– O bien estaban durmiendo como troncos antes de las diez de la noche -dijo Makepeace con sarcasmo y juntó las manos y las colocó en su mejilla imitando a alguien durmiendo-, o bien ven el hablar con nosotros como una excusa para contarnos las fobias de sus mascotas. ¿Recuerda ese edificio en restauración al principio de la pasarela de la presa? Una vieja de uno de los pisos del margen del río me dijo que había oído voces en algún momento después de la última edición de noticias. Cuando miró por la ventana vio a un hombre y a un chico en la pasarela. «Maricones», dijo, «maricas pecando contra el Señor». Ya, y encima matones en motocicleta. -Los ojos de Makepeace se arrugaron, divertidos-. Parece ser que el chico llevaba el pelo largo y ropa de cuero, y eso fue suficiente para ella. Antes de que mi agente pudiera escapar, ella ya le había preguntado si había sido salvado por Jesús.
Kincaid soltó una risotada.
– Esto hace que no eche de menos los tiempos en que iba de ronda. ¿Qué hay del acceso por el sur? A través de los prados.
– Se necesita un Land Rover o algo con tracción a las cuatro ruedas. El suelo es como pegamento después de toda esta lluvia. -Makepeace estudió la cara de Kincaid. Luego dijo, comprensivo-: Mala suerte. ¡Ah! -dio unas palmaditas a la carpeta que llevaba bajo su brazo izquierdo- aquí hay algo que le puede animar: el informe final de patología. -Se lo pasó a Kincaid-. ¿Quiere comer algo?
– Déme diez minutos -Kincaid hizo un gesto con la mano a modo de saludo y luego atacó el informe.
Tras una somera lectura cogió el teléfono y finalmente logró ponerse en contacto con el doctor Winstead en su osera.
– Doctor -dijo, tras identificarse-, ya sé a qué hora comió Connor, a las nueve o poco después. ¿Está seguro de que no pudo haber muerto tan pronto como las diez?
– Carne y patatas, ¿verdad?
– Bistec, en realidad -admitió Kincaid.
– Yo pondría su muerte más cerca de medianoche, a menos que el tipo tuviera unos ácidos en el estómago como para disolver pintura.
– Gracias, doctor Winnie. Es usted un ángel. -Kincaid colgó y contempló los informes desperdigados. Al cabo de un momento los apiló todos en un montón, se apretó el nudo de la corbata y salió en busca de perspectivas más agradables.
* * *
Cuando Gemma regresó a Scotland Yard se encontró un mensaje en su escritorio que decía: Tom Godwin ha llamado. Hotel Brown, a las tres .
Se fue en busca del sargento de turno.
– ¿Eso ha sido todo, Bert? ¿Estás seguro?
Él respondió, ofendido:
– ¿Me has visto equivocarme alguna vez con un mensaje, Gemma?
– No, claro que no. -Le dio unas palmaditas cariñosas en la cabeza-. Es que es raro, eso es todo.
– Esto es lo que dijo el caballero, literalmente -dijo Bert, un poco más calmado-. Por cierto, el jefe quiere verte.
– Vaya, perfecto -rezongó mientras recibía una mirada de apoyo de Bert.
– No se ha comido a nadie desde el almuerzo, encanto.
– Gracias, Bert -Gemma sonrió-. Esto hace que me sienta muchísimo mejor.
De todos modos fue caminando por el pasillo algo atemorizada. Había que reconocer que el comisario jefe Denis Childs era justo con su personal, pero había algo en su actitud agradable y cortés que hacía que Gemma quisiera confesar incluso fechorías imaginadas. Su puerta estaba abierta -ésa era su política- y Gemma golpeó suavemente antes de entrar.
– ¿Quería verme, señor?
Childs la miró por encima de una carpeta. Recientemente había adquirido unos lentes estilo abuela que le quedaban raros, encaramados en mitad de la enorme cara con forma de luna. Gemma tuvo que morderse el labio para contener una risita. Afortunadamente se los sacó y los hizo oscilar entre su pulgar y su índice.
