Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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– No puedo subir.

Dicho esto perdí el equilibrio. De una patada había hecho volar el bastón que yo tenía en la mano y yo, por instinto, me agarré a uno de los barrotes de la escalera para impedir la caída. Golpeé con el cuerpo la madera al balancearme alrededor de la escalera.

Una punzada dolorosísima me atravesó la región lumbar, como si una de mis costillas acabase de partirse en dos. Después vino otra. Bernard me pinchaba bárbaramente los riñones con el cañón del arma.

Me incorporé como pude y empecé a trepar por las escaleras como un loco tratando de huir de su ataque. Me aupé sirviéndome únicamente de los brazos, después traté de afianzarme con ayuda de la pierna buena y forcé mi cuerpo dolorido a alcanzar la altura suficiente para agarrarme a la vigueta en la que se apoyaba la escalera. Puse encima la rodilla y conseguí encaramarme en los tablones.

Ya arriba, me retorcí y contorsioné víctima de agónicos sufrimientos mientras el dolor me mordía en la espalda. Creo que en aquellos momentos no me hubiera importado que me disparara un tiro en la cabeza con tal de que me dejara los riñones en paz de una vez para siempre. Me arrastré hasta la bala de paja más cercana para protegerlos. Pero a medida que los espasmos iban aquietándose hasta alcanzar niveles tolerables y yo iba adquiriendo conciencia del ambiente que me rodeaba, fui dándome cuenta de que Bernard no me había seguido por la escalera. Oí que ésta rechinaba al rozar la vigueta y golpeaba el suelo con un ruido sordo. Por alguna razón insondable, la había retirado del desván y me había dejado abandonado en él.

Hay un estadio en que el dolor agudo se transforma en tormento generalizado y palpitante. Traté de buscar un asidero y arrastré mi cuerpo torturado hasta el mismo borde del desván, al objeto de contemplar lo que había abajo, al tiempo que me obligaba a mirar. Bernard me había abandonado en el desván. Su intención era matarme y yo estaba plenamente convencido de que todo cuanto le había dicho no serviría para cambiar su decisión.

Había dejado la escopeta apoyada en la pared. Por una oscura razón, estaba cambiando las balas de paja de sitio y arrastraba hasta el centro las que estaban atrás. Después sacó una navaja del bolsillo, cortó la cuerda de una de ellas y desparramó la paja por el suelo del granero.

De pronto desapareció de mi vista y pude oír inmediatamente un ruido sordo de algo que era arrastrado de un lado a otro, lo que me hizo pensar que se trataba de otra bala de paja que iba a ser incorporada a la que ya estaba esparcida por el suelo.

Pero me equivocaba. Aquello que Bernard estaba arrastrando a través del granero era el cuerpo de un ser humano. Un cadáver. El cadáver de un hombre.

Tenía la camisa y la chaqueta manchadas de sangre. No podía decir aún si conocía a la persona en cuestión, porque desde el lugar donde yo estaba no se podía ver su rostro.

Prescindiendo de quién pudiera ser, mi cuerpo se vio recorrido por un escalofrío. Ahora comprendía por qué Bernard había pasado por alto mis reflexiones. De nada había servido decirle que matarme equivaldría a algo diferente, a un crimen distinto, porque la verdad es que él ya estaba involucrado en aquel tipo de crimen. Tenía las manos manchadas de sangre, era un asesino, igual que su madre.

Querer razonar con él era un trabajo inútil. Estaba dispuesto a matarme y no había manera de poder disuadirlo.

Vi cómo disponía el cadáver sobre las balas. Era como un catafalco, una especie de túmulo, aunque el cadáver estaba con los brazos y piernas extendidos, uno de los brazos colgando y los ojos abiertos, como clavados en mí.

Observé el rostro con mayor atención ya que ahora lo tenía vuelto a mí y podía ver a quién pertenecía.

Era Harry Ashenfelter.

