Christine Feehan
Juego del Depredador
6° Libro de la Serie Caminantes Fantasmas
Las luces de los automóviles que venían en sentido contrario le dañaban los ojos y parecían penetrar directamente su cráneo, punzándole el cerebro hasta casi hacerlo gritar. Sintonizó rápidamente la emisora, hasta que la suave y sexy voz de la Sirena Nocturna inundó el coche. Era una grabación, pero igual le ayudaba. Su visión se agudizó, para que todo se tornara irreal. Los edificios destellaban, los coches aparecían como relámpagos en lugar de materia sólida.
– ¿Hacia dónde vamos?
Se sobresaltó. Por un momento se había olvidado que no estaba solo. Lanzando una mirada impaciente a la prostituta sentada a su lado, sintió una terrible palpitación en la cabeza, justo cuando empezaba a aliviarse, volvía. En la oscuridad ella se parecía un poco a la mujer que necesitaba. Si mantenía la boca cerrada, podría fingir. Tentado de decirle que ella pronto iría al infierno, en lugar de eso forzó una ligera sonrisa.
– ¿Te pagué, no es así? ¿Qué diferencia hay si conducimos un rato más?
Ella se inclinó hacia delante y jugueteó con la radio.
Él le golpeó la mano.
– No toques nada -tenía la emisora sintonizada donde él quería, más bien, donde necesitaba. La voz de la Sirena Nocturna se desplazaba por las ondas, haciendo estremecer su cuerpo y logrando despejar su mente. La mujer no duraría la hora si osaba tocar nuevamente el dial de la radio.
Mantuvo la vista en el coche que seguía. Sabía lo que tenía que hacer. Él tenía un trabajo y era condenadamente bueno en ello. La puta era una buena pantalla, y le daba una anticipación semejante al placer que vendría más tarde. No había sido atrapado aún. Maldito Whitney por su interferencia. El médico había amenazado con mandar a otra persona de nuevo. Al estúpido hombre no le gustaban sus informes. Bien, que se pudra. El médico pensaba que era tan superior, inteligente y estaba preocupado - preocupado - por el deterioro de la situación. Qué sarta de estupideces. No había tal situación, nada empeoraba. Él podría encargarse de la vigilancia de un Caminante Fantasma cualquier día de la semana.
Whitney pensaba que sus preciosos Caminantes Fantasmas eran súper soldados que tenían que ser reverenciados. Pues que se joda. Los Caminantes Fantasmas eran mutaciones genéticas, aberraciones, abominaciones, no los jodidos milagros que Whitney pretendía crear. Todos ellos deberían ser eliminados de la faz de la tierra, y él era el hombre indicado para hacerlo. Eran experimentos del gobierno que deberían haber sido desechados antes de que los dejaran sueltos en el mundo.
Él se vio así mismo como el guardián, un hombre solitario que camina entre los mutantes y los humanos. Él debería ser reverenciado. Whitney debería someterse a él, besar sus pies, darle las gracias por sus informes y su atención a los detalles…
– Nunca me dijiste tu nombre, ¿cómo te llamo?
La voz lo sacó bruscamente de su ensoñación. Quiso abofetear a la pequeña puta. Golpear su cara hasta que no hubiera nada más que un charco de sangre. Tomar la cabeza entre sus manos y oír el agradable crujido que la silenciara, pero eso lo dejaría para más tarde. Si mantenía la boca cerrada, él podría fantasear que ella era la Sirena Nocturna.
La Sirena Nocturna le pertenecía y la tendría dentro de poco. Sólo tenía que deshacerse de los Caminantes Fantasmas de una vez por todas. Y entonces ella haría todo lo que él le dijera.
– Puedes llamarme Papi.
La puta tuvo la audacia de poner los ojos en blanco, pero él resistió el impulso de castigarla. Tenía otros planes para ella.
– Soy una chica traviesa -dijo ella y se inclinó para acariciar su entrepierna-. Y tú, obviamente, me quieres así.
– No hables -dijo con rudeza, y suspiró cuando ella abrió sus vaqueros. Le permitió que realizara su trabajo, mientras él se preocupaba de los negocios. Mantendría la boca y las manos ocupadas. Podría mirar su piel, el cabello y todo estaría bien. Iba a ser una larga noche, pero gracias a esto permanecería en alerta hasta más tarde.
Más adelante, el coche que había estado siguiendo, se estacionó al borde de la vereda. Era algo inusual, pero él no podía detenerse y ser atrapado ni tampoco los podía perder. De igual forma se detuvo y esperó mientras la puta hacía su trabajo, la excitación comenzaba a inundar sus venas como una droga.
Saber Wynter apoyó la espalda contra el asiento del lujoso coche deportivo y clavó incrédulamente los ojos en su compañero de cita.
– ¿Te estoy escuchando bien? -golpeó ligeramente una larga uña, perfectamente pulida, sobre el reposabrazos-. Me estás diciendo que has salido conmigo en tres citas, y afirmas que has gastado cien dólares…
– Ciento cincuenta -corrigió Larry Edwards.
Alzó una oscura ceja rápidamente con incredulidad.
– Ya veo. Ciento cincuenta dólares, no tenía ni idea de lo que habías gastado. Tu restaurante favorito es una parada de camiones.
– El San Sebastián no es una parada de camiones -negó él acaloradamente, quedándose con la mirada fija en los ojos azul-violeta. Ojos inusuales, bellos y embrujadores. Había notado su voz en la radio inmediatamente, la Sirena Nocturna, como todo el mundo la llamaba. Parecía un ronco susurro de pura promesa sensual. Noche tras noche la había escuchado y fantaseado. Y entonces cuando la conoció… ella tenía una magnífica piel fina y una boca que gritaba sexo. Y esos ojos. Nunca había visto unos ojos como aquellos. Ella tenía un aura de inocencia, y la combinación de sexy e inocente era demasiado difícil de resistir.
Pero estaba demostrando ser difícil, y maldita sea, ¿qué tenía ella para jactarse? Era flaca, parecía una niña abandonada, nada por lo que ser arrogante y mojigata. De hecho, debería de estar agradecida por su atención. Por lo que a él se refería, ella no hacía nada más que provocarlo.
Ella se encogió de hombros en un gesto curiosamente femenino.
– ¿Así es que piensas, por qué has gastado ese dinero en tres citas te da derecho a acostarte conmigo?
– Así es maldita sea, cariño -chasqueó él-. Tienes una deuda conmigo -odiaba esa apariencia distante, cínica, que le dedicó. Ella necesitaba que un verdadero hombre la pusiera en su lugar y él era simplemente el hombre para hacerlo.
Saber forzó una sonrisa.
– Y si yo no… ¿cómo expresarte tan delicadamente esto?, si yo no ‘correspondo’, ¿tienes la intención de dejarme aquí mismo, en mitad de la calle a las dos de la mañana?
Esperó a que él hiciese un movimiento o forzara la cuestión, porque iba a obtener una lección de modales que no iba a olvidar nunca. No tenía nada que perder. Bueno, casi nada. Se había quedado demasiado tiempo esta vez, había hecho demasiado en su vida, y si ella ensuciaba el piso con el bueno y viejo Larry el “Piojo”, antes de que ella desapareciese, estaría haciéndoles a las mujeres de Sheridan un favor.
– Así es, amorcito -le sonrió burlona y complacientemente-. Creo que estarás de acuerdo en que necesitas ser un poco razonable sobre esto, ¿no? -Deslizó su mano a lo largo de la parte de atrás de su asiento, señalando con el dedo sin tocarla completamente. Lo deseaba. Normalmente a estas alturas, él estaría haciendo un montón de manoseo, amaba mirar cómo se retorcía la mujer. Y el poder que obtenía de ello. No entendía porque no la obligaba a besarlo, tirando bruscamente y abriendo su blusa y tomando lo que él quería, pero por mucho que deseaba hacer eso, había algo dentro de él que le advertía que fuera más lento, que fuera un poco más cuidadoso con Saber. Estaba seguro de que muy pronto ella se sentaría tranquilamente y podría hacer lo que quisiera con ella. Esperaba que llorase y rogase por que no la dejase allí, pero en lugar de eso, los pequeños y perfectos dientes blancos brillaron como perlas, haciendo que su estómago se apretara fuertemente.
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