Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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El cuerpo de Conner se endureció más allá del punto de cordura. El suave cuerpo de Isabeau estaba tan dispuesto. Utilizó los dedos como su polla, empujando en ella, absorbiendo la sensación del calor húmedo que se volvía más y más caliente. Isabeau jadeó entrecortadamente y su corazón palpitó fuera de control. Las sensaciones que él estaba creando estaban causando que su cuerpo se tensara más y más, llevándola al borde de la liberación. Él la quería necesitada. Hambriento por él. En el borde. Pero no quería tirarla por encima de él.

Los dientes tiraron del pezón y sintió el espasmo de respuesta en el canal mojado. Bruscamente sacó los dedos.

– Casi estamos allí.

Ella lloriqueó y dejó caer la mano entre los muslos casi compulsivamente, pero él le agarró las muñecas y la tiró contra él.

– Pronto. Ten paciencia.

Le dio un pequeño golpecito en las nalgas y la empujó por el sendero que se dirigía por detrás de la cascada a la cámara donde había escondido suministros a su llegada a la selva tropical hacía una semana, antes de que hubiera informado a Rio.

– Tú has empezado esto -indicó ella, tratando de no retorcerse.

– Y yo lo terminaré. -Su mirada se oscureció más-. Te quiero deseándome.

– Creo que eso es bastante obvio -contestó ella, haciendo pucheros.

Él la ayudó los últimos pasos a través de las piedras. Se agacharon rápidamente para atravesar los bordes de la cascada y llegar a la seguridad de la cámara. Era grande y redondeada, con piedra lisa en las paredes por tres lados. Años antes, cuando Conner había descubierto el lugar secreto, había tallado un asidero en la pared de piedra para una antorcha y más tarde para una linterna de queroseno. La linterna hacía mucho que se había ido, pero la antorcha la había reemplazado unos pocos días antes. La encendió para que pudieran ver en el interior de la cámara.

A Isabeau no le importaba donde estaban, sólo que por fin estaban juntos. Había echado de menos su compañía. Su cuerpo. Y había echado de menos las cosas que él podía hacerle al suyo. Él la miraba con ojos entrecerrados, la cara en sombras mientras la luz lanzaba un resplandor en torno a ella como un proyector. Ella se movió, lenta y tentadoramente para centrar su atención en ella.

– ¿Cómo demonios he podido estar sin ti? -preguntó. Sacó una estera de la mochila y la extendió encima de lo que podía ser un gran banco de arena encima de una piedra lisa.

Era la primera vez que ella había advertido que había arena. Subió encima, quedándose en el borde de la estera y curvó los dedos en la arena. Era increíblemente fina.

– ¿Cómo has conseguido esto aquí?

Conner le tomó la mano, la atrajo a él y envolvió los brazos en torno a ella. Aunque ella estaba de pie sobre varios centímetros de arena, todavía era más baja que él. Frotó la barbilla en su coronilla.

– Mi madre me lo dio como regalo cuando fui joven. Era mi cumpleaños y pensé que ella lo había olvidado. Lo utilizaba como mi escondite. -Echó una mirada alrededor-. Me sentía adulto aquí y cuando la pubertad golpeó, mi chica de fantasía estaba siempre aquí para ayudarme.

Ella levantó una ceja.

– ¿De verdad? ¿Cómo era ella?

– Bastante hermosa, pero nunca estuvo a la altura de la verdadera. -La sonrisa se desvaneció de su voz-. He tenido un año de noches malas, soledad y una polla dolorida, Isabeau. Estaba perdido sin ti. -Se echó para atrás para mirarle la cara. Para juzgar su reacción. No quería hablar de sus sentimientos, del amor, la lujuria y la ira mezclados por completo.

– Lo sé. -Roció una lluvia de besos por la mandíbula-. Estoy aquí. Estamos juntos.

Él la atrajo hacia abajo lentamente, su puño como acero, forzándola a extenderse en la estera. Ella podía sentir la tensión corriendo por el cuerpo de él y como su propio cuerpo respondía con calor. Quizá el fuego nunca se había enfriado. Las manos acariciaron cada centímetro de ella, como si la pintara con pinceladas suaves, o memorizara cada centímetro. Su inspección fue completa y se tomó su tiempo. Justo cuando ella pensó que empezaría a gemir y a suplicar, sin ninguna advertencia él rozó esos dedos fuertes sobre su montículo mojado y ella gritó por el exquisito placer.

