– No puedo soportarlo más. No puedo, Ken. Es demasiado.
– Sí, puedes.
Los dedos le acariciaron la barriga otra vez, una suave caricia, casi tierna, y entonces sus dientes tiraron de pezón y los dedos se hundieron profundamente en su centro fundido. Ella chilló mientras el fuego destellaba a través suyo, su cabeza echada hacia atrás, presionando sus senos más profundamente en el infierno de su boca.
– Voy a mirar como te deshaces en mis brazos.
Los dedos malvados y pecadores acariciaron profundamente, su boca se movió sobre el otro seno y ella casi explotó otra vez. Casi. Pero no lo hizo. La liberación que necesitaba, anhelaba, nunca venía bastante. Sólo más presión, más sensaciones, hasta que cada terminación nerviosa estaba chillando por la liberación.
De repente la levantó, tomándola por sorpresa. Su cuerpo estaba tan maleable, tan inestable que no podía haber hecho nada excepto asirse de todos modos. La extendió en la cama, los brazos sobre la cabeza, las piernas abiertas. Se quitó la camisa, dejándola caer al suelo, todo mientras bebía de la riqueza de su cuerpo.
– Eres tan malditamente hermosa.
– Duele. -La mano se deslizó por un lado del seno, su vientre, acariciando su montículo. Él la agarró, le lamió los dedos, nunca apartando la mirada de ella, y le recolocó el brazo, pero su mirada era más caliente, ardiendo con tanta lujuria que agregaba combustible a su cuerpo ya ardiente.
– No te muevas. -Su voz era más áspera que nunca.
Ella esperaba allí, su cuerpo pulsando con la excitación, las órdenes ásperas y demandas que le hacía sólo se añadían al infierno en construcción en su cuerpo. Apenas podía respirar mientras lo miraba soltarse los vaqueros con deliberada pereza, elevando su urgencia aún más. Era impresionante, el cuerpo duro y caliente, la mano apretando su grueso miembro, su puño apretado mientras se aproximaba a ella. Se arrodilló en la cama entre sus piernas.
Mari levantó las caderas en una súplica silenciosa.
– Eres tan mala, mujer. Ten un poco de paciencia. -Aplastó la palma bajo sus nalgas, enviando una llamarada de calor a través de su matriz.
Bajó la cabeza a su estómago. Los músculos ondularon y se tensaron. Le besó el ombligo, rodeándolo con la lengua.
– Adoro tu olor cuando estás excitada. Podría vivir en ti, realmente podría.
– No. -Los dedos se enredaron en su pelo en un intento de pararlo. Había pensado que la tomaría, aliviaría su terrible anhelo, pero él hundía la cabeza, inhalando su olor, su aliento tibio soplando sobre su centro.
Él se movía con deliberada lentitud, para que el cuarto se expandiera con el calor que se estaba construyendo, para que su piel fuera tan sensible que apenas una leve brisa desde la ventana a través de sus pezones enviara llamas por todo su cuerpo, quemándola de dentro a fuera.
– No puedes. -Estaba casi sollozando, rogando. Aterrorizada de que pudiera matarla de placer.
– Puedo -murmuró, su boca contra su calor húmedo.
La acarició con un lamido sensual sobre su clítoris hinchado y otro chillido escapó. La boca se cerró alrededor del brote, amamantándolo, los brazos sujetando las caderas que se movían, manteniéndola quieta mientras la lengua continuaba atormentándola.
Mari no podía pensar, no podía respirar, sólo podía sentir los rayos de fuego que la quemaban viva. Las manos eran duras en sus muslos, sujetándola abierta para su placer. Le hizo pequeños círculos con la lengua, y los dientes rasparon sobre las sensibles terminaciones nerviosas, la lamió y chupó, y ella perdió la cordura en el éxtasis. Todo el tiempo él controlaba las caderas que corcoveaban, manteniéndola firme contra su boca, tomando lo que quería, conduciéndola más y más alto pero nunca permitiéndole la liberación.
Sólo cuando estaba implorando impotentemente, sus pequeños músculos ondulando y contrayéndose, levantó la cabeza, la lujuria grabada profundamente en las líneas de su cara. Se movió sobre ella, atrapando su cuerpo esbelto bajo el suyo, la cabeza de su miembro en su entrada, empujando apenas adentro, insistiendo para que ella acomodara su longitud y grosor.
– Mírame, Mari. Continúa mirándome.
Mari abrió los ojos y fijó su mirada en la suya. Él empujó duro, adentrándose a través de músculos apretados e hinchados, enterrándose profundamente, estirándola, llenándola, enviándola disparada sobre el borde con ese único golpe. Ella se oyó chillar, pero no podía recobrar el aliento, no podía encontrar su voz, sólo podía moverse indefensa bajo él, tratando de clavar sus dedos en el colchón para anclarse.
Se subió encima de ella, su cara delineada con duras líneas mientras empezaba a montarla. Cada golpe fue brutalmente duro, forzando su miembro por los músculos apretados y resbaladizos de su vaina, la fricción más caliente y creciendo en intensidad con cada golpe.
La terrible hambre nunca tuvo una oportunidad de aliviarse, se elevaba alto, construyéndose otra vez, mientras ella estaba cabalgando el borde del dolor con él. La sensación sólo parecía añadirse a la violencia de su excitación. Las cicatrices se arrastraban por sus músculos interiores, sedosos e hinchados, para que su vaina le agarrara y apretara con avidez.
No podía apartar su mirada de él, no podía parar de apretar sus músculos, encerrándolo dentro, sujetándolo, apretándolo y contrayéndose alrededor de él mientras su placer empezaba a hincharse hasta proporciones agonizantes. Era terrorífico sentir tanto, no saber dónde empezaba el dolor y terminaba el placer. Luchó contra esas sensaciones, contra él, retorciéndose y golpeando, pero él nunca paró los duros, brutales empujes tomándola más y más alto.
Sentía realmente su miembro hinchado dentro de ella. Creciendo más caliente, estirándola imposiblemente. Jadeó mientras su cuerpo temblaba, las sensaciones erupcionando en una salvaje explosión. El orgasmo rasgó por ella, feroz y poderoso, mientras él daba un tirón, los músculos de su cara tensos, los dientes apretados. Ella sintió los corazones latiendo a través de su miembro, sintiéndole aún más hinchado, y entonces sus caderas corcovearon y chorros calientes de su liberación golpearon sus temblorosos músculos.
– Sí, nena, eso es, exprímeme.
Ella no podía parar. Su cuerpo se sujetaba alrededor del suyo, drenándolo, hambriento de él. Un duro gemido escapó de la garganta de Ken mientras su cuerpo bombeaba en el de ella. Ella se sentía realmente débil, los bordes alrededor de ella ensombrecidos y oscuros. Se adhirió a la realidad, negándose a estar tan débil que se desmayaría por el completo placer. Había lágrimas en sus ojos, en su garganta. Nada podía ser tan bueno. Nada podía sentirse como esto otra vez.
Ken levantó su peso sobre los codos, colgando la cabeza mientras luchaba por respirar. Le lamió las lágrimas con la lengua y luego le besó la comisura de la boca.
Mari le tocó la cara. Estaba todavía encerrados juntos y él estaba sonriéndole, algo muy cercano al amor en su cara. Ella tragó duramente.
– No puedo moverme.
– No tienes que moverte. Sólo túmbate aquí y luce hermosa. Sólo acabo de empezar.
Sus ojos se ensancharon.
– ¿Empezaste el que?
– Tú, cariño. Tengo toda la noche para aprender lo que más te gusta.
Sintiéndose somnolienta y completamente satisfecha, Mari despertó para encontrarse envuelta en los brazos de Ken. Su cuerpo apretado contra el de ella, su erección presionando contra su trasero. No podía creer que pudiera estar duro nuevamente y preparado, pero la idea la excitó. La había montado toda la noche, una y otra vez, su voz gruñendo ásperas órdenes en la oreja. Sus manos totalmente tan exigentes como su boca y cuerpo, como si no pudiera jamás tener suficiente. No quería que tuviera suficiente jamás. Antes de que se pudiera mover, acarició la palma de la mano sobre la tentadora erección, su risa suave le hizo cosquillas en la oreja.
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