eso? ¿Qué querían de él? Tenía el presentimiento de que sabían que era el nuevo editor del Liberazione . Se esperaban la mentira de rigor y luego lo habían tentado con una historia interesante. Oficialmente la prensa clandestina no existía, pero eso podía llegar a ser útil. ¿De qué manera? Porque puede que el gobierno francés quisiera hacer saber, tanto a aliados como a enemigos en Italia, que había tomado medidas en el caso Bottini. No habían emitido un comunicado, no querían que el gobierno de Mussolini replicara con el envío a casa de un funcionario francés, el clásico sacrificio del peón en el ajedrez de la diplomacia. Por otra parte, no podían quedarse de brazos cruzados, tenían que vengar el daño causado a LaCroix, un político de renombre.
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