Las sombras se movían a través de las curvas paredes de la pequeña cámara. El sonido del agua era constante y fuerte, la caída, un velo grueso que la escondía del resto del mundo. Isabeau estaba tumbada en la gruesa estera en una cámara de piedra detrás de la catarata y giró la cabeza para mirar el agua caer en cascada cómo sábanas blancas brillantes, disfrutando de los suaves toques sobre su cuerpo, pero siempre consciente del calor que crecía, una tormenta de fuego que estallaría sobre ella.

Conner. Su amante despiadado. Cuando él la tocaba, estaba perdida. Y en este momento él quería reclamar cada centímetro de ella. No podía resistirse a su particular marca de posesión. El animal en él rugía cerca de la superficie y la intensidad de su toque reflejaba su hambre por ella. Él se había cerciorado de que estuviera cómoda, siempre se encargaba de eso, antes de tomarse su tiempo para hacer todo lo que quisiera con ella. Ella oyó su propia respiración, jadeos entrecortados que no podía controlar. La anticipación la excitaba tanto como mirarle.

Conner se arrodilló entre las piernas, inspeccionando a Isabeau durante mucho tiempo antes de estirarse y sacar una segunda estera de la mochila. La dobló y la empujó bajo sus nalgas, levantando la mitad más baja de su cuerpo y abriéndola más completamente. La estudió otra vez. Adoraba su aspecto con el pelo esparcido en torno a ella y el cuerpo desnudo y abierto a él. Había humedad rezumando entre los muslos y podía olfatear su excitación.

Dejó caer la mano para cubrir el montículo tentador. Ella dio un tirón, sensible ya con la anticipación. Él adoraba esa humedad acogedora. Había algo tan satisfactorio en ver a una mujer así, tan lista para su atención. Conner estaba hambriento de ella y no fingió nada más, adoraba que ella tampoco lo hiciera. Isabeau no estaba avergonzada de desearle, de mostrarle cuánto le deseaba. Y eso era un afrodisíaco, lisa y llanamente. Todo acerca de Isabeau era un afrodisíaco para él.

Muy lentamente bajó su cuerpo sobre el de ella, cubriéndola completamente como una manta, sosteniéndola, absorbiéndola. Era tan suave, esa larga extensión de piel y curvas femeninas. Se hundió en su calor, escuchando el latido rápido del corazón. Los brazos de Isabeau le rodearon, entrelazó los dedos en la nuca. Ella no se revolvió, no se quejó de su peso. Sólo le absorbió del modo en que él le estaba absorbiendo a ella como si comprendiera esa gran necesidad de simplemente sostenerla.

Después de unos pocos momentos, él frotó su cuerpo a lo largo del de ella, marcándola con su olor, reclamándola, la ensombrecida mandíbula se deslizó cuello abajo donde pellizcó y la besó antes de levantar la cabeza para fijar la mirada en la de ella. Bajó la cabeza lentamente, viendo como ella cerraba los ojos poco antes de que la boca se encontrara con la suya. Cada vez que la besaba, era como si encendiera una cerilla. El calor estallaba. Las llamas ardían, el fuego saltaba y no había vuelta atrás. Sus besos habían sido su caída de la gracia y el honor cuando ella era completamente inocente. Ahora, la boca se movía bajo la de él, la lengua acariciaba e incitaba hasta que él estuvo ardiendo al rojo vivo fuera de control.

La mano resbaló al seno y la sintió saltar. Las caderas corcovearon y las piernas se abrieron más para darle mejor acceso. Conner la besó garganta abajo hasta los senos, dándose un festín hasta que ella hizo esos pequeños ruiditos que adoraba. Había tenido el cuerpo caliente, duro y dolorido sin descanso desde que ella había envuelto los labios alrededor de él en el bosque. Podía notar como los músculos del estómago de ella se arremolinaban cuando tironeó de los pezones y era demasiado tentador detenerse allí. Avanzó por la cuesta del vientre y tomó el control de las piernas, abriéndolas, las colocó sobre los brazos cuando inclinó la cabeza para probarla.

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