Deborah Crombie - Vacaciones trágicas

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Una semana de vacaciones en una lujosa residencia de propiedad compartida, situada en un tranquilo paraje de Yorkshire, es justo lo que le conviene al comisario de Scotland Yard, Duncan Kincaid, agotado por una sobrecarga de trabajo. No obstante, en vez de las actividades relajantes, como excursiones y lectura, que ha programado, justo al día siguiente de haber conocido a todos los huéspedes en un cóctel de presentación encuentra el, cadáver del subdirector del establecimiento flotando en la piscina. No será el único.
¿Qué relación pueden tener con las víctimas del crimen la provocativa directora del centro; o las hermanas solteronas escocesas, o la bella científica, o el diputado dé éxito?
A pesar de la antipatía que le demuestra el ineficaz jefe de policía del lugar, que no soporta la injerencia de Kincaid, éste, con la ayuda de su subordinada, la joven y brillante Gemma James, irá desentrañando las escondidas conexiones entre las víctimas y los sospechosos hasta colocar la última pieza del puzzle en un final sobrecogedor.

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– En Oxford. Es un establecimiento pequeño, en realidad, y Miles vive en el piso más alto de la casa.

– ¿Miles?

– Miles Sterrett. Se llama Clínica Julia Sterrett por su esposa. Era joven cuando la enfermedad la afectó y para él fue terrible. No ha recuperado nunca la salud, y últimamente parece deteriorarse con rapidez. Pequeñas apoplejías, según el médico.

Hannah tomó un sorbo de su copa y Kincaid siguió su mirada: estaba estudiando un grabado de caza junto a la chimenea. Las sombras se movían sobre las formas alargadas de los caballos, recordándole las pinturas rupestres que vio una vez en una cueva.

Ella se bajó las gafas y le sonrió, cambiando de tema.

– ¿Y usted? Penny me ha dicho que trabaja como funcionario.

Kincaid se sintió tentado, pero reaccionó a tiempo:

– Un trabajo anodino. Mucha burocracia.

Se sentía a miles de kilómetros de Scotland Yard, y no le apetecía pinchar la burbuja perfecta de la noche. A paseo las consecuencias.

– No le pega. Tal vez sea un espía.

Kincaid soltó una carcajada.

– No, por Dios, eso sí que sería aburrido, rutina de sabueso.

Hannah frunció el entrecejo y la frente se le llenó de arruguitas; ajustó al milímetro la posición de sus cubiertos.

– Eso me recuerda… lo de la rutina de sabueso, quiero decir. Hace unos seis meses me entraron en casa. Sólo se llevaron el reloj, una cámara barata, algunas joyas. Pero lo registraron todo. Mi escritorio, todos los cajones. Qué sensación más desagradable. Me dio muchísima rabia, y a la vez sentía escalofríos de pensar en alguien registrando mis cosas. Hasta mi ropa interior. Qué estupidez, en realidad -añadió, un tanto avergonzada.

– Es muy normal -dijo Kincaid-, la mayoría de gente se siente furiosa y violada, y tardan mucho en olvidarlo.

Sus palabras tranquilizadoras sonaron profesionales, nacidas de la experiencia. Al principio de su carrera se había encargado de casos de robo, y había compartido la desesperación de quienes solían tomar peor la invasión de su intimidad que la pérdida de sus posesiones. Hannah lo miró con interés, con mirada interrogante.

Cuidado, pensó. Decididamente, el doble juego no le iba bien. Era preciso un prudente cambio de tema para seguir con la cena, si es que conseguía no volver a meter la pata.

– Parece como si la camarera quisiera barrernos. ¿Nos vamos?

* * *

Se encontraron uno ante el otro, apurados, en el patio de Followdale House, entre el nuevo Citroën de Hannah y el Midget. La comparación hizo que Kincaid se sintiera en el deber de justificar a su viejo amigo.

– Me gusta -dijo, con sorna-. La vejez y la belleza van parejas.

Hannah soltó una carcajada y todo el apuro que había entre ellos se deshizo.

– Y en este caso, toda la belleza está en el ojo que mira.

La noche era especialmente cálida y brumosa para septiembre, el aire era suave. Kincaid no tenía ganas de que el encuentro terminara.

– ¿Damos una vuelta por el jardín antes de entrar?

– Muy bien -contestó Hannah, y echaron a andar, unidos por un compañerismo silencioso. La luz del jardín era difusa y no proyectaba sombras, y los leones de piedra blanca de los parapetos les lanzaban destellos inquietantes a través de la niebla. Sutton Bank se alzaba ante ellos, una masa oscura recortada contra el cielo. Se detuvieron al final del camino y miraron hacia atrás, a la casa. Las ventanas del primer piso brillaban amarillas, y una luz parpadeó en la suite de la planta baja tan brevemente que Kincaid pensó que había sido un efecto óptico.

