Christine Feehan - Juego del Depredador

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Después de ser torturado, el ex SEAL y Caminante Fantasma, Jess Calhoun, regresa a su ciudad natal en Sheridan, Wyoming, donde posee una estación de radio local. Sus intenciones son vivir tranquilamente, escribir canciones y realizar su fisioterapia.
Saber Wynter contesta a un anuncio para la estación de radio… el trabajo perfecto de noche para ella. Es afortunada al alquilarle a Jess, el segundo piso de la estación, en donde también puede trabajar como un ama de casa de medio jornada.
Jess pasa la mayor parte de su tiempo encerrado y aislado en su oficina privada. Pero frente a la fragilidad e inocencia de Saber se despierta en su alma, el poderoso deseo de protegerla, cuidarla y… amarla.

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– Claro que no -negó, pero estudió los edificios con un ojo crítico mientras conducían por ahí-. Aunque ahora que lo mencionas, alguien probablemente debería investigar el problema.

Jess expresó con gemidos su molestia.

– ¿Así que es lo que sucedió, cara de ángel?

Ella se encogió de hombros con desdén ocasional.

– Mi cita se deshizo de mí después de una pequeña riña.

– Me lo imagino -dijo Jess, pero algo peligro y oscuro empezó arder a fuego lento dentro de las profundidades de sus ojos-. ¿Qué hiciste? ¿Sugerirle robar las sillas de alguien de su porche? ¿Un asalto en la Asociación de Jóvenes Cristianos? ¿Qué fue esta vez?

– ¿Se te ha ocurrido que justamente podría ser culpa de Larry? -exigió indignada.

– Seguro, durante dos segundos, aunque tengo la intención de encontrar a este amigo tuyo y golpearlo hasta que quede hecho una pulpa sanguinolenta.

– ¿Puedo observar?

Le sonrió Saber abiertamente, invitándole a que se riera del incidente con ella. Eso era lo que amaba tanto de Jesse, era tan protector y peligroso. Daba la impresión de ser un osito de peluche, pero debajo… debajo de todos esos músculos había algo mortal atrayéndola como un imán.

– No le veo la gracia, tú, pequeña mocosa, pudiste haber sido asaltada, o peor. ¿Ahora qué ocurrió?

– Soy capaz de cuidar de mí misma -le informó Saber arrogantemente-. Sabes que puedo.

– Sé qué piensas que puedes. Eso no es realmente la misma cosa -se dio vuelta para sondearla, con los ojos de halcón sobre ella-. Ahora deja de evitar la pregunta y dime lo que sucedió.

Saber se quedó mirando ciegamente hacía fuera de la ventana. Casi se sintió resentida por lo que iba a decirle. No quería, pero por alguna razón siempre le decía cualquier cosa que él le preguntaba. Peor, nunca se sintió incómoda con él después. Definitivamente estaba sintiendose demasiado atraíada y esto quería decir que tenía que dejarle.

¿Dejarle? ¿De dónde había venido eso? Su estómago se encogió y su corazón hizo un pequeño y extraño salto que era muy alarmante.

– Deja de sacar tu pequeña barbilla obstinada, Saber, eso siempre quiere decir que estás a punto de ponerte obstinada. No sé por qué te molesta, ya que siempre me dices al final lo que quiero saber.

– Tal vez no sea asunto tuyo -lo dijo decisivamente, fingiendo que no se sentía culpable.

– Es asunto mío si tienes que llamarme a las dos y media de la mañana cuando uno de tus novios te deja tirada en la calle en los bajos fondos.

Instantáneamente el temperamento de Saber llameó con vida.

– Oye, lo siento si te molesté -dijo belicosamente, porque la forma en que él la hacía sentir la asustaba mortalmente-. Si quieres te paras, y saldré de tu preciosa furgoneta ahora mismo.

Él le dedicó una larga mirada fija, burlona, helada.

– Puedes hacer el intento, cariño, pero te puedo garantizar que no lo lograras -su voz suave, se convirtió en una caricia de terciopelo, rozando su piel y enviando una ondulante corriente de electricidad a través de su sangre-. Deja tu habitual obstinación y dime por qué se deshizo de ti.

– No me acosté con él -masculló ella en voz baja.

– Dímelo otra vez, cariño, esta vez mirándome -sugirió él nítidamente.

Saber suspiró.

– No me acosté con él -repitió.

Hubo un silencio largo mientras él abrió la puerta de seguridad dando un puñetazo a un código en el control remoto y maniobró la furgoneta en la larga y sinuoso entrada hasta el gran garaje.

