– Debería estarlo. No sirvió para nada. No va a darme el divorcio -rió entre dientes-, Pero para Lydia fue un shock terrible que le dijeran que tengo una amante.
Alma se apretó más contra él.
– ¿Soy de veras tu amante?
– Hay un salón de té al pie de la colina. ¿Nos detenemos allí?
Cuando bajaron del taxi ya no llovía. El local estaba lleno de gente que se resguardaba de la lluvia, pero alguien se levantó para irse. Era una mesa tranquila, protegida por la guardarropía. Walter le contó a Alma que Lydia había roto su promesa de dejarle practicar la odontología en los Estados Unidos. Quería que fuese su representante.
Alma sintió que palidecía.
– ¿Es por mi causa?
Walter alargó la mano sobre la mesa y la apoyó en la de ella.
– No, querida. Me lo dijo a la hora del desayuno. Y ha vendido mi consultorio y no piensa darme un centavo.
Alma sacudió despacio la cabeza, sin decir nada. Estaba segura de que Walter iba a decirle algo importante. Todavía retenía su mano.
– He decidido no ir a los Estados Unidos.
– ¡Walter querido!
– Por supuesto que será mi ruina, pero ya me arreglaré.
– Nos arreglaremos.
– No; gracias de todos modos, pero no podría hacer eso. No podría permitir que te alcanzaran los chismes y el escándalo.
– No me importa mi reputación. ¡Te amo!
Él fijó la mirada en su taza de té.
Alma decidió que era el momento de mencionar el plan que había concebido de madrugada, cuando no podía dormir. Sonaría terrible dicho así, fríamente, en un lugar público, ¿pero qué otra manera tenía de hacérselo saber? Bajó la voz.
– Podría haber otro camino.
– ¿Hummm? -no levantó la vista.
– Una vez, en el consultorio, me contaste de alguien que también era tratado de una manera insoportable por su mujer y que se enamoró de otra mujer que lo adoraba.
Walter levantó la vista y la miró con aire inocente.
– No recuerdo.
– El doctor Crippen.
Walter pegó un salto.
– ¡Oh!
Alma siguió antes de que pudiera detenerla.
– Los agarraron porque trataron de disfrazarse. Se escaparon a través del océano en un pequeño barco a vapor y el capitán sospechó de ellos.
– Crippen era un asesino.
Alma dejó pasar ese comentario.
– Me dijiste que Lydia ya ha reservado los pasajes en el Mauretania.
– Sí, pero no iré con ella.
– Supón por un instante que sí vas, pero no con Lydia, sino conmigo. Podría viajar como la señora Baranov. No sería un papel muy difícil, querido. Nadie sospecharía de nosotros porque nadie pensaría otra cosa. ¡En seis días estaríamos en los Estados Unidos y podríamos vivir para siempre como marido y mujer!
– ¿Y Lydia?
– Cloroformo.
– Creo que necesito un cigarro -se puso uno en la boca y rompió dos fósforos tratando de encenderlo-. ¿Estás hablando en serio?
– Por supuesto.
– No podría hacerlo… ni siquiera a Lydia.
– Sí que puedes. Eres muy valiente. Salvaste a tu padre.
Walter logró reír.
– No es exactamente lo mismo.
– No te rías de mí. No es una idea absurda que acaba de ocurrírseme. Hace días que lo planeo. ¿No te das cuenta? Al reservar lo pasajes Lydia nos ha dado la oportunidad de triunfar allí donde fallaron Crippen y Ethel.
– ¿Necesitan más agua caliente? -preguntó una voz.
Los dos miraron a la camarera. Su rostro no mostraba otra cosa que el cansancio del día.
– No, gracias -dijo Walter. Pagó los tes y salieron.
El sol brillaba sin fuerza.
– Los pescaron porque el inspector Dew encontró los restos de la mujer de Crippen al registrar el sótano -masculló Walter para sí.
