Deborah Crombie - Vacaciones trágicas

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Una semana de vacaciones en una lujosa residencia de propiedad compartida, situada en un tranquilo paraje de Yorkshire, es justo lo que le conviene al comisario de Scotland Yard, Duncan Kincaid, agotado por una sobrecarga de trabajo. No obstante, en vez de las actividades relajantes, como excursiones y lectura, que ha programado, justo al día siguiente de haber conocido a todos los huéspedes en un cóctel de presentación encuentra el, cadáver del subdirector del establecimiento flotando en la piscina. No será el único.
¿Qué relación pueden tener con las víctimas del crimen la provocativa directora del centro; o las hermanas solteronas escocesas, o la bella científica, o el diputado dé éxito?
A pesar de la antipatía que le demuestra el ineficaz jefe de policía del lugar, que no soporta la injerencia de Kincaid, éste, con la ayuda de su subordinada, la joven y brillante Gemma James, irá desentrañando las escondidas conexiones entre las víctimas y los sospechosos hasta colocar la última pieza del puzzle en un final sobrecogedor.

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– Pues procure no molestar. -Nash se daba cuenta de que no era conveniente desde un punto de vista político echar del lugar a un oficial de Scotland Yard, pero su voz no era acogedora. Estudió el cadáver con detenimiento-. El señor Sebastian Wade, ¿verdad?, ayudante de dirección. Ex ayudante de dirección, más bien.

Permaneció en un silencio contemplativo por un momento más, luego salió de su abstracción.

– Peter, toma declaración al señor Kincaid, para que pueda irse a sus quehaceres.

Puso el énfasis en la palabra «señor», y Raskin lo miró receloso, luego sacó el cuaderno e invitó a Kincaid a sentarse en el banco de madera adosado a la pared. No había hablado desde que los presentaron. Ahora, mirando de reojo para asegurarse de que Nash estuviera ocupado, arqueó las cejas en un gesto de complicidad hacia Kincaid. Raskin era un hombre joven, enjuto, de rostro delgado y oscuro, de cara saturnina y un mechón de cabello negro estilo Heathcliff *sobre los ojos. Kincaid respondió a sus pausadas preguntas con la mitad de la atención, mientras escuchaba a Nash con la otra.

Trumble recibió el encargo de ir a ver a los huéspedes.

– Trumble te llamas, ¿no? Vamos a ver, reúnelos a todos en el salón, quieran o no, y que se queden allí hasta que los necesite. ¿Entendido?

– Sí, señor -dijo Trumble, con poco entusiasmo. Kincaid lo sintió por él: era el acontecimiento más emocionante de toda su carrera, y lo relegaban a hacer de canguro. Se iba a perder el trabajo de los investigadores en la escena del crimen. Tenía poca experiencia para aprovechar la situación y observar las reacciones de los huéspedes ante la noticia, o para escuchar con atención lo que se dirían entre sí mientras estaban reunidos. Nash no lo instruyó en nada.

Que le tomaran declaración, y no tomarla él, fue una nueva experiencia para Kincaid, e intentó ser tan conciso como supo sobre sus movimientos y la secuencia de los acontecimientos, sin dejar de observar el lento movimiento de Nash en torno a la piscina. Nash se agachó al lado del cuerpo de Sebastian, con los antebrazos apoyados en sus fuertes muslos y las manos colgando por delante. A Kincaid le recordó un buitre saciado. Repitió la postura delante de la ropa de Sebastian, cuidadosamente doblada, luego se acercó al borde de la piscina y estiró el cuello para ver el cable eléctrico.

– ¡Qué resolutivo! -sentenció-. Había decidido quitarse de en medio. Muy listo, el chico. Lo ha enchufado arriba, lo ha dejado caer, ha bajado y ha saltado al agua. Si no hubiera muerto con la descarga, habría perdido el conocimiento el rato suficiente para ahogarse.

– No -se le escapó a Kincaid-. No ha podido ser así. Alguien ha llegado mientras estaba todavía en el jacuzzi, de espaldas al balcón, donde están los chorros más fuertes. Alguien ha enchufado y descolgado el cable con sigilo. Aunque Sebastian lo hubiera visto caer no habría tenido tiempo de salir.

No dijo que el calentador debía de haberse apagado al entrar en el agua y por tanto la descarga de corriente habría durado unos segundos.

– ¿Y usted por qué sabe tantas cosas, muchacho? ¿Puede ver el pasado? -Nash se volvió y miró a Kincaid con sus ojos de botón-. A mí me parece un suicidio. Mire la ropa, toda dobladita. Típico.

