Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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Pegamos otro golpetazo. Con un estimulante crujido, se desprendieron dos tejas y el extremo de la escalera asomó por el agujero. Volvimos a retirarla y seguimos a la carga a ritmo frenético. Cayó otra teja y, a continuación -¡Dios fuera loado!-, otras cuatro. Ya teníamos un agujero más que regular. Soltamos la escalera y sacamos la cabeza al exterior, ávidos de aire. Con mi bastón, desprendí unas cuantas tejas más y acto seguido hice una señal a Alice para que saliera por la abertura.

No se anduvo con chiquitas. Quise introducir la escalera a través del agujero, pensando que podría ayudarnos a bajar desde el tejado, pero Alice me gritó:

– Déjalo, Theo. Es demasiado corta.

Sentía bajo mis pies el calor que iba creciendo en el suelo del desván. Dije a Alice que se hiciera a un lado. Cogí una bala de paja y, metiéndola por el boquete, la arrojé junto al borde exterior del granero: serviría para amortiguar nuestro aterrizaje cuando saltáramos. Arrastré otra hasta el sitio donde yo estaba y la arrojé junto a la primera.

Alice se echó a gritar:

– ¡Theo, por el amor de Dios!

Salí al exterior y trepé por el tejado.

Sería una caída que no debía de superar los cuatro metros y medio; por otra parte, el humo que nos empujaba hacia afuera constituía un incentivo suficiente para inducirnos a saltar. Tras mirar las balas de paja que había arrojado al exterior, pronuncié una frase que era familiar para los dos:

-«All right, then?» [6]

Alice tenía el rostro tiznado y las gafas salpicadas de carbonilla. Con una sonrisa, sacó la mano y, tras darle la mía, saltamos los dos.

23

– ¡Ojalá la exposición sea correcta! -dijo Digby, creo que por tercera vez-. Si me hubiera avisado habría traído a un fotógrafo.

– ¡Deje de quejarse, por favor! -le replicó Alice en un arrebato de cólera, quizá para liberarse de la tensión que sentía-. ¿No tiene su exclusiva?

Digby, encogiéndose de hombros, intentó adoptar una actitud que daba a entender que la cosa no iba con él. Parecía un buitre apostado a la espera.

– ¿Qué es una fotografía? -preguntó Alice.

Con voz llena de recelo Digby dijo:

– ¿Cómo? ¿Los dos saltando del tejado en llamas? Voy a decirle qué es: Huida del granero de la muerte. ¡Eso es! La foto de mi vida. Mañana aparecerá en la primera página del periódico y millones de personas la verán.

Mañana. Yo no quería saber nada de mañana. Terminar con el pasado ya era bastante tarea de momento. Los tres estábamos sentados en la mesa de la cocina de la granja. El agente de turno era un muchacho joven. En la habitación contigua, el inspector Voss estaba interrogando a los Lockwood. Al otro lado de la era, un destacamento de bomberos con sus mangueras sofocaba el fuego del granero.

– Quiero aclarar un punto -dije a Digby, liberando el resentimiento que sentía-. ¿Usted estaba esperando con su cámara fuera del granero mientras Alice y yo estábamos en aquel infierno, luchando con las llamas?

– No es trabajo de periodista meterse donde no le llaman, amigo.

– ¡Por el amor de Dios, Digby!

– En cualquier caso, no podía acercarme una vez iniciado el incendio.

– Pero antes de que empezara, usted ha visto cómo Alice se metía dentro dispuesta a habérselas con un hombre de la corpulencia de Bernard Lockwood…

Digby, imperturbable, observó:

– Alice actuaba de forma totalmente independiente, ¿no es verdad, encanto?

