Deborah Crombie - Un pasado oculto

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Connor Swann, yerno de Sir Gerald Asherton, director de orquesta, y de su mujer, Dame Caroline, cantante de ópera, es hallado muerto en una esclusa del Támesis en la encantadora campiña de los alrededores de Henley. Ante las dudas acerca de las circunstancias de su fallecimiento, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James son designados para encargarse de dilucidar el caso, y pronto se percatan de que no se trata de un accidente. Otro suceso trágico ya había golpeado a los Asherton veinte años atrás con la muerte por ahogamiento de su hijo Matthew ante los ojos de Julia, hermana del niño. Aunque aparentemente los dos sucesos no tienen relación, no se descarta que exista un nexo. Con los hábiles interrogatorios y el acercamiento a la vida íntima de los personajes, ambos policías construyen pieza a pieza el telón de fondo de la verdadera historia. El flash de una imagen que surge con fuerza de la mente de Kincaid será la clave para descubrir el móvil que ha provocado el luctuoso hecho.

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– No entran -dijo Kincaid viendo cómo la mujer se iba hacia el salón de té y desaparecía de vista.

– No. No muy a menudo. -Simons indicó las pinturas alineadas en la pared-. Los precios son algo elevados para la compra por impulso. La mayoría de mis clientes son asiduos, coleccionistas. Aunque a veces alguno de éstos que miran escaparates entra y se enamora de una pintura, luego se va a casa y ahorra peniques de la compra o de las cervezas hasta que tiene suficiente para comprarlo. -Sonrió-. Estos son los mejores. Los que no saben nada de arte y compran por amor. Es una respuesta genuina.

Kincaid miró la pintura iluminada de la chica en el prado, con los ojos ligeramente cerrados, la cara pecosa girada hacia el sol, y reconoció su propia experiencia.

– Sí, lo puedo entender.

Se levantó y miró a Trevor Simons quien, cualesquiera que fuesen sus pecados, parecía un hombre perspicaz y decente.

– Un consejo, señor Simons, que probablemente no le debería dar. Una investigación como ésta se extiende como las ondas. Cuanto más tiempo dura, más anchas son las ondas. Si yo fuera usted haría un control de los daños… Explíquele a su esposa lo de Julia, si puede. Antes de que lo hagamos nosotros.

* * *

Kincaid se sentó en la mesa más cercana a la ventana del salón de té. La tetera goteó al servirse y su taza dejó un círculo mojado en el mantel moteado de plástico. En la mesa de al lado vio a la mujer que se había parado delante del escaparate de la galería unos minutos antes. Era de mediana edad, corpulenta y su pelo canoso tenía unos rizos prietos. A pesar de que el ambiente en el salón era lo suficientemente cálido como para dejar levemente empañados los cristales, ella no se había quitado el impermeable que llevaba encima de una gruesa chaqueta de punto. ¿Temía acaso que fuera a llover dentro del local? Cuando levantó la vista, él le dedicó una sonrisa, pero ella miró hacia el otro lado. En su cara había una expresión de leve decepción.

Mirando despreocupadamente hacia el río, Kincaid toqueteó la llave que tenía en el bolsillo de los pantalones. Junto con los informes iniciales, Gemma había obtenido de Thames Valley la llave del piso de Connor, la dirección y una descripción del edificio. Hasta hacía un año, Julia y Connor habían vivido juntos en el piso que Kincaid pensaba que podía estar junto al bancal, cerca de las islas llenas de sauces que podía ver desde la ventana. Es posible que Julia entrara a menudo aquí a tomarse un café por la mañana o una taza de té por la tarde. De pronto se la imaginó, sentada en el reservado que tenía delante, con un suéter negro, fumando con brusquedad, frunciendo el ceño por la concentración. En su mente la vio levantarse y salir a la calle. Se quedaba de pie delante de la galería un momento, titubeante. Luego imaginó la campanilla de la puerta que ella abría para entrar.

Kincaid sacudió la cabeza y se bebió el resto de té de un trago. Salió del reservado y mostró la cuenta empapada a la chica de detrás del mostrador. Luego persiguió el fantasma de Julia entre las sombras alargadas.

Caminó hacia los prados que había junto al río, mirando alternativamente la plácida masa de agua a su izquierda y los bloques de pisos a su derecha. Le sorprendió que estos edificios junto al río no fueran más elegantes. Uno de los más grandes era de estilo neogeorgiano, otro Tudor, y ambos eran algo sórdidos, como matronas en batas de casa. Los arbustos crecían vigorosamente en los jardines, tan sólo animados por las flores secas color rojo oscuro de las siemprevivas y los esporádicos ásteres azul claro. Pero después de todo era noviembre, pensó Kincaid, benévolo, al mirar el tranquilo río. Hasta el quiosco que anunciaba excursiones fluviales y embarcaciones de alquiler tenía el cerrojo echado y estaba con los postigos cerrados.

El camino se estrechó y los grandes bloques de edificios dieron paso a construcciones más bajas y a alguna casa aislada. Aquí el río parecía menos alejado de tierra. Cuando llegó a una alta valla negra de hierro forjado la reconoció por la descripción garabateada que llevaba en el bolsillo. Agarró dos de las barras acabadas en punta con sus manos y echó una ojeada. Una placa de cerámica conmemorativa colocada en la pared del edificio más cercano informaba de que los pisos habían sido construidos recientemente, de modo que Julia y Connor habían sido de los primeros en vivir en ellos. Parecidos a cobertizos para embarcaciones, los pisos se habían construido en ladrillo rojo, con abundantes ventanas de marcos blancos, barandas blancas para las terrazas y blancos tejados a dos aguas adornados con filigranas ostentosas. A Kincaid le parecieron un poco exageradas pero de una forma agradable, porque armonizaban tanto con el paisaje natural como con los edificios de alrededor. Pensaba, como el príncipe Carlos, que la mayor parte de la arquitectura contemporánea arruinaba el paisaje.

Esquivando una serie de barcas y remolques, Kincaid caminó junto a la valla hasta que encontró la entrada. Los pisos se elevaban escalonados detrás de un jardín bien cuidado y ninguno de ellos era idéntico al otro. Encontró la casa con facilidad. Era uno de los modelos a tres niveles, construido sobre pilotes. Cuando metió la llave en la cerradura se sintió como si estuviera entrando sin autorización. Sin embargo, nadie le llamó la atención desde las terrazas colindantes.

Había imaginado blanco y negro.

Algo carente de lógica, si tenía en cuenta la intensidad de los colores de las pinturas de Julia. La paleta de aquí era más suave, casi mediterránea, con paredes amarillo pálido y suelos de terracota. En el salón había muebles rústicos y una alfombra de flecos marroquí adornaba el suelo de baldosas. Junto a una pared había una plataforma revestida de azulejos sobre la que se erigía una estufa de leña esmaltada. Sobre una mesita pintada situada frente al sofá había un tablero de ajedrez. Kincaid se preguntó si Connor había jugado o si se trataba de un mero objeto decorativo.

En el respaldo de una silla había una americana arrugada. Una pila de periódicos yacía en el sofá y algunos ejemplares se habían caído al suelo. Un par de zapatos náuticos asomaban por debajo de una mesa de centro. El desorden masculino parecía fuera de lugar, como una intrusión en una habitación esencialmente femenina. Kincaid pasó un dedo por encima de una mesa y se limpió en el pantalón la pelusa gris recogida. A Connor no le iban las tareas de la casa.

Kincaid pasó a la cocina. No tenía ventanas pero se abría a la sala de estar con vistas al río. A diferencia de la sala, la cocina estaba inmaculada. Unas latas de aceite de oliva y unas botellas coloreadas de vinagre contrastaban como brillantes banderas con los armarios de roble y las encimeras amarillas. Una estantería cercana a los fogones contenía una serie de libros de cocina muy usados. Julia Child , leyó Kincaid, The Art of Cooking . The Italian Kitchen . La Cucina Fresca . Había más. Algunos con espléndidas fotografías a color que le abrieron el apetito sólo de mirarlas. En otra estantería había botes de vidrio llenos de pasta.

Kincaid abrió la nevera y la encontró bien abastecida de condimentos, quesos, huevos y leche. El congelador contenía unos cuantos paquetes de carne y pollo bien envueltos y etiquetados, una barra de pan y unos cuantos contenedores de plástico con algo que Kincaid supuso que era caldo casero. Junto al teléfono había un bloc en el que se leía el principio de una lista de compras: berenjenas, extracto de tomate, lechuga de hoja rizada roja, peras.

Las descripciones de Connor Swann que Kincaid había oído no le habían llevado a pensar que fuera un cocinero consumado y entusiasta. Obviamente este hombre no había recurrido a despacharse comidas congeladas en el microondas.

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