– Vamos a ver qué estuvo haciendo Theo Dent el jueves por la noche.
Unas campanillas sonaron en la trastienda cuando Gemma y Kincaid entraron en Bagatelas y cerraron la puerta tras ellos. El letrero de «Cerrado» colgado en el interior de la puerta se balanceó rítmicamente, como contrapunto al sonido de las campanillas que se extinguía.
Les costó un momento que sus ojos se adaptaran después del cegador sol del exterior.
– Parece que tenemos la tienda para nosotros solos -dijo Kincaid bajito, a la vez que miraba a su alrededor-. No vende mucho un domingo por la tarde.
– Hace demasiado buen tiempo -sugirió Gemma. La tienda parecía increíblemente cálida y cargada. Haces de luz entraban de forma sesgada por las ventanas sin cortinas, iluminando objetos polvorientos. Gemma se volvió y revisó estantes y mesas atestadas, entre otras cosas, de cerámica china desaparejada, objetos de bronce, cuadros de caza descoloridos, y una caja de cristal llena de botones antiguos.
– Todo esto necesita un día de lluvia para entrar a verlo -dijo, al tiempo que llevaba hacia el trasluz una mantequillera de porcelana decorada con sauces y entornaba los ojos-. ¡Vaya!, está agrietada, ¡qué pena!
Oyeron unos rápidos pasos por las escaleras y la puerta de la trastienda se abrió de golpe.
– Lo siento, estaba acabando de… -Theo Dent se detuvo en seco mientras se subía las gafas por el puente de la nariz y miraba anonadado a Kincaid-. ¿Señor Kincaid? No le había reconocido… No me esperaba…
– Hola, Theo, no quería darte un susto. Tenía que haber llamado antes, pero hacía un buen día para dar un paseo.
Bobadas, pensó Gemma, al escuchar las desvaídas explicaciones de Kincaid. Lo conocía lo bastante para saber que su intención era pillar a Theo desprevenido. Aquello podía ser una curiosidad extraoficial, pero la técnica de trabajo de Kincaid estaba en marcha.
Kincaid presentó a Gemma y dejó nuevamente su relación abierta a cualquier interpretación, y Theo le estrechó la mano. Gemma lo observó: era un hombre menudo de cabeza ovalada y una mata de cabello rizado de color castaño mezclado con gris, con unas gafas redondas de marco dorado que le daban un aspecto pasado de moda. Tenía las manos pequeñas y más suaves que las suyas.
– Encantada. Tiene cosas preciosas.
Gemma hizo un gesto por la estancia y cogió el primer objeto que le vino a la mano, una porcelana en forma de colmena.
– ¿De verdad le gustan? -Theo parecía extremamente complacido. Le dirigió a Gemma una sonrisa radiante, que mostraba unos dientes pequeños, uniformes y blancos-. ¿Le gustan los tarros de miel? Mire, mire éste. -Cogió de un estante otra porcelana, una casita con el tejado de paja-. Y éste. -Ahora era una porcelana blanca, decorada con ratoncitos asomados a unas zarzas-. ¿Sabía que los egipcios creían que la miel venía de las lágrimas de Ra, el dios del sol? Ningún faraón era enterrado sin un tarro de miel sellado…
– Theo -Kincaid interrumpió su monólogo entusiasta-, ¿dónde podríamos hablar?
– ¿Hablar? -Theo pareció desconcertado. Miró con esperanza a su alrededor, pero al no ver sillas, dijo-: Ah, claro, podríamos subir. -Se volvió y los guió mientras les dirigía miradas de preocupación por encima del hombro-. Está poco… Espero que no les importe.
Al parecer, el piso de arriba servía como vivienda y como oficina a la vez, y la oficina consistía en una mesa muy estropeada cubierta con trozos de papel y un viejo teléfono de baquelita. Como vivienda no era mucho mejor, en opinión de Gemma: una cama plegable hecha con prisas, y un sillón de cuero eran todo el mobiliario; los dos bien dispuestos delante de un televisor de color y un videocassette. Una cortina tapaba lo que supuso Gemma que serían el baño y la cocina.
– El almuerzo -dijo Theo en tono de disculpa al tiempo que recogía un plato con cortezas de pan y un sobre de sopa instantánea y los dejaba detrás de la cortina. Indicó a Kincaid el sillón de cuero y desplazó la silla del escritorio para Gemma. Eso lo dejó torpemente de pie, hasta que vio un cajón de embalar vacío, lo volcó y lo usó como taburete improvisado. Perdió algo de su inquieta actitud y sonrió, autodestructivo.
– No recibo muchas visitas, como comprenderán. Habría limpiado un poco la casa para Jasmine, si hubiera venido. -Theo respiró hondo-. Bueno, Duncan, ¿por qué querías verme? No habrás traído a esta señora tan guapa para que vea mis colecciones.
Señaló a Gemma cuando hablaba, y ella volvió a tener la impresión de que usaba un tono un poco anticuado.
– Me han llegado los resultados de la autopsia de tu hermana, Theo. Murió por una sobredosis de morfina. -Kincaid habló suavemente, sin énfasis.
La vista de Theo se extravió, y se quedó tan quieto que Gemma miró a Kincaid interrogante, pero al instante suspiró y dijo:
– Gracias, es lo que había estado esperando desde que hablaste conmigo el viernes. Has sido muy amable viniendo hasta aquí para contármelo.
Gemma, que sabía que la amabilidad no había sido el móvil de Kincaid, lo vio sonrojarse ligeramente.
– Theo…
– Fue la sorpresa lo que me dejó tan mal. Ahora he tenido un poco de tiempo para hacerme a la idea, y me doy cuenta de que sería muy propio de Jasmine, pero lo que no entiendo todavía -Theo miró a Kincaid y luego a Gemma, para incluirla en la pregunta- es por qué me pidió que la llamara y la fuera a ver hoy.
– Theo -insistió Kincaid-, hay otra posibilidad. El juez de instrucción probablemente dará un veredicto de suicidio, a no ser que aportemos pruebas de lo contrario.
– ¿De lo contrario? ¿Qué quieres decir con lo contrario? -Theo juntó las cejas sobre el marco dorado de las gafas.
Kincaid se sentó y se inclinó hacia Theo mientras le hablaba con más prisas ahora.
– La morfina pudo dársela otra persona. Tal vez Jasmine le dijo a Margaret la verdad, que había cambiado de idea con respecto al suicidio, y tal vez a alguien no le gustara esa decisión.
– ¿No hablarás en serio? -Theo escrutó en la expresión de Kincaid algún indicio de broma, pero como no lo encontró se volvió hacia Gemma en busca de confirmación. Ella asintió.
– Sí, habla en serio.
– ¿Pero, por qué? -La voz de Theo se alzó hasta convertirse en un chillido-. ¿Por qué iba a querer nadie matar a Jasmine? ¡Se estaba muriendo, Dios mío! Tú mismo dijiste que sólo le quedaban unos meses. -Respiró y se subió las gafas por el puente de la nariz y luego apuntó un dedo acusador hacia Kincaid-. ¿Y cómo iba a darle alguien tanta morfina sin que ella lo supiera?
Un buen punto de vista, pensó Gemma, y a Kincaid no se le ha ocurrido.
– No lo sé, Theo. Yo he supuesto que fue alguien que ella conocía. En cuanto al por qué -el tono de Kincaid se volvió menos conciliador-, alguien podría tener prisa por algún motivo. ¿Qué sabes de la herencia de Jasmine?
– ¿La herencia? -Theo puso cara de incomprensión.
– Vamos, hombre, que no hay por qué sorprenderse tanto. -Kincaid se levantó y caminó por el cuartito-. Alguna idea tendrás de cómo iba a disponer Jasmine de su propiedad. Me contó que había hecho algunas buenas inversiones desde hacía algunos años, y el valor del piso es alto. ¿Será todo para ti?
– No lo sé. -Theo levantó la vista hacia Kincaid, y a Gemma le dio la impresión de que se había encogido ante sus ojos-. Pagó lo que quedaba de la hipoteca de aquí. Yo estaba sin blanca, en un momento difícil. -Se volvió hacia Gemma en busca de comprensión-. Es que algunas cosas no habían salido bien. Nunca había llegado a pensar lo que pasaría si ella muriera.
Kincaid arqueó las cejas, incrédulo, y abrió la boca para protestar, pero cambió de táctica.
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