22

La muerte le había prestado coloraciones azuladas y blanquecinas: un azul cárdeno con manchas blancas en la parte izquierda de la frente, así como en la mejilla y mandíbula de ese lado. Había permanecido boca abajo sobre una superficie dura durante un cierto tiempo y aquellas manchas indicaban los puntos de contacto con la misma. No era preciso ser patólogo para descubrirlo. Otra observación que podría ser de interés para usted, en el supuesto de que sea médico, era que sus miembros habían quedado pendientes junto a los costados de las balas de paja y el hecho había impedido que el rigor mortis alcanzara un nivel evidente. Tal como describo la escena, me permite ceñirme a sus aspectos clínicos, lo que mitiga su horror.

Lo contemplé desde el desván con más respeto que el que nunca había sentido por él como ser vivo. Había mostrado muy escasa consideración hacia sus dos mujeres mientras éstas habían vivido, pero parecía que algún vestigio de fidelidad o algún resto de sentimiento de deber conyugal con respecto a Sally lo había empujado a tratar de encontrar a su asesino. Por lo que se veía, después de dejarme sin sentido en Pangbourne, debía de haber conducido toda la noche hasta Somerset. Me había prestado crédito al decirle que la clave del misterio estaba en Gifford Farm. Como yo, había decidido investigar por su cuenta.

Ésta había sido la causa de que le atravesaran el corazón de un disparo.

Aquella gente estaba empapada de sangre.

A continuación me tocaba el turno a mí.

Usted, astuto lector, posiblemente habrá deducido de qué modo había proyectado matarme Bernard Lockwood. Yo lo ignoraba. Debo decir que mi apabullado cerebro se negaba a funcionar. Después de contemplar el cadáver de Harry, me era imposible pensar.

Tenía los ojos todavía clavados en él cuando oí el crujido de la puerta del granero. Bernard la había abierto y había entrado.

Parpadeé, concentré mis pensamientos y desplacé mi mirada. Había cogido la escopeta.

«Escapa», murmuró una voz dentro de mí. La voz me instaba a moverme. A salir de allí. Me decía que podía amortiguar la caída dejándome caer sobre las balas de paja. Me decía que sí, que tenía razón, que allí había un cadáver, pero que yo me convertiría en otro si ahora me andaba con remilgos.

Me dispuse a actuar, pero sentí un dolor que me incapacitaba para cualquier cosa al tratar de incorporarme y ponerme en cuclillas. Miré para abajo y contemplé aquellos ojos de Harry que ya nada veían. Y sentí un frío de hielo.

La puerta volvió a crujir por segunda vez y Bernard volvió a entrar en el granero, esta vez sin la escopeta. Ahora llevaba algo igualmente letal: una lata de gasolina.

Sin levantar los ojos siquiera, desenroscó el tapón y roció generosamente con gasolina el cuerpo de Harry y las balas sobre las que descansaba. Hasta mí llegaron los vapores que exhalaba. Lo que yo estaba contemplando no era un catafalco, sino una pira funeraria. Una pira que daría cuenta de Harry así que en ella prendieran las llamas. Por no hablar, además, de mí, atrapado a tres metros de distancia.

– ¡Loco maniático! -le grité.

Totalmente abstraído, Bernard estaba ocupado en cubrir el suelo con paja, que arrojaba a manos llenas, para formar una especie de reguero que se extendía desde el cadáver hasta la puerta. Al verlo alejarse, retrocediendo hacia ésta, le grité otros insultos. Pero tampoco sirvieron de nada.

Su intención no era hacer llegar la paja hasta la misma puerta. Cuando faltaban unos dos metros para llegar a ella, se detuvo. Quería tener espacio para poder girarse con rapidez y salir rápidamente del granero. Abrió la puerta de par en par.

A continuación fue siguiendo aquel camino que había hecho con la paja, rociándola con gasolina, preparando aquella espoleta que él mismo se había fabricado. Después volvió a la puerta, dejó la lata en el suelo y se sacó un mechero del bolsillo.

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