Alice ignoró la observación y, dirigiéndose a mí, dijo:

– Lo que ha ocurrido ha sido lo siguiente, Theo. Me he enterado de la muerte de Sally en el incendio a través del periódico, lo que me ha revelado que me había equivocado contigo. Me refiero a lo del asesinato de Morton… La persona que había matado a Sally lo había hecho para que callara. Tenía miedo de que tú o yo fuéramos a verla y la hiciéramos hablar. Por muy ruines y bajas que fueran las cosas que te dije, sabía que no eras hombre para cometer un asesinato a sangre fría. Primero he pensado en Harry, pero no me lo imaginaba quemando su propia casa y por otra parte estaba convencida de que, pese a su insensibilidad, no era capaz de matar a Sally. Quiero decir que el domingo estaba dispuesto a que hablásemos con ella, pero eso de que se emborrachara lo sacaba de quicio. Por consiguiente, ¿quién podía haberlo hecho? La respuesta tenía que estar en Gifford Farm. Cuando Digby te ha llamado por teléfono y tú has colgado, en seguida le he dicho dónde había que ir. Digby ha cogido una cámara y nos hemos plantado aquí más aprisa que corriendo. Para evitar a Bernard y a su escopeta, hemos dejado el coche en la parte de arriba del prado y nos hemos acercado lo más disimuladamente que nos ha sido posible.

– Nos hemos dado cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta -la interrumpió Digby-, por lo que yo he aconsejado a Alice que nos metiésemos en el cobertizo de la maquinaria.

– Después te hemos visto salir por la puerta de atrás, con Bernard empuñando la escopeta y pegándotela a la espalda.

– ¿Y qué has deducido de la situación? -le pregunté a Alice, francamente divertido-. ¿Yo… el sospechoso número uno?

Me pareció que, pese a su rostro negro y lleno de carbonilla, Alice quedaba como la grana.

– Te acabo de decir que había variado de opinión con respecto a este punto. Bueno, como íbamos diciendo, Bernard te ha conducido al granero. Al cabo de un momento ha salido y ha dejado fuera la escopeta, ha ido a buscar gasolina y entonces yo me he acercado para echar una ojeada dentro del granero. Cuando he visto que empezaba a derramar la gasolina por el suelo, me he dado cuenta de que había que intervenir.

Después lanzó un suspiro y su rostro dibujó una sonrisa triste.

– Me hacen falta unas cuantas lecciones para incapacitar a un hombre.

Le tendí la mano y la dejé sobre las suyas.

– Lo has hecho muy bien. De no haber sido por ti, yo no habría salido con vida del granero.

A lo que ella se echó a reír, esta vez abiertamente y me dijo:

– Creo más bien que nunca habrías entrado de no haber sido por mí.

Me parece que aquélla fue la primera vez que la vi reír sin ninguna sombra de recelo en la expresión de su rostro. Tenía las gafas torcidas y su bella nariz tiznada de negro, pero me inspiró una gran ternura. Me eché a reír y, en un impulso, le dije:

– Ahora que hemos rectificado un montón de errores, me parece que tenemos que conocernos mejor.

Digby, tentándose los bolsillos, observó:

– Voy a anotar esta frase, si no le importa.

– Cierre la boca, por favor -le dije.

Pero como usted sabe muy bien, querido lector mío, las cosas de esta vida no son como las quiere uno, sino como vienen. Alice tenía su pasaje de regreso a Nueva York fechado para el día siguiente. Ni siquiera pudimos estar una noche juntos -para salir o para entrar-, porque aquel cabeza de chorlito de Voss me tuvo el resto de aquella tarde y parte de la noche interrogándome sobre lo que había ocurrido en el granero. Yo admití que había disparado contra Bernard en defensa propia, cosa que por otra parte era bastante evidente, pero Voss estaba hecho un lío tratando de dilucidar si la acción podía ser calificada como homicidio impremeditado u homicidio justificable. Como, por otra parte, no entraba en sus propósitos acusarme, la cosa me hacía perder la poca paciencia que me quedaba. Cuando, por fin, me dejaron marchar, hacía ya muchísimo tiempo que Digby había devuelto a Alice a Reading.

La fotografía de Digby no salió, dicho sea de paso, pero por lo menos tuvo su historia en exclusiva y estoy convencido de que le reportó unos buenos dineros.

Si lo que usted espera es un final feliz, no tengo mucho más que ofrecerle. George Lockwood admitió su participación en la desaparición del cadáver de Morton en 1943. Llevó a la policía a un lago cercano a Frome, donde había arrojado el cuerpo de Morton decapitado y debidamente lastrado. Pese a que encargaron del cometido de localizarlo a unos cuantos hombres rana, no creo que de momento hayan encontrado nada.

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