– Hay otra cosa -acotó Alma, ignorando el comentario mientras caminaban juntos por la calle-. Si tomo el lugar de Lydia, puedo copiar su firma. Puedo darte un cheque por la venta de tu consultorio. Puedo hacer muchos cheques. Podríamos vivir con elegancia y tú te convertirías en un dentista de éxito en los Estados Unidos.
– ¿Con el dinero de Lydia?
– Sería un crimen no usarlo, querido -le apretó el brazo.
– Muy ingenioso -Walter sonrió-. En verdad es muy ingenioso.
– Tendré que usar un pasaporte; salvo eso no habrá problemas. Tenemos más o menos la misma estatura y los ojos marrones. Ella tiene el cutis un poco más oscuro, pero eso no se nota en la fotografía. De todas maneras nadie se parece en la foto de su pasaporte. Y tú estarás allí para apoyarme.
– Tiene que haber algún fallo.
– No lo hay, querido. Si le damos cloroformo a Lydia la noche anterior al viaje, ninguno de sus amigos la echará en falta. Ya habrá firmado los papeles para el abogado y con el dinero ya transferido por el Banco a los Estados Unidos, no tenemos más que subir a ese transatlántico y empezar una nueva vida juntos. Nuestra luna de miel.
Walter parecía aturdido. La audacia del plan le había provocado una sacudida y su primera reacción había sido rechazarlo y buscar los posibles fallos. Pero ahora le estaba dedicando su atención. Alma podía notarlo por el brillo en sus ojos. Walter aceptaba la necesidad de suministrarle cloroformo a Lydia.
Opuso más dificultades, pero eran meros detalles. Le preguntó a Alma qué pensaba decirle a la señora Maxwell y qué haría con la casa de Richmond Hill. Preguntó por su familia y amigos.
Por la naturaleza de las preguntas y la forma en que las formulaba, era harto evidente que Walter estaba dispuesto a ser convencido. Alma le contó lo que iba a decirle a la señora Maxwell, que unas personas de la iglesia pensaban alquilar la casa y que pasaría el invierno en el continente. Eso les diría a sus amigas más íntimas, porque no tenía parientes cercanos. En una semana estaría lista.
Walter escuchó con atención y permaneció un rato en silencio.
Alma caminaba al lado de él, conteniendo sus impulsos. No quería forzarlo a una decisión apresurada. El mismo debía ver la lógica del plan. Estaba segura de que iba a funcionar.
– Tendremos que pensar qué hacer con ella -reflexionó Walter.
Por la manera de decirlo, Alma se dio cuenta de que lo había convencido.
Para Alma el plan de liquidar a Lydia y escapar con Walter a Estados Unidos era más romántico que cualquiera de los libros de Ethel M. Dell. The Knave of Diamonds le parecía insípido. Era un plan perverso y audaz y los uniría más que una ceremonia matrimonial. El secreto sería un lazo indisoluble. Viviría con lujo en Manhattan y Walter se convertiría en el mejor dentista de Nueva York. Iban a viajar a Niágara y Nantucket y Nueva Orleáns y San Francisco. Todavía estaba recorriendo los hermosos paisajes de los Estados Unidos en su mente cuando Walter, firmemente anclado en Inglaterra, le dirigió la palabra.
– Tendríamos que pensar en serio lo que haremos con ella.
– ¿Hacer?
– Lydia.
– Pero ya lo hemos decidido, querido.
– No, no me refiero a eso. Después. ¿Dónde la pondremos?
– Ah…
Estaban sentados en un banco de los jardines de Richmond Terrace. Era una de esas brillantes tardes de septiembre cuando cada detalle del valle del Támesis resalta a la luz del sol poniente. Los filamentos de nubes que atravesaban el cielo se volvían a cada instante más rosados.
– El doctor Crippen enterró a su mujer en el sótano -observó Alma.
– Y el inspector Dew bajó con una pala y los descubrió.
– El antipático inspector Dew.
Walter se encogió de hombros.
– Cumplía con su deber.
– ¿Qué te parece el jardín?
Walter sacudió la cabeza.
– Es como un campo de golf. Tenemos un ex combatiente que lo cuida cinco días por semana. Era oficial de la Guardia. No se le escapa nada.
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