Deborah Crombie - Vacaciones trágicas

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Una semana de vacaciones en una lujosa residencia de propiedad compartida, situada en un tranquilo paraje de Yorkshire, es justo lo que le conviene al comisario de Scotland Yard, Duncan Kincaid, agotado por una sobrecarga de trabajo. No obstante, en vez de las actividades relajantes, como excursiones y lectura, que ha programado, justo al día siguiente de haber conocido a todos los huéspedes en un cóctel de presentación encuentra el, cadáver del subdirector del establecimiento flotando en la piscina. No será el único.
¿Qué relación pueden tener con las víctimas del crimen la provocativa directora del centro; o las hermanas solteronas escocesas, o la bella científica, o el diputado dé éxito?
A pesar de la antipatía que le demuestra el ineficaz jefe de policía del lugar, que no soporta la injerencia de Kincaid, éste, con la ayuda de su subordinada, la joven y brillante Gemma James, irá desentrañando las escondidas conexiones entre las víctimas y los sospechosos hasta colocar la última pieza del puzzle en un final sobrecogedor.

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El salón de té Blue Plate hacía honor a su nombre con sus platos azules de variados diseños expuestos en los estantes y las mesas cubiertas con alegres manteles de cuadros amarillos y blancos. Sólo cuando se hubo sentado en una mesita del fondo y hubo pedido, Kincaid reparó en las dos mujeres que charlaban animadamente junto a la ventana. Maureen Hunsinger, con su rostro redondo y alegre y el cabello rizado, vestía un traje azul que podía haber tenido una vida anterior como colcha de ganchillo.

Tardó un rato en reconocer a la compañera de Maureen como Janet Lyle, la esposa del ex militar. Apenas había abierto la boca o sonreído en el cóctel y no había perdido de vista a su marido, mirándolo nerviosamente cada vez que hablaba. Kincaid no entendió si era para buscar seguridad o aprobación. Quizás era tímida, o no le gustaban las reuniones sociales. Desde luego ahora estaba a sus anchas, charlaba y reía, se inclinaba hacia delante y gesticulaba con énfasis, y el cabello le rozaba los hombros cada vez que movía la cabeza.

Qué curioso, pensó Kincaid, después de los acontecimientos de aquella mañana. ¿Estarían comentando con tanta energía la muerte de Sebastian? La excitación sería una reacción típica, motivada por el alivio que la mayoría de la gente experimentaba al sentirse a salvo cuando la muerte caía tan cerca. Pero no el buen humor que mostraban ellas, tan evidente incluso de lejos.

Aguzó el oído; las voces le llegaron a ráfagas.

– Ay sí, me acuerdo cuando la mía tenía esa edad. Es terrible, no sabes cómo van a acabar. Pero acaba… ¡luego empeoran! -Janet volvió a reír. Tendrá una hija mayor, pensó Kincaid, que no ha venido de vacaciones con ellos. ¿Estaría en un pensionado, tal vez? Le volvió a llegar la voz de ella-… la mejor escuela, dice Eddie, luego la universidad. No sé cómo vamos a… -Acercaron más las cabezas, más serias ahora, y dejó de oírlas. De todas formas, no quería espiarlas; la conversación no era asunto suyo. Su maldito hábito de policía lo había llevado a espiar.

Las dos mujeres no habían reparado en él, y cuando llegó su té, abrió el libro y se sumergió en los placeres de la lectura sobre Yorkshire.

* * *

Ya no podía demorarse más. Llevaba mucho rato probando bollos y mermelada de fresa, había bebido tanto té que bastaría para empapar un caballo, y era objeto de las miradas de preocupación de la simpática camarera. Pagó la cuenta y retiró el Midget del aparcamiento público, al otro lado de la plaza. Con la capota bajada para aprovechar el sol, emprendió la lenta vuelta a Followdale House.

La casa parecía sumida en el silencio, cerrada a cal y canto. Tras aparcar el coche y encaminarse hacia la puerta, distinguió una figura acurrucada junto a las escaleras.

Angela Frazer no llevaba sus ojos oscuros maquillados, estaban enrojecidos e hinchada la piel alrededor. Hasta el cabello de punta, con reflejos violetas, parecía apagado. Miró a Kincaid sin decir nada. Cuando éste llegó a las escaleras, se sentó a unos pasos de distancia, la saludó y fijó la mirada en el camino, en un silencio que esperó que fuera neutro. Con el rabillo del ojo, la vio jugar con los dedos y las hebras de sus tejanos rotos; sus pies, calzados con unas sucias zapatillas blancas de lona, parecían ridículos de tan pequeños. Al cabo de un rato, con apenas un susurro, preguntó:

– A ti te caía bien, ¿verdad?

– Sí. -Aguardó, poniendo cuidado en no mirarla.

