Isabeau tembló ante la mirada en esos ojos. Le había visto antes así y cuando decía que la iba a mantener levantada toda la noche, sabía que hablaba en serio. Él podía ser brutalmente atento, conduciéndola más allá de todo pensamiento hasta que estaba indefensa en sus brazos, incapaz de hacer nada más excepto lo que él quería. Nunca había sabido que alguien pudiera sentirse del modo en que él la hacía sentirse. Y sólo estaba descubriendo su propio poder. ¿Quién habría pensado jamás que ella podría hacer que un hombre como Conner Vega se estremeