Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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Entró en el dormitorio. Los caftanes sedosos de Jasmine rozaron sus dedos mientras tanteaban el fondo del armario. A un lado pendían los trajes de chaqueta y los vestidos, con los hombros cubiertos por una película de polvo, como también lo tenían las modernas zapatillas alineadas en el suelo del armario.

Al no encontrar nada, se sentó en el taburete frente al tocador y se miró reflejado en el espejo. La luz de la lámpara situada en el lado derecho de la mesa proyectaba sombras que formaban planos y ángulos extraños en su rostro y dejaban sus ojos a oscuras. Parpadeó y se apartó el cabello de la frente con los dedos, luego abrió el cajón de en medio. Los cosméticos femeninos nunca habían dejado de asombrarlo. Incluso las mujeres como Jasmine, que en todas las demás cosas era relativamente metódica, parecían incapaces de hacer algo más que confinar el desorden a una zona específica. Y nunca tiraban los recipientes usados. El cajón de Jasmine no era ninguna excepción. Botes medio vacíos de sombras de ojo, colorete, pintalabios usados hasta el tubo de metal, cepillos y esponjitas, todo recubierto con un fino polvillo de maquillaje. Inhaló. Le llegó una fragancia que asociaba con Jasmine: exótica y floral, con una punta de almizcle que casi le recordaba el incienso.

Estaba levantando la ropa interior y los camisones del fondo del cajón cuando su mano topó con algo duro. Se le aceleró el pulso y luego se calmó al sacar el objeto y darse cuenta de que no era un diario sino una fotografía enmarcada. Le dio la vuelta con curiosidad.

La reconoció al instante. Cuando pasó por Briantspuddle el día anterior y se imaginó a la Jasmine de veinte años saliendo a la puerta de su casa, la había visto exactamente así: el cabello largo y oscuro, la suave piel aceitunada y el óvalo delicado de su rostro. Tenía una expresión serena, seria a pesar de un esbozo de sonrisa en las comisuras de los labios y en los ojos oscuros que lo miraban directamente.

Con cuidado, puso la foto sobre el tocador, el rostro de Jasmine al lado de su imagen en el espejo. Gemma había registrado aquella habitación a fondo, tenía que haber encontrado la foto. Se preguntó por un instante por qué no se la había enseñado.

Acabó con el tocador y la cómoda, miró debajo de la cama y en el cajón de la mesilla, pero no encontró nada más.

Al volver al salón encontró a Sid enroscado sobre la colcha multicolor de la cama de hospital. Había visto muchas veces el gato en el mismo sitio, hecho una sólida bola negra contra la cadera o el muslo de Jasmine.

Kincaid se sentó en el borde de la cama y apretó el botón que levantaba la cabecera y se reclinó sobre la almohada. Sintió de repente un intenso dolor en el pecho. Cerró los ojos con fuerza y enterró los dedos en el pelo espeso de Sid.

19

Meg recogió el resguardo del equipaje que le tendía el dependiente y lo guardó en el bolso. Dieciocho meses de su vida contenidos en una vieja maleta de cuero y un petate, ahora a buen recaudo en la consigna de equipajes de la estación de ferrocarril. Le había sorprendido lo amplia y desnuda que se veía la habitación sin sus pertenencias.

De camino a la estación había tenido la gran satisfacción de enviar una carta a la oficina de Planificación presentando su dimisión, pero decirle a su casera que se marchaba no había sido como esperaba. De hecho, por la cara adiposa de la señora Wilson cruzó una expresión que a Meg le pareció casi de pesar.

– Me alegro de no volver a ver a ese Roger, eso no te lo niego. Acuérdate de lo que te digo, chica, estarás mejor sin él.

Meg había llegado a la misma conclusión hacía algún tiempo, pero hacer algo al respecto era otra cosa. Había pasado la noche despierta en su estrecha cama, pensando, planificando, atreviéndose a imaginar un futuro en el que ella controlara su propio destino.

Por la mañana había tomado una decisión, pero necesitaba encontrar el valor para llevarla a cabo. Sabía que no podía enfrentarse a Roger a solas, pero tenía que hacerle frente de todas formas. Así que hizo un pacto consigo misma y quemó todos los puentes para asegurarse de que no hubiera marcha atrás.

