Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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– Debe haber sido una conmoción para ti, se ha muerto antes de lo que se esperaba.

– No ha sido eso, es que Jasmine ha muerto por sobredosis de morfina -dijo Margaret, mientras miraba el rostro de Kincaid en busca de apoyo. Roger la soltó bruscamente y ella se alejó.

– Vaya, Meg, siento que…

– Duncan sabe lo del suicidio -ella sacudió la cabeza hacia Kincaid-, no te molestes en decir que lo sientes, porque no lo sientes, Rog. Ahora no tienes por qué preocuparte.

– ¿Preocuparme? No seas ridícula, Meg.

La voz de Roger era ligera, casi juguetona, pero Kincaid notó cautela en lugar de despreocupación.

– Es que hay otra posibilidad -dijo Kincaid, y la tensión vibraba en la habitación. Las dos caras se volvieron hacia él, Meg perpleja, Roger alerta-. Alguien pudo prestar a Jasmine una ayuda que ella no quería.

– Yo no… -empezó a decir Margaret, luego miró a Roger, quien a juzgar por Kincaid lo comprendió todo perfectamente.

Hubo un largo silencio, hasta que Kincaid se irguió y se estiró.

– Perdone, no he entendido su apellido -le dijo a Roger.

Roger vaciló, pero respondió a regañadientes:

– Leveson-Gower -lo pronunció «Loos-n-gor».

¡Vaya, qué elegante! pensó Kincaid. Se acercó a la puerta y luego se volvió a Margaret.

– Me marcho. ¿Estás segura de que te encuentras bien, Meg?

Margaret asintió, vacilante. Roger le pasó el brazo por la cintura y le acarició el brazo desnudo con los dedos de la otra mano, despacio. Kincaid se dio cuenta de que los pezones de ella se endurecían bajo la camiseta de algodón. Ella apartó la vista, ruborizada.

– Meg está bien, ¿verdad, cariño? -dijo Roger.

Kincaid se volvió y abrió la puerta.

– Por cierto, Roger, ¿dónde estaba el jueves por la noche?

Roger seguía manteniendo a Margaret delante de él, en parte como escudo, en parte como posesión.

– ¿Y a usted qué le importa?

– Tengo el vicio de pedir cuentas de sus actos a todo el mundo, soy un poli.

Kincaid les sonrió a los dos y salió.

6

El lado este de Carlingford Road estaba completamente en sombras cuando Kincaid paró el Midget en la acera. Subió los cristales y cerró con suavidad la capota, luego se quedó un momento mirando hacia arriba del edificio. Le pareció antinaturalmente silencioso e inmóvil, sin rastro de luz ni movimiento en las ventanas. Kincaid se encogió de hombros y lo achacó a su percepción tendenciosa, pero a media escalera hacia su piso se dio cuenta de que no había visto al comandante desde el día anterior.

Tuvo una corazonada de alarma, pero se dijo a sí mismo que no fuera tonto, que no había razón para que le ocurriera nada al comandante. La muerte no acechaba en el edificio como un espectro gótico; sin embargo, se encontró bajando las escaleras de nuevo y llamando a la puerta del comandante.

No obtuvo respuesta. Kincaid volvió a salir mientras pensaba en pasar por el piso de Jasmine para ver el jardín del comandante, cuando lo vio doblar la esquina de la calle. Caminaba despacio, con dificultad, debido a los dos arbustos que cargaba, una maceta debajo de cada brazo.

Kincaid se apresuró a ir a su encuentro.

– ¿Necesita ayuda?

– Se lo agradezco mucho.

Kincaid cogió una de las macetas de cinco kilos y oyó la respiración silbante del comandante.

– Hay una buena subida desde el autobús.

– ¿Qué son? -preguntó Kincaid mientras acortaba el paso para ir a su lado.

– Rosas. Antiguas. Del vivero de Bucks.

– ¿Hoy? -preguntó Kincaid, algo sorprendido-. ¿Las ha traído en autobús desde Buckinghamshire?

Habían alcanzado las escaleras que llevaban a la puerta del comandante. Éste posó su maceta, se quitó la gorra y se secó la cabeza sudada con un pañuelo.

