Peter Lovesey - El Falso Inspector Dew

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A bordo del Mauretania, que zarpa de Southampton, en la primera semana de septiembre de 1921, viajan numerosos pasajeros que encarnan el lujoso y cosmopolita ambiente de los años veinte. Entre ellos, se encuentra un dentista que trata de huir de su tiránica esposa y que viaja con el nombre de un famoso detective, el inspector Dew. Sin embargo, durante la travesía se produce un crimen y el capitán decide recurrir al falso inspector para descubrir al asesino… El desafortunado dentista se verá en serios aprietos para responder a los antecedentes del dueño del nombre usurpado. El FALSO INSPECTOR DEW es una nueva muestra del talento de Lovesey para combinar sabiamente ingenio y humor con una trama muy emocionante.

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Rex era muy apasionado. Durante el almuerzo en el Claridge al día siguiente, amenazó con suicidarse si Barbara no lo hacía feliz en la suite que había reservado arriba. Para convencerla sacó un revólver de plata del bolsillo y lo apoyó en la mesa. Barbara mantuvo su calma. Era chic, pero no fácil. Tomó el revólver muy finamente y lo arrojó dentro del balde del champagne. Más tarde Arnold le comentó que Rex era famoso por sacar su revólver en el Claridge.

En esa semana Barbara se cruzó dos veces con Paul Westerfield en el hall del Savoy. La primera vez estaba con Forbes y la segunda con Arnold. Estos encuentros casuales surtieron efecto en Paul. El viernes la detuvo en la escalera que llevaba al comedor. La felicitó por su peinado y le preguntó si tenía algo que hacer esa noche.

Barbara contesto que un amigo había mencionado algo del Café Royal, pero que la idea no la excitaba demasiado. Era su última noche en Londres y quería disfrutarla.

– ¿Te vas mañana? -preguntó Paul-. ¿En el Mauretania ? Qué casualidad. Yo también. ¿Qué te parece si esta noche nos divertimos en Londres?

– ¿Qué sugieres? -preguntó Barbara con cautela. No aguantaba otra conferencia sobre filosofía.

– Hay una fiesta en el Berkeley. Son casi todos norteamericanos; de la embajada… el grupo joven. He oído decir que algunos de ellos son bastante divertidos. Me invitaron. ¿Quieres venir?

Barbara sonrió y aceptó.

Había logrado lo que quería. Se sentía sumamente atraída por Paul Westerfield a pesar de que tendía a rechazar a cualquier posible candidato en el que su madre hubiera puesto los ojos. Le gustaba el modo en que la miraba, valorando lo que decía. Le gustaba el modo en que una de sus cejas se levantaba cuando algo le interesaba. Le gustaban sus movimientos desenvueltos cuando atravesaba una habitación, tan lánguidos y sugestivos como los de un gato. De él emanaba una extraña fuerza.

Con cinco días por delante en el Mauretania, ella también podría ser desenvuelta. Esa noche llegó al hall veinte minutos tarde y lo llamó por el sobrenombre de sus días de estudiante. Quería que él supiera que trataba a los millonarios como a cualquier otro tipo.

3

La fiesta fue tan divertida como Paul había vaticinado. El champagne corrió ilimitadamente. Más o menos una docena de norteamericanos de la embajada y otros tantos amigos ingleses cenaron y bailaron hasta después de medianoche, cambiando de pareja todo el tiempo y abrazándose con una falta de pudor digna de amantes. Cuando el restaurante cerró, el grupo se trasladó a un puesto de venta de café en la esquina de Hyde Park y los choferes de taxi les dejaron llevar sus tazas a los coches y quedarse allí durante horas.

Barbara compartió a Paul con una chica inglesa que se llamaba Poppy. No le importaba. Él las abrazaba a las dos y las mantenía entretenidas contándoles chistes mezclados con besos. Poppy se reía mucho. Se definía como una cockney elegante. Tenía el pelo rubio enrulado y ojos muy expresivos.

Hacia las tres todos se bajaron de los taxis y formaron un corro en torno a un farol. Cantaron Knees up, Mother Brown y Auld Lang Syne. Se intercambiaron besos y treparon de nuevo a los taxis para que los llevaran a sus casas.

Paul le preguntó a Poppy dónde vivía.

– En la calle Chicksand -contestó Poppy con una risita. Cada tantas palabras intercalaba una risa-. No debes de haberla oído nombrar. Y apuesto a que el chofer del taxi tampoco. Si quieres saber dónde queda, está por el East End.

– Perfecto -exclamó Paul-. Creo que el Savoy está en el camino. Podemos dejarte primero, Barbara.

Barbara asintió, pero no le agradeció la sugerencia. No podía entender por qué no dejaban primero a Poppy y volvían juntos al Savoy. Se suponía que Poppy no era su pareja esa noche. Pero se tragó las objeciones. Mientras le sonreía a Poppy, deseó que Paul se aburriera a muerte con esa estúpida risita y el ridículo acento.

– ¿Y tú, Paul? -preguntó Poppy, inclinándose para arreglarle la corbata blanca-. ¿Cuál es tu hotel, cariño?

– Yo también estoy en el Savoy.

Otra risita.

– Diablos… no sabía que fuerais juntos en serio.

– Estamos en pisos diferentes -replicó Barbara secamente-. Es pura coincidencia.

Poppy se estremeció de risa.

– ¿De veras?

– Por supuesto -replicó Paul; parecía un poco irritado. Pidió al chofer que los llevara al Savoy y luego a la calle Chicksand. Se volvió hacia Barbara-, No tiene sentido llevarte tan lejos cuando ya es tan tarde. Mañana tenemos que despertarnos temprano.

– Por supuesto -asintió Barbara, tratando de ser magnánima mientras pensaba en los cinco días en el Mauretania.

Al llegar al Strand, Paul la besó suavemente en los labios y luego la tomó por la nuca y la besó con más fuerza.

– Parece que estuviera por acabársele el mundo, tesoros -exclamó Poppy.

El portero del Savoy abrió la puerta del taxi.

– Gracias Paul, Londres ha sido una locura y me ha encantado.

– Te veré en el barco -respondió Paul.

Mientras el taxi se alejaba, Barbara pudo ver la mano de Poppy despidiéndola desde la ventanilla trasera.

4

– Lydia, ya está aquí el taxi.

– ¿Ya? Tendrá que esperar.

– Son las ocho -avisó Walter.

– Se tarda menos de una hora hasta Waterloo. ¿Por qué lo has llamado tan temprano? El tren no sale hasta las nueve. ¿Estás tan ansioso por librarte de mí?

Pero hablaba sin demasiada malicia. Toda su furia se había descargado sobre él dos días atrás, cuando Walter le había anunciado con frialdad que no pensaba acompañarla a los Estados Unidos. Ella le había arrojado un plato de sopa de lentejas, y la mostaza y la salsa de arándanos. Lo había insultado ante Sylvia. Pero después de reflexionar un poco empezó a verlo bajo otro aspecto. Walter sería una carga en los Estados Unidos. Era demasiado insípido para Hollywood, y como su agente teatral hubiera resultado un fracaso. En lugar de él contrataría a algún emprendedor joven norteamericano.

Por supuesto que la perspectiva de viajar sola a Hollywood no era divertida, pero ya había sobrevivido a otros viajes aburridos y largos. Los actores se pasaban la vida haciendo maletas y tomando trenes hacia lugares lejanos. Era una frase que podía decirles a los periodistas cuando la entrevistaban.

Y en cuanto a Walter, ese maldito egoísta y desagradecido, muy pronto se daría cuanta de lo que era la vida sin el colchón de plumas de una mujer devota y generosa. El consultorio ya estaba vendido y tenía hasta el lunes para sacar sus cosas de la casa. Era un misterio lo que pensaba hacer para conseguir dinero y alojarse, a menos que esperara ser mantenido por su mujerzuela. ¡Qué iluso!

Walter estaba en la puerta del dormitorio, mirándola.

– ¿Puedo llevar algo abajo, querida? -inofensivo hasta el fin. La otra noche, con su mejor traje cubierto de sopa de lentejas y salsa había seguido disculpándose por haber cambiado de idea respecto al viaje.

– Puedes tomar mi maleta, si insistes -los baúles con el grueso de la ropa ya habían sido despachados el martes y para ese entonces debían de estar en el barco-. Dile al chófer que no tardaré mucho.

Lydia miró a su alrededor y sintió una súbita oleada de alegría. Se estaba yendo para siempre. ¡Qué alivio era escapar de la endurecida Inglaterra, donde ya no se apreciaba el talento, hacia las oportunidades del nuevo mundo!

Cuando bajó, Walter la estaba esperando al pie de la escalera.

– ¿Estás segura de que tienes el pasaje y el pasaporte?

– Por supuesto.

– ¿Y el dinero?

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