La valla proseguía hasta que se doblaba sobre sí misma en un cruce sin indicación. Un camino asfaltado subía por la colina en la dirección desde donde había llegado él, y un gastado letrero le informó de que había llegado a la puerta para visitantes del Farrington Center para la Salud Mental. Siguió el camino entre los árboles y detuvo el Midget en un pequeño aparcamiento vacío. Delante de él se extendía un enorme conjunto de edificios victorianos de mampostería roja. El lugar tenía un aspecto casi tangible de descuido y decadencia. Las ventanas cubiertas con paneles de aglomerado daban a los edificios un aspecto de abandono, y los campos estaban invadidos por la vegetación. Aparte del complejo de edificios, había una capilla construida con el mismo ladrillo rojizo, pero con las ventanas rotas y la puerta colgaba de las bisagras.
Kincaid cerró el coche y se encaminó hacia la única señal de vida, en un pequeño anexo de madera y yeso adosado a la fachada del edificio más cercano. Abrió las dobles puertas de cristal y se encontró en un vestíbulo con suelo de linóleo. Había puertas a lo largo de un pasillo y pudo oír el suave sonido de un teclado eléctrico y alguna que otra voz.
Una mujer joven salió corriendo de la primera puerta a la izquierda con un fajo de papeles en la mano. Al verlo se detuvo, con expresión de sobresalto. Por lo visto, Farrington Center no recibía visitas con mucha frecuencia.
– ¿Qué desea?
Él le mostró la identificación y sonrió.
– Soy Duncan Kincaid. Me gustaría ver a un paciente, Timothy Franklin.
– ¿A Tim? -pareció todavía más anonadada que antes-. ¿Y quién puede querer ver a Tim? -preguntó, luego se recompuso. Sacudió la cabeza y dijo-: Perdone. Soy Melanie Abbot. El director no está en las instalaciones hoy, pero yo soy su ayudante particular.
Daba una imagen segura y capaz, vestida con jersey marrón y pantalones anchos, y el cabello castaño a la altura de la barbilla enmarcando un rostro redondo y alegre.
– ¿Cómo es que desea ver a Tim, si puedo preguntarlo? No lo intranquilizará, ¿verdad?
– Es una investigación rutinaria sobre una persona que conoció hace mucho tiempo. -Kincaid hizo un gesto a su alrededor-. ¿Qué ha ocurrido en este lugar? Parece que acabe de sufrir un bombardeo.
– Nada tan drástico. La política del condado ha cambiado en los últimos años. La mayoría de pacientes han sido despachados, por decirlo así: unos a casas particulares, otros a clínicas, otros viven independientemente bajo vigilancia -dijo con sinceridad, sin reparar en la contradicción que entrañaban los últimos términos-. Los ayudamos a que se vuelvan autosuficientes, miembros integrados en la comunidad. Este lugar -repitió el gesto circular de Kincaid- ahora sirve casi sólo para tareas administrativas.
– ¿Pero todavía tienen algunos pacientes?
– Sí -dijo Melanie Abbot mientras abrazaba los olvidados papeles contra el pecho con un solo brazo. Kincaid percibió cierta desgana en su respuesta, como si sus esperanzas hubieran fracasado de alguna forma-. Hay unos cuantos que no se pueden llevar a ningún sitio, por varios motivos.
– ¿Como Timothy Franklin?
Ella asintió y explicó:
– En la última década el tratamiento de la esquizofrenia ha hecho grandes progresos, pero Tim es uno de esos raros esquizofrénicos que no reacciona a la medicación. -Bajó la vista hasta los papeles que seguía ciñendo contra el pecho y consultó su reloj-. Mire, yo tengo que mandar un fax. Le mostraré la sala de los pacientes y llamaré a una enfermera para que le traiga a Tim.
***
El suelo del salón de los pacientes estaba cubierto de un linóleo todavía más manchado y amarillento que el del pasillo del anexo. Había unas sillas de respaldo recto, con agrietados almohadones de vinilo naranja, dispuestas contra la pared de cualquier manera. Imágenes borrosas parpadeaban en la pantalla de un televisor en un rincón y un ficus caía desanimado en el otro. Aparcada en una silla de ruedas frente al televisor, había una mujer vestida con una bata verde de hospital y zapatillas. Tenía la cabeza ladeada, como un barco que se hunde, y babeaba por la comisura de la boca abierta.