– Siéntese, sargento. ¿A qué se han dedicado usted y Kincaid estos últimos días? ¿A perder el tiempo? He recibido un toque del comisionado asistente. Quería saber por qué no se habían presentado los brillantes resultados que esperaba. Aparentemente, Sir Gerald Asherton les ha pegado una gran bronca.
– Sólo han pasado cuatro días, señor -dijo Gemma, herida-. Hasta ayer no pudo el patólogo realizar la autopsia. En cualquier caso -dijo con prisa, antes de que Childs saliera con lo de resultados, no excusas -, tenemos un sospechoso. Lo voy a interrogar esta tarde.
– ¿Alguna prueba sólida?
– No señor, todavía no.
Childs dobló los brazos por encima de su barriga y Gemma se maravilló, como siempre hacía, de que a pesar de su corpulencia este hombre irradiara tal magnetismo físico. Por lo que ella sabía, estaba felizmente casado y utilizaba su atractivo para algo tan poco siniestro como mantener la disciplina entre las mecanógrafas.
– Todos los equipos están fuera. Hemos tenido una racha de homicidios. Pero a pesar de lo mucho que los necesito aquí, no creo que debamos defraudar al comisionado asistente, ¿no cree, sargento? Siempre resulta conveniente mantener contentas a las autoridades. -Le sonrió, mostrando unos dientes cegadoramente blancos que contrastaban con la piel de tono oliváceo-. ¿Se lo podrá comunicar al comisario Kincaid cuando hable con él?
– Sí, señor -contestó Gemma e interpretando lo último como una autorización para marcharse, se retiró precipitadamente.
* * *
Cuando Gemma regresó a la oficina de Kincaid, los rayos de sol entraban inclinados en la habitación. Parecían suficientemente consistentes como para tocarlos. La calidad de su luz era casi viscosa. Como si no confiara demasiado en el fenómeno, Gemma se dirigió a la ventana y miró entre los estores. La luz era lo más clara y azul posible, teniendo en cuenta la polución de la ciudad. Dirigió su mirada de la ventana al montón de papeles, que seguían caprichosamente donde los había dejado. El ángulo de entrada de la luz con el escritorio revelaba rayas de polvo y varias huellas dactilares perfectas. Gemma se dirigió al escritorio sonriendo y procedió a limpiarlo con un pañuelo de papel. Eliminar las pruebas, ésa era la primera regla. Entonces cogió su bolso del perchero y se fue a buscar el ascensor antes de que nadie pudiera pararla.
Atajó por St. James Park, caminando rápido e inspirando grandes bocanadas de aire frío y limpio. Los ingleses tienen un instinto para la luz del sol, por breve que sea su duración, pensó Gemma, como si tuvieran un sistema de radar que los avisara antes. El parque estaba lleno de gente que había hecho caso a la señal. Algunos caminaban rápido como ella y obviamente se dirigían a algún sitio. Otros sólo paseaban o estaban sentados en bancos. Todos parecían fuera de lugar debido a su ropa formal. Los árboles, que con la llovizna de los últimos días habían estado como apagados, mostraban restos de rojo y amarillo a la luz del sol. Pensamientos y crisantemos tardíos habían aparecido valientemente en los arriates.
Salió al Mall, y cuando llegó a Piccadilly pasando por St. James Street notó su corazón palpitar y calor en la cara. Tan sólo quedaban un par de manzanas más por Albemarle Street. Por primera vez en ese día notó la cabeza despejada.
A pesar de haber calculado exactamente el tiempo que tardaría, llegó unos minutos temprano y se encontró que Tommy Godwin había llegado antes que ella. Éste le hizo señas con la mano, con el aspecto de encontrarse como en su propia casa, sentado en un mullido sillón del hotel. Gemma fue hacia él y de repente fue consciente de su pelo revuelto por el viento, sus mejillas rosadas y sus cómodos y poco elegantes zapatos de tacón bajo.
– Siéntese, querida. Parece como si hubiera estando haciendo un gran esfuerzo sin necesidad alguna. He pedido algo para usted. Espero que no le importe. Es un lugar estirado y pasado de moda -señaló con un movimiento de cabeza la sala, con sus paredes de paneles de madera y el fuego chisporroteante- pero preparan el té como Dios manda.
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