– No. Él era una persona ordenada, no me lo imagino dejando la ropa en un revoltijo. Probablemente lo hacía siempre. Anoche dijo abiertamente que le gustaba venir a última hora. Estoy seguro de que no encontrarán sus huellas dactilares en el cable ni en el enchufe. Los suicidas no suelen usar guantes. Y él no era un suicida.

Ahora había obtenido toda la atención de Nash.

– Está muy seguro de lo que dice, de repente, chico. ¿No le había dicho al inspector que sólo llevaba un día aquí? Hay que ver lo bien que ha conocido al señor Wade en tan poco tiempo.

Su voz se había vuelto suave, con un poco más de camaradería. Kincaid apretó los puños y se mordió la lengua. Cualquier cosa que dijera sobre el rato que pasó con Sebastian sonaría superficial, absurdamente sentimental. La única salida era combatir con las mismas armas de Nash. Le sonrió y dijo, sin alterarse:

– Soy muy observador. Es mi trabajo, inspector, quizás se le olvida.

Cualquiera que fuera a ser la respuesta de Nash ante aquel gesto tan poco sutil de superioridad fue interrumpida por la llegada del equipo científico del distrito. Kincaid se sintió aliviado al ver que Nash era lo bastante competente como para retirarse y dejarles trabajar sin interferir, aunque tenía poca esperanza en los resultados.

El fotógrafo colocó los focos y las cámaras con la facilidad que le daba la práctica y empezó a sacar instantáneas del cuerpo. El biólogo forense era un hombre rubio con dientes de conejo; llevaba pantalones cortos, una camiseta manchada y zapatillas de tenis, que no pegaban nada con los finos guantes de látex que se estaba poniendo. Se agachó al lado de la ropa de Sebastian, como había hecho Nash, y se puso a inspeccionarla con dedos hábiles.

No había sombra de forense de la policía. Kincaid aguardó a que Peter Raskin estuviera libre un instante para preguntarle:

– ¿Dónde está vuestro forense?

– Parece que ha recibido otra llamada. Pero han telefoneado a la médico del pueblo. Quizá no es buena idea, pero en este caso probablemente no importe.

– ¿Está de acuerdo con su jefe, pues, en que ha sido un suicidio?

– No, no he dicho eso. -Raskin se mostró cauto, y Kincaid vio un brillo de humor en sus ojos-. Pero un examen previo del cadáver no suele revelar mucho, y es el forense del distrito quien hará la autopsia cuando llegue. Mire -inclinó la cabeza hacia las puertas de cristal-. Ahí viene la doctora.

El maletín profesional que llevaba en la mano derecha era lo único que la identificaba. Vestía un chándal verde y zapatillas de deporte, y el cabello rizado y húmedo enmarcaba su rostro en forma de corazón. Nash, ocupado con el fotógrafo, no la vio. Raskin la recibió y Kincaid lo siguió a una distancia discreta, tendiendo a su vez la mano, que ella apretó con fuerza.

– Anne Percy.

Desvió la mirada en dirección al bulto inmóvil de Sebastian, y volvió la vista hacia ellos.

– ¿Ya lo han preparado? He venido directamente, estaba corriendo -señaló su ropa, como excusándose-, antes de la consulta de la mañana.

Una médico de pueblo, pensó Kincaid, acostumbrada a asistir a moribundos rodeados por la familia, no a tratar casos criminales. Su parloteo nervioso tenía la misma función que el humor negro de los forenses de la policía.

– ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién era?

Como miraba a Kincaid al hablar, tras una leve inclinación de consentimiento de Raskin, él respondió:

– Sebastian Wade, el ayudante de dirección de la casa. Una muerte sospechosa. -Captó el arqueo de ceja de Raskin, un gesto que empezaba a reconocer como señal de burla-. Electrocutado, o ahogado después de electrocutarse. Probablemente, anoche, tarde.

– ¿Lo han encontrado en el hidromasaje?

Peter Raskin continuó el relato:

– El señor Kincaid lo ha encontrado cuando ha bajado a nadar esta mañana.

– ¡Ah! -Anne Percy pareció momentáneamente desorientada-. Yo creía que usted también era policía…

– Lo soy -respondió Kincaid-, pero de vacaciones. Soy un huésped.

– Bueno, no sé qué puedo hacer yo, más que certificar la muerte. -Abrió el maletín y se arrodilló junto al cuerpo de Sebastian-. La temperatura corporal no sirve para establecer la hora del deceso ni tampoco lo hará la rigidez cadavérica. Sólo la autopsia puede determinar la causa de la muerte -dijo, poniéndose los guantes de látex después de flexionar el brazo de Sebastian.

Kincaid se sintió extrañamente incómodo, como si fuera indecente que mirara el cuerpo de Sebastian profanado, y se alejó cuando la doctora Percy se puso manos a la obra.

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