La puerta se abrió y entró un hombre seguido por una enfermera uniformada de blanco.
– Éste es el señor que quiere verte, Timmy. -Y añadió mientras se dirigía a Kincaid con viveza-. Hoy tiene un buen día. Estaré en el pasillo, por si me necesita.
Kincaid sabía que el hombre que lo estaba mirando tan plácidamente tendría unos cincuenta años, pero por su belleza física daba la impresión de un hombre mucho más joven. El cabello oscuro de Timothy Franklin no tenía ni una cana, y la piel en torno a sus oscuros ojos no tenía arrugas. Era de la altura y de la constitución de Kincaid, pero la holgura del cárdigan y de los pantalones de pana le hicieron pensar que debía de haber perdido peso recientemente.
– Hola, Tim. -Kincaid le tendió la mano-. Me llamo Duncan Kincaid.
– Hola.
Tim dejó que le cogiera la mano, pero no le devolvió la presión, y su tono, aunque no era hostil, no mostraba ningún interés.
– ¿Nos sentamos?
En lugar de responder, Tim arrastró los pies hasta la silla naranja más cercana y se sentó y apoyó las manos en los reposa-brazos de madera rayada.
Kincaid acercó una silla para sentarse enfrente y volvió a intentarlo.
– ¿Te importa que te llame Tim?
Un parpadeo y, tras una larga pausa, dijo:
– Timmy.
– Muy bien, Timmy. -Kincaid maldijo el falso tono cordial de su voz-. Quiero preguntarte por una persona que conociste hace mucho tiempo.
Los ojos de Timmy habían vagado hasta la televisión insonora.
– Timmy -volvió a decir Kincaid, todo lo normal que pudo-. ¿Te acuerdas de Jasmine?
Los ojos oscuros dejaron la televisión y se centraron en Kincaid, luego su rostro se iluminó con una sonrisa y lo transformó.
– ¡Claro que me acuerdo de Jasmine!
Pasaron unos segundos antes de que Kincaid cayera en la cuenta de que las preguntas de rigor: «¿Cómo está?», «¿cómo le va?», no iban a tener lugar.
– Erais amigos, ¿verdad? -preguntó mientras lamentaba no tener más conocimientos sobre cómo afectaba el trastorno mental de Tim Franklin sus procesos de pensamiento. ¿Estaría intacta su memoria?
– Somos colegas, Jasmine y yo.
– Salíais juntos por el pueblo, ¿verdad?
Tim asintió y su mirada volvió hacia la televisión.
Kincaid probó una táctica un poco más agresiva.
– Pero tu madre y la tía de Jasmine, May, no querían que fuerais amigos. Querían impedir que estuvierais juntos, ¿verdad?
Tim no reaccionó y Kincaid hizo una mueca de frustración.
– ¿Recuerdas cuando Jasmine se marchó, Tim? ¿Eso te entristeció?
Aunque los ojos de Tim permanecieron fijos en la tele, una de las manos que había abandonado en el reposabrazos se crispó convulsivamente. Se puso a murmurar por lo bajo.
– Pelo bonito. Pelo bonito. Pelo bonito.
La mujer de la silla de ruedas gimió. Kincaid se giró sobresaltado. Había olvidado su presencia, como si hubiera sido un mueble. Volvió a gemir más alto y a Kincaid se le erizaron los pelos de la nuca. Aquel sonido contenía un dolor primitivo, más animal que humano.
Tim Franklin se puso a sacudir la cabeza, aunque sus ojos no se apartaron de la televisión. El movimiento adelante y atrás se aceleró, se agitó, y los gemidos de la mujer aumentaron en frecuencia.
Kincaid se puso en pie.
– ¡Tim, Timmy!
– No, no, no, no, no -decía Timmy, sin dejar de mover la cabeza y dando puñetazos en los reposabrazos.
Kincaid temió que la situación se le fuera completamente de control, así que corrió a la puerta y llamó por el pasillo.
Читать дальше