– Dijo que era usted un buen tío. -Ahora hablaba con más claridad, más fuerza-. Muy buen tío. No como los demás.

– ¿Eso dijo? Me alegro.

– A ellos no les importa. A ninguno. Mi padre es un animal, ha dicho: «Un buen fin para un maricón». Todos andan diciendo… -Su voz vaciló y él se atrevió a mirarla de reojo, conteniendo el impulso de tocarla. Ella no lo miró, cruzó los brazos sobre su vientre y hundió los hombros en una postura de erizo-. Andan diciendo que se ha suicidado. Pero yo no me lo creo. Sebastian no lo hubiera hecho.

Se inclinó todavía más y apoyó la cara en las rodillas dobladas.

Dios mío, pensó Kincaid, qué podría decirle a aquella niña que no la hiciera sentir peor. ¿Estaría teniendo en cuenta las implicaciones de sus palabras? ¿Que si Sebastian no se había suicidado, alguien que ella conocía, y posiblemente que apreciaba, lo había matado? Kincaid pensó que no. Probablemente no le habían explicado todo y no podía saber que la muerte de Sebastian no había sido un accidente.

– Bueno -dijo, para ganar tiempo-, no sé nada definitivo todavía. Habrá pruebas que digan exactamente cómo ha muerto Sebastian.

– Nunca había muerto un conocido mío. Aparte de mi abuela, y llevaba mucho tiempo sin verla. -Las palabras de Angela quedaron ahogadas por sus rodillas-. No me dejarán verlo. Mi padre me ha dicho que no sea estúpida. Pero es que no puedo creer que haya muerto. Desaparecido, así, de golpe. Me hubiera gustado despedirme.

– A veces, ayuda ver a la persona muerta. Aceptar que se va. Creo que por eso el féretro en el funeral está abierto, pero cuando arreglan y visten a los muertos les hacen perder todo parecido con la persona que fueron. En cierto modo es peor.

Angela reflexionó.

– Pues no me gustaría ver a Sebastian así, aunque me dejaran. Prefiero recordarlo como era.

– Yo en tu lugar -le dijo Kincaid, despacio-, le haría una despedida personal. Haz algo que sepas que le gustaba. Ve a algún sitio que le gustara, o haz algo que hicierais juntos.

Angela levantó la cabeza, con la expresión iluminada.

– Sí. In memoriam . Se dice así, ¿no? Quizás lo haga.

– Angela -dijo Kincaid, sondeándola con cuidado-, anoche viste a Sebastian, ¿verdad?

– En el cóctel. Cuando me habló de usted. Pero no pudo hablar con usted, estaba muy ocupado con ellos. -Puso el énfasis en la última palabra, y él entendió que la categoría incluía a casi todos los adultos.

– ¿Lo notaste diferente de lo normal?

– ¿Quiere decir deprimido? No. -Angela arrugó la frente en una concentración repentina-. Pero salió unos minutos, y cuando volvió parecía como… excitado. Tenía esa mirada suya, como de gato que se ha comido un canario. Satisfecho consigo mismo. Pero no dijo nada. Cuando le pregunté, me dijo: «A ti qué te importa, pequeñaja», para picarme, como hacía siempre.

– ¿Lo viste después del cóctel?

– No, mi padre me llevó a York, a un restaurante elegante. Pero estaba tan enfadado que fue horrible. Discutimos muchísimo en el camino de vuelta.

– ¿Tu padre volvió a salir?

– No. Bueno, no creo. Me encerré en el baño durante horas, estaba rabiosa. Me acosté en el suelo, y cuando me desperté estaba en la cama, durmiendo.

– ¿Y sobre qué fue esa discusión tan terrible? -Kincaid hizo la pregunta con ligereza, casi en broma, con miedo de estropear la confianza recién adquirida.

– Bueno, sobre mi madre. Sobre mí. No soporta cómo me visto, mi pelo, mi maquillaje. Dijo que anoche en el cóctel de las narices parecía un monigote y que lo avergonzaba. Me alegro. Él también me avergüenza a mí muchas veces, con… -se interrumpió, dejó caer la cabeza y se retorció los dedos, incómoda.

Llegaron voces por la puerta cerrada de roble, a sus espaldas, seguidas por una explosión de risas.

– Ahí viene mi padre. -Angela se incorporó, atenta, como una liebre a punto de escapar-. Más vale que…

– Tranquila. Es mejor que me vaya yo, Angela -le dijo Kincaid, mientras ella se dirigía hacia la puerta, y ella se volvió-. Sebastian le tenía mucho aprecio. Me lo dijo también anoche, antes de la fiesta.

– Ya lo sé. -Le sonrió, y él entendió lo que Sebastian había percibido, astutamente escondido bajo su actitud hosca: una pizca de dulzura-. ¿Puedo llamarle Duncan? Señor Kincaid suena a mayor…

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