Jess, utilizando sus grandes y musculoso brazos, se alzó a sí mismo hasta su silla de ruedas. Una eléctrica, notó Saber.

– Ven, cariño -su voz era tan suave que ella se encontró conteniendo las lágrimas que ardían detrás-. Puedes ir montada sobre mi regazo.

Saber le dirigió una pequeña sonrisa, aunque su mirada se movió errática lejos de su mirada mientras se acurrucába contra su pecho, consolándose con su presencia. Él era tan duro como una roca. Su trasero se deslizó sobre la gran protuberancia de su regazo, enviando mil alas batiéndose contra las paredes de su estómago. Se sentaba sobre él todo el tiempo, y siempre estaba duro. Siempre erecto. Había momentos en que ella quería desesperadamente hacer algo al respecto, como ahora, pero no se atrevía a cambiar su disposición. Y no era como si fuera todo para ella. Deseaba que lo fuese, pero él nunca dio un paso hacía ella. Ni uno.

Jess podía sentir el estremecimiento de su delgado cuerpo. Su mano rozó el pulso que palpitaba frenéticamente en la base de su garganta. Durante un momento los brazos se cerraron protectoramente alrededor de ella, la barbilla descansando sobre la parte superior de su cabeza sedosa. Ella tenía que sentir al monstruo de su erección, pero nunca decía una palabra, simplemente deslizada su trasero sobre él y se instalaba como si encajase allí perfectamente. Si ella podía ignorar la maldita cosa, también lo podía hacer él.

– ¿Estás segura de que estás bien? -Preguntó quedamente.

Ella inclinó la cabeza, haciendo un pequeño sonido de afirmación, amortiguado contra el amplio espacio de su pecho.

La silla de ruedas estaba situada en su lugar, el ascensor acercándolos al suelo. Normalmente, Jess prefería su silla ligera. Él la propulsaba manualmente, manipulándola sin dificultad, le gustaba el ejercicio, el control, la libertad para moverse. Pero por el momento, estaba agradecido a la gran silla eléctrica, más pesada. Dejaba sus brazos libres para acunar a Saber contra de él. Parecía un poco perdida esta noche, muy vulnerable, y raramente le mostraba ese lado de ella. Saber prefería el humor para cualquier otra cosa y lo usaba a menudo como una barrera entre ella y el resto de mundo.

Una vez en la casa, fue directamente a través de la oscura sala de estar. Su mano enredada en su pelo, sus dedos masajeando su cuero cabelludo, aliviando la tensión.

– ¿Así que enfrentarte a mí es preferible a dormir con ese holgazán, hmm? – Bromeó amablemente.

Giró su cara hasta él.

– Nunca me acostaría con alguien de quien no estuviera enamorada. -Y no lo estaba.

iba a vivir su vida en la medida de su capacidad. Iba a hacer amigos, tener causas, saber qué era la diversión. Y al diablo con todo, una sola vez, sólo una vez, ella iba a saber lo que era el amor real. Cuando llegara el momento le iba a dar a ese hombre su cuerpo, porque no tendría otra cosa para darle.

– Nunca me contaste todo eso. Quieres decir que todos esos idiotas con quienes has salido…

Ella se puso derecha abruptamente, habría saltado de su regazo, pero sus brazos subieron a la altura de delgada cintura, eficazmente manteniéndola prisionera. Le miró, furiosa.

– ¿Es eso lo que has estados pensando de mí todo este tiempo? -Exigió-. ¿Crees que me acuesto con cualquiera?

Lágrimas reales chispearon en los ojos de ella, tirando de su corazón.

– Claro que no, cara de ángel.

– Eres tan mentiroso, Jess -se apartó de un empujón de la solidez de su pecho otra vez-. Suéltame. Lo digo en serio. Ahora mismo.

– No así, Saber. Nunca hemos tenido una pelea antes y no quiero comenzar ahora.

Durante un momento se quedó tiesa, alejándose de él, pero no podía permanecer enojada con Jess. Con un pequeño suspiro, Saber se recostó contra él, la tensión se redujo drásticamente. Sus brazos eran el único lugar en el que se sentía segura. La oscuridad estaba alrededor, esperándola, observándola. Casi la podía oír respirando, esperando que subiera las escaleras para ir a su solitaria habitación.

No podía recordar claramente la primera vez que Jess la había colocado sobre su regazo, probablemente después de una de sus vergonzosas carreras, pero siempre era lo mismo. Al momento en que sus brazos se cerraban alrededor, ella se sentía como si nunca quisiera marcharse.

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