En la estación tomó el autobús hasta la rotonda de Shepherd's Bush y fue caminando dos manzanas hasta El Ángel Azul. El colega de Roger, Jimmy, trabajaba en un garaje cercano, y Roger iba a menudo los sábados a almorzar al pub. Confiaba en que el orgullo de él delante de sus compañeros le impediría seguirla cuando hubiese acabado lo que tenía que decirle.

Con todo, vaciló delante de la puerta del pub: tenía un nudo en el estómago y la respiración acelerada. Dos hombres abrieron la puerta y casi la derribaron. Meg dio un paso atrás, se pasó los dedos por el cabello y abrió la puerta.

El aire estaba cargado de humo y el nivel del ruido era muy alto. Tomó fuerzas ante el hervidero de gente y se puso de puntillas para buscar entre las mesas. Primero vio a Jimmy, luego a Matt con su vaporoso cabello rubio y el bigote caído, luego a Roger, de espaldas a ella. La muchedumbre no se separó como el Mar Rojo cuando ella se abrió paso por el local. Casi se echó a reír ante la analogía bíblica que cruzó por su cabeza, extrañada ante la sensación de regocijo que la invadía. Matt la vio antes de que llegara a la mesa y dijo con su tono burlón:

– ¡Oye, Roger!, viene tu chavala a buscarte.

Por una vez, a Meg no le molestó. Jimmy le sonrió -no era mal chico-, y Roger se volvió para mirarla, inexpresivo.

– Roger, ¿podemos hablar?

Su voz fue más firme de lo que esperaba.

– Pues habla.

Ella miró a Jimmy y a Matt.

– Quiero decir a solas.

Roger puso los ojos en blanco, exasperado. No había mesas libres, y todos los bancos y taburetes estaban cubiertos de cuerpos. Roger miró a sus amigos e inclinó la cabeza hacia el bar.

– ¿Traéis otra, muchachos?

Se fueron, Jimmy de mejor talante que Matt, y Meg se abrió paso entre una mujer gruesa y la mesa de al lado y se sentó en el banco que habían dejado libre.

Roger empezó antes de que ella pudiera tomar aliento, apartando su cerveza para inclinarse sobre la mesa y bisbisearle:

– ¿Qué pretendes? ¿Dejarme como un imbécil delante de mis colegas, estúpida bru…?

– Roger, me voy. Me…

– Así lo espero. Y que no se te ocurra…

– Roger, quiero decir que hemos terminado. Tú y yo. Me he despedido en el trabajo. He dejado la habitación. He escrito al comisario Kincaid para decirle dónde estoy. Me estoy despidiendo.

Por primera vez, que ella recordara, lo había dejado sin palabras. No hundido en un silencio deliberado, sino boquiabierto, mudo.

Por fin cerró la boca, volvió a abrirla y dijo:

– ¿Cómo que te vas? No puedes.

Meg empezó a temblar, pero se aferró a la sensación de fuerza que la había invadido.

– Sí que puedo.

– ¿Y el dinero? -dijo él, inclinándose hacia delante y bajando la voz-. Habíamos quedado…

Meg no se molestó en bajar el volumen.

– Yo no he quedado en nada. Y no verás ni un penique. Tú la querías muerta. ¿Te aseguraste de ello, Roger? No sé lo que hiciste, pero voy a dejar de encubrirte.

Él abrió los ojos, atónito.

– Me vas a delatar, ¿verdad? Bruja, te… -se interrumpió, tomó aire y cerró los ojos, y cuando los abrió había recuperado el control-. Piénsalo, Meg. Piensa en lo mucho que me echarás de menos.

Levantó una mano y le pasó un dedo por la mejilla.

Ella movió bruscamente la cabeza hacia atrás y apartó la cara.

– Así están las cosas, entonces -dijo, con todo su veneno-. Corre a casa de papá y mamá. No tienes ningún otro sitio donde ir. Trabaja en el garaje de tu padre, deja que todos los viejos obscenos que entren te toquen el trasero, cámbiales los pañales sucios a los críos de tu hermana. Adelante. Y cuéntale a tu querido comisario lo que quieras porque no van a colgarme la culpa de nada-. La sonrisa de Roger no tenía nada de agradable-. Te gusta el comisario, ¿eh? He visto cómo lo miras. Pues está muy lejos de tus posibilidades, eres más estúpida de lo que creía.

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