– ¿Una nota de suicidio?
– No necesariamente… si es que quería que se pensase que se trataba de muerte natural, pero Exit recomienda una declaración de intenciones detallada, firmada y fechada, por si se pone en cuestión la muerte. No estamos hablando de una nota con un «ya no aguanto más». Jasmine no dejó ni un hilo que yo haya podido seguir.
Childs suspiró y se balanceó suavemente en la silla, adelante y atrás.
– ¿Y no te encaja con su carácter? Cuando una persona está enferma no siempre actúa…
– No es el primero que me lo dice, pero dudo haber encontrado nunca a nadie tan racional como Jasmine, y sin duda el suicidio puede ser una decisión racional para un enfermo terminal.
– ¿Has hablado con su abogado? Puede que le haya dejado los documentos de descargo.
– Es lo primero que haré -dijo Kincaid, aliviado con el giro de la entrevista. Sabía que su jefe no abandonaba fácilmente un problema una vez había empezado a preocuparse por él.
– Te daré una autorización para acceder a los archivos del abogado. ¿Queda algo para los muchachos forenses?
Kincaid soltó una carcajada.
– Sería un milagro que quedase nada: el lugar está limpio. Hay un par de viales de morfina en la nevera, pero es improbable que falte la suficiente para dar cuenta de la muerte de Jasmine. Los traeré, pero dudo mucho de que encontremos huellas a las que no hubieran tenido acceso ya. Si ha sido un asesinato, se ha hecho con mucho cuidado. -Se mordió el pulgar mientras pensaba-. Si Jasmine se mató, ¿qué hizo con el vial vacío de morfina? Lo he registrado todo escrupulosamente.
Childs echó la silla hacia delante para aplastar la colilla.
– Te puedo dar unos días, si no hay nada más urgente. Esta mañana pongo a Sullivan, nos debe un dolor de cabeza.
La sonrisa perversa, pero benigna que acompañó este último comentario alegró a Kincaid de no estar en la piel de Bill Sullivan.
– ¿Y Gemma? -preguntó Kincaid.
– La última vez que se la asigné a Sullivan casi me dio un ataque. Dos pelirrojos no hacen equipo; al menos, esos dos. Puedes quedártela un par de días, si ella quiere… y que conste que no puedo darte más tiempo.
– Bien -dijo Kincaid mientras se levantaba para salir. -Gracias, jefe.
***
Kincaid encontró a Gemma esperándolo en su despacho, acomodada en la silla del escritorio. Cuando hizo ademán de levantarse, él le hizo un gesto negativo y se sentó en el borde de la maltratada mesa. La decoración de su despacho nunca había pasado de funcional, nunca conseguía que Scotland Yard le asignara más que estanterías.
Todo el espacio libre del minúsculo despacho encerraba libros. El cementerio de libros de mi madre, pensó Kincaid mientras repasaba los volúmenes apiñados en los estantes sin orden ni concierto. Eran volúmenes que le llegaban regularmente de la oficina de correos de Cheshire, siempre algo con que «acababa de dar» en la tienda: desde manuales de fontanería hasta ciencia-ficción rusa, todo el espectro de los entusiasmos de su madre. En aquella batalla por su educación continua, Kincaid veía la decepción de su madre ante su negativa a ir a la universidad, y nunca se resolvía a devolver o a dar los libros, y aunque se burlaba de su madre por sus obsesiones, resultaba imposible crecer entre libros, como él, y no quererlos.
Gemma cerró la carpeta que había estado examinando y se la tendió a Kincaid.
– El informe de la autopsia de Jasmine. No hay pruebas de pinchazos, la morfina debió suministrarse a través del catéter.
– No es de extrañar.
– He ido a ver al juez de instrucción. Han fijado la vista para el miércoles.
Gemma se levantó y sacudió algunas migas del libro de expedientes, luego cogió un tazón de café con restos de pintalabios en el borde. Había cambiado su traje de chaqueta habitual por un largo cárdigan de color azul marino y una falda estampada de una tela suave.
– Esta mañana te has puesto las pilas, ¿eh? -Kincaid le sonrió-. ¿Es ya el segundo desayuno?
Gemma hizo caso omiso.
– He oído que ibas directo a ver al jefe, ¿qué te ha dicho?
Kincaid se puso serio.
– Tenemos un par de días, a no ser que llegue algo con lo que no pueda Sullivan; lo demás le toca todo a él. -Dio la vuelta al escritorio y tomó la silla que Gemma había dejado libre, se apoyó en el respaldo y se puso a contar con los dedos-: lo primero, el abogado de Jasmine; ya voy yo. Me gustaría que tú pasaras por la oficina de Planificación donde trabajaban Meg y Jasmine y vieras a Meg. Averigua lo que le dijo Jasmine sobre la legalidad del suicidio asistido; luego, entrevista a alguien que te parezca adecuado, pero antes quiero que localices al encantador Roger Leveson-Gower. A ver qué le sacas. -Sonrió ante la idea de oponer el genio de Gemma contra los sarcasmos socarrones de Leveson-Gower. Kincaid añadió-: A lo mejor a ti te dice dónde estuvo la noche del jueves, a mí seguro que no me lo dice.
***
Kincaid encontró la dirección de Bayswater, un apartamento en la planta baja de una casa que en otro tiempo fue residencial, sin muchas dificultades. Para su sorpresa, la placa de latón sólo decía: «Antony Thomas, abogado». Sin saber por qué, esperaba una larga lista de nombres altisonantes.
La recepcionista tomó el nombre de Kincaid y abrió sus oscuros ojos como platos cuando vio su carné. Es muy jovencita y muy guapa, probablemente pakistaní, pensó Kincaid. Lo miraba nerviosa de vez en cuando, mientras él esperaba pacientemente en la silla de duro respaldo. Cuando el interfono zumbó, lo hizo pasar al despacho con evidente alivio.
– ¿En qué puedo ayudarle, comisario? -Antony Thomas saludó a Kincaid con una sonrisa y un apretón de manos-. Pero siéntese, aunque si se trata de un asunto policial, no sé si podré hacer nada…
Kincaid se sentó en la poltrona situada cómodamente frente al escritorio y observó a Thomas. Otro prejuicio desbaratado; sin saber por qué, esperaba que el abogado de Jasmine fuera un viejo escribano de la familia, pero Antony Thomas era esbelto, de mediana edad, con una oscura franja de cabello en torno a la calva brillante y un deje galés en la voz.
– No se trata de un asunto del todo oficial, señor Thomas -explicó Kincaid, y le contó las circunstancias de la muerte de Jasmine Dent.
Thomas escuchó el relato en silencio, y cuando Kincaid acabó, permaneció un rato en silencio mientras tiraba de la barbilla con el pulgar y el índice. Cuando habló, lo hizo con voz suave y el deje más acentuado.
– Siento mucho oír eso, señor Kincaid. Yo conocía su situación, desde luego, pero uno nunca está lo bastante preparado. ¿Hace mucho que conocía usted a Jasmine?
La pregunta sorprendió a Kincaid.
– No mucho, desde que la enfermedad la obligó a dejar el trabajo.
Thomas suspiró y bajó la vista al tiempo que ordenaba los lápices del escritorio.
– Yo la conocía desde hacía mucho tiempo, señor Kincaid, más de veinte años. Mi despacho estaba en la misma calle que el contable para el que ella trabajaba entonces. Jasmine siempre tuvo buena cabeza para los números. La primera vez vino a verme por el acuerdo de la herencia de su tía. ¡Qué encanto de chica era entonces!, debió usted verla. -Levantó la cabeza y miró a los ojos a Kincaid-. Yo ya estaba casado, tenía dos hijos pequeños. -Se pasó una mano por la calva-. Y pelo, si puede creerlo, pero reconozco que sentí una fuerte atracción. No quiero darle una mala impresión; estoy seguro de que la fantasía fue sólo por mi parte. Luego, con los años, nos hicimos amigos.
– ¿Ella le había hablado de suicidio, señor Thomas? ¿O le dio algún documento en que declarara sus intenciones de suicidarse?
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