– ¿Sabía que somos vecinos? Habrá que ver quién tiene la mejor vista. Cassie me aseguró que yo tenía la mejor de la casa.

– A mí me dijo lo mismo -dijo Hannah-. Me tendrá que recitar poesías desde su balcón a medianoche. -Soltó una carcajada, luego estiró los brazos por encima de su cabeza y giró sobre sus talones, en un extraño gesto de abandono-. He pasado una noche estupenda. No las tenía todas conmigo con estas vacaciones, pensé que podía ser… una mala idea. No sé explicarlo… es tan complicado. Pero de repente me siento como si todo fuera a ir bien. Tiene usted una influencia positiva sobre mí.

– No sé si es un cumplido -respondió él con una sonrisa simpática, pero se preguntó qué o quién estaba detrás de aquella explosión de alegría, pues no le pareció que se debiera exclusivamente a él.

* * *

Lo despertó el canto de los pájaros. El sonido entraba por la puerta cristalera abierta, y un haz de luz subía y bajaba por el aire inmóvil. Kincaid se giró y se puso un almohadón encima de la cabeza, luego se desperezó y miró el reloj: las siete.

Se había quedado profundamente dormido en el sofá con la lámpara encendida y el libro abierto sobre el pecho, tras acompañar a Hannah hasta su puerta y darle las buenas noches. Se sentía sorprendentemente descansado después de aquella noche poco ortodoxa. Tenía tiempo de ir a nadar y darse una ducha antes del desayuno, y luego el día prometía ser ideal para ir a conocer los valles de Yorkshire. Dejó su ropa arrugada en un montón encima de la cama, se puso el bañador y el albornoz y salió de su habitación descalzo.

La casa estaba sumida en la calma y el silencio. No olía a café ni a bacon, no se oían rumores de conversaciones detrás de las puertas. Se detuvo por un instante en el vestíbulo, deleitándose en la paz de la mañana y su renovada sensación de bienestar físico.

Abrió la puerta del balcón. Tal vez tendría toda la piscina…

De pronto, sonó desde abajo un aullido agudo y penetrante. Un animal angustiado, un cachorro de perro o de gato, fue su primera idea, momentánea, pues enseguida se dio cuenta de que era un grito humano de terror. Se precipitó escaleras abajo e irrumpió por la puerta.

Los dos niños estaban abrazados en las escaleras, a la entrada, a pocos pasos del jacuzzi de la piscina.

El cuerpo desnudo de Sebastian Wade se mecía contra el borde, al ritmo ininterrumpido de los remolinos de agua.

4

Sebastian flotaba boca abajo, tenía la piel cenicienta y el pelo rubio ondeaba como una anémona en una ilusoria vivacidad. A pesar de la primera impresión de Kincaid, llevaba un bañador estampado con flores tropicales.

Había un grueso cable eléctrico enroscado en torno al balcón del primer piso que se hundía en las agitadas aguas. Kincaid empujó a los niños, que se habían quedado mudos, a través de las puertas. Tenían expresiones conmocionadas y, como no recordó sus nombres, se agachó delante de ellos y les dijo con suavidad:

– Quedaos aquí. No podéis tocar el agua. ¿Habéis entendido?

Los niños asintieron solemnemente y Kincaid los dejó para subir los escalones de tres en tres hasta el balcón.

El cable se extendía por la barandilla desde el enchufe cercano a la puerta del fondo. Kincaid aferró la clavija con un pliegue del albornoz y la soltó, luego aseguró el cable enrollándolo a uno de los barrotes del balcón. Se detuvo un instante a tranquilizar a los niños y volvió a la piscina, se quitó el albornoz e inició la incómoda tarea de sacar el cuerpo del agua.

La piel de Sebastian estaba fláccida y reblandecida. Todavía sorprendía a Kincaid, a pesar de su larga experiencia con cadáveres, que algo tan intangible como la presencia de vida pudiera experimentarse tan claramente al contacto con la piel. El cuerpo de Sebastian, sin embargo, al contrario que la mayoría, estaba caliente, más caliente incluso que el suyo, con la carne viscosa y resbaladiza.

Kincaid logró por fin sacarlo de la piscina agarrándolo por las axilas, y Sebastian cayó sobre el borde del ladrillo con un leve rebote. Kincaid le dio la vuelta en busca de señales vitales, aunque la rápida alteración del cuerpo en agua caliente convertía su acción en inútil.

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