Weisz oyó que venía el tren y bajó a toda prisa. Entró en el vagón: a esa hora de la mañana sólo había unos cuantos pasajeros. Cuando iba a tomar asiento, vio otra vez al de la chaqueta de cheviot, que corría para meterse en el vagón más próximo al pie de la escalera. La cosa acabó ahí. Weisz encontró sitio y abrió un ejemplar de Le Journal .
Pero la cosa no acabó ahí del todo, porque, cuando el tren paró en Château D'Eau, alguien dijo: «Signor», y, cuando Weisz levantó la cabeza, le entregó un sobre y se bajó aprisa, justo antes de que el tren empezara a moverse. Weisz sólo tuvo tiempo de echarle un vistazo: unos cincuenta años, mal vestido, camisa oscura abotonada hasta el cuello, rostro surcado de arrugas, ojos preocupados. Cuando el tren cobró velocidad, Weisz se acercó a la puerta y vio al hombre alejándose a buen paso por el andén. Volvió a su asiento, miró el sobre -marrón, cerrado- y lo abrió.
Dentro, una única hoja doblada de papel milimetrado amarillo con un cuidadoso bosquejo de un objeto alargado y puntiagudo. La punta estaba sombreada, y en el otro extremo había una hélice y unas aletas. Palabras en italiano describían las piezas. Un torpedo. ¡Era increíble la cantidad de dispositivos que tenía aquello!: válvulas, cables, una turbina, una cámara de aire, timones de dirección, espoleta, eje propulsor y mucho más. Todo ello destinado a explotar. A un lado de la página, una lista de especificaciones: peso: 1.700 kilos; longitud: 7 metros 20 centímetros; carga: 270 kilos; alcance/velocidad: 4.000 metros a 50 nudos, 12.000 metros a 30 nudos; alimentación: propulsión por vaporización, lo cual significaba, tras pararse a pensarlo un instante, que el torpedo avanzaba por el agua gracias al vapor.
¿Por qué le habían dado eso?
El tren aminoró la marcha ante la proximidad de la siguiente parada, Gare du Nord, leyó en los azulejos azules al entrar en la estación. Weisz dobló el plano y lo metió en el sobre. Durante el breve trayecto que lo separaba del Café Europa, hizo todo lo que se le ocurrió para comprobar si alguien lo seguía. Había una mujer con una cesta de la compra, un hombre paseando a un spaniel. ¿Cómo saberlo?
En el Café Europa Weisz cambió unas palabras en voz queda con Salamone. Le contó que un extraño le había entregado un sobre en el metro con un plano. La expresión del rostro de Salamone fue elocuente: «Lo que me faltaba hoy.»
– Le echaremos un vistazo después de la reunión -propuso-. Si es un plano, será mejor que le pida a Elena que venga.
Elena, la química milanesa, era la asesora del comité en todo lo técnico. El resto apenas era capaz de cambiar una bombilla. Weisz se mostró conforme. Le caía bien Elena. Su rostro anguloso, su cabello largo y cano, que llevaba recogido con una horquilla, y sus sobrios trajes oscuros no dejaban entrever demasiado quién era. Su sonrisa sí: una de las comisuras de su boca se curvaba hacia arriba, la media sonrisa reticente del irónico, testigo de los absurdos de la existencia, mitad divertida, mitad no. Weisz la encontraba atractiva y, lo que era más importante, confiaba en ella.
La reunión no fue bien.
Todos habían tenido tiempo para rumiar el asesinato de Bottini, lo que podría significar para sus personas, no como giellisti , sino como individuos que intentaban vivir cada día. En el primer arrebato de ira sólo pensaron en contraatacar, pero ahora, tras discutir los artículos del siguiente número del Liberazione , querían hablar de cambiar el punto de encuentro, por seguridad. Se consideraban hábiles aficionados para elaborar un periódico, pero la seguridad no era una disciplina para hábiles aficionados, lo sabían, y eso los asustaba.
Cuando todos se hubieron ido, Salamone dijo:
– Está bien, Carlo, supongo que lo mejor será que echemos un vistazo a ese plano.
Weisz lo extendió en la mesa.
– Un torpedo.
Elena estuvo un rato estudiándolo y luego se encogió de hombros.
– Alguien copió este plano porque creyó que era importante. ¿Por qué? Porque es distinto, mejor, quizá experimental, pero sólo Dios sabe en qué, yo no. Esto es para un experto en balística.
– Hay dos posibilidades -dijo Salamone-. Que sea un diseño italiano, en cuyo caso sólo puede ser de Pola, en el Adriático, de lo que era la Whitehead Torpedo Company, creada por los británicos, adquirida por los austrohúngaros y convertida en italiana después de la guerra. Tienes razón, Elena, seguro que es importante, y secreto. Si nos lo encuentran, nos veremos metidos en un asunto de espionaje, lo que significa que el tipo del metro podía ser un agitador, y este papel la prueba incriminatoria. Vamos a quemarlo.
– Y la otra posibilidad -apuntó Weisz- es que se lo haya copiado un resistente .
– ¿Y qué si es así? -replicó Elena-. Esto sólo le interesa a la Armada, probablemente vaya dirigido a la marina de guerra británica o francesa. Así que, si ese idiota de Roma nos mete en una guerra con Francia, o con Gran Bretaña, Dios no lo quiera, esto provocaría la pérdida de barcos italianos, vidas italianas. ¿Cómo? No logro entender los detalles, pero el conocimiento del potencial de un arma secreta siempre es una ventaja.
– Cierto -convino Salamone-. Y, de ser así, no queremos tener nada que ver. Somos una organización de resistencia, y esto es espionaje, traición, no resistencia, aunque en el otro bando hay quienes opinan que es lo mismo. Así que lo vamos a quemar.
– Hay más -añadió Weisz-. Creo que me han seguido esta mañana, cuando fui andando al metro.
Describió brevemente el comportamiento del hombre de la chaqueta de cheviot.
– ¿No trabajarían esos dos juntos? -apuntó Elena.
– No lo sé -afirmó Weisz-. Tal vez esté viendo monstruos debajo de la cama.
– Claro -dijo Elena-. Esos monstruos .
– Debajo de todas nuestras camas -repuso Salamone con aspereza-, a juzgar por cómo ha ido la reunión de hoy.
– ¿Hay algo que podamos hacer? -preguntó Weisz.
– No, que yo sepa, a no ser que dejemos de publicar. Intentamos ser todo lo herméticos que podemos, pero en la comunidad de emigrados la gente habla, y los espías de la OVRA están por todas partes.
– ¿En el comité? -planteó Elena.
– Tal vez.
– Menudo mundo -espetó Weisz.
– El que nosotros hemos creado -repuso Salamone-. Pero la prensa clandestina lleva existiendo desde el veinticuatro. En Italia, en París, en Bélgica, allá donde vamos. Y la OVRA no puede pararlo. Puede frenarlo. Detienen a un grupo socialista en Turín, pero los giellisti de Florencia sacan una nueva publicación. Y los periódicos más importantes han sobrevivido bastante tiempo: el socialista Avanti , el comunista Unità , nuestro hermano mayor, el Giustizia e Libertà , publicado en París. Los emigrados que editan Non Mollare !, tal como su nombre indica, «no se rinden», y los de Acción Católica publican Il Corriere degli Italiani . La OVRA no nos puede matar a todos. Le gustaría, pero Mussolini aún aspira a tener legitimidad a ojos del mundo. Y cuando, a pesar de todo, asesinan, como a Matteotti en el veinticuatro, o a los hermanos Rosselli en Francia en el treinta y siete, crean mártires. Mártires de la oposición italiana y mártires en los periódicos del mundo. Esto es la guerra, y en una guerra a veces se pierde y a veces se gana. Y a veces, cuando uno cree haber perdido, ha ganado.
A Elena le gustó la idea.
– Tal vez haga falta decirle esto al comité.
Weisz compartía esa opinión. Los fascistas no siempre se salían con la suya. Cuando Matteotti, el líder del Partido Socialista Italiano, desapareció tras pronunciar un apasionado discurso antifascista, la reacción en Italia, incluso entre miembros del Partido Fascista, fue tan intensa que Mussolini se vio obligado a respaldar una investigación. Un mes después el cuerpo de Matteotti apareció en una tumba poco profunda a las afueras de Roma, con una lima de carpintero clavada en el pecho. Al año siguiente arrestaron, juzgaron y declararon culpable, más o menos, a un hombre llamado Dumini. Era culpable, aseguró el tribunal, de «homicidio sin premeditación con el atenuante de la escasa resistencia física de Matteotti y de otras circunstancias». De modo que sí, asesinado, pero no mucho.
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