– Es el único lugar donde se encuentran, las llaman almizcle del Himalaya.

Al dejar también su maceta, Kincaid miró con desconfianza los tallos desnudos, espinosos.

– ¿Pero no podrían…?

El comandante sacudió la cabeza vigorosamente:

– No es el momento del año, desde luego, pero tenía que ser algo especial. -Ante la cara de perplejidad cada vez mayor de Kincaid, se secó el rostro y prosiguió-: Para Jasmine. Es por la fragancia, no como esos híbridos modernos. Le encantaban las flores con olor, decía que el aspecto no le importaba. Éstas florecen una vez, en primavera tardía. Montones de capullos rosa pálido, con un olor celestial.

Kincaid tardó un momento en responder, pues nunca había oído al comandante hablar tanto rato, ni decir nada remotamente poético.

– Sí, tiene razón, seguro que le gustarían.

El comandante abrió la puerta con llave y se agachó a coger las macetas.

– Deje que le eche una mano -dijo Kincaid al tiempo que levantaba una con facilidad.

El comandante abrió la boca para rechazarlo, pero vaciló y dijo:

– De acuerdo, gracias.

Kincaid entró detrás de él. Su primera impresión fue de que todo era marrón. El comandante pulsó el interruptor de la luz y la impresión se extendió a pulcro, limpio y marrón. Un papel de pared floral gastado en tonos rosas y marrones, una alfombra marrón, unas fundas marrones sobre un sofá y un sillón baratos. No había cuadros, ni fotos, ni libros que Kincaid hubiera podido examinar mientras seguía al comandante por el salón. La única mancha de color vivo venía de las revistas y catálogos de jardinería perfectamente ordenados en la mesa baja de madera de pino.

El comandante condujo a Kincaid por la cocina y abrió la puerta a una zona asfaltada debajo de las escaleras que subían al piso de Jasmine. A la derecha, en el rincón formado por la valla y el muro del edificio, el comandante había construido un pequeño cobertizo. Kincaid asomó la cabeza por la puerta y fue recompensado con un penetrante olor de humus que se le atragantó.

El comandante subió las escaleras hasta el nivel del césped y posó la maceta. Kincaid hizo lo mismo y se quedó mirando el jardín, impresionado por el contraste entre el piso del comandante y aquel pequeño oasis de color y perfección. Se preguntó qué mantenía vivo al comandante durante los meses de invierno, cuando no crecían más que algunas toscas plantas perennes.

Al cabo de un momento, en el que también el comandante pareció perderse en la contemplación, Kincaid preguntó:

– ¿Dónde va a ponerlas?

– Creo que ahí. -Señaló la pared de ladrillo trasera del jardín, el único terreno por ocupar que vio Kincaid-. Son trepadoras, lo invadirán.

– Deje que lo ayude.

De repente, Kincaid sintió el deseo de participar en esta conmemoración, más auténtica que cualquier oficio pronunciado por un desconocido.

El comandante vaciló antes de responder, una costumbre suya, empezaba a pensar Kincaid, cuando alguien amenazaba con romper su rutina solitaria.

– Ah, sí, hay otra pala en el cobertizo.

Kincaid llevó las macetas al fondo del jardín, y cuando el comandante volvió con las palas y señaló el lugar entre los pensamientos y los antirrinus, se pusieron a cavar juntos. Trabajaron en silencio mientras las sombras avanzaban por el jardín.

Cuando el comandante juzgó que los agujeros eran lo bastante hondos, pusieron las rosas con cuidado, rellenaron el hueco alrededor y presionaron la tierra con las manos. Tras años de vida en pisos de ciudad, Kincaid sintió una satisfacción al ensuciarse que no sentía desde que hacía fuertes de barro en su infancia en Cheshire.

El comandante se quedó apoyado en su pala mientras supervisaba satisfecho su trabajo manual.

– Buen trabajo. Apuesto a que le gustaría.

Kincaid asintió a la vez que levantaba la vista hacia las oscuras ventanas del piso de Jasmine. Un piso por encima, el sol lanzó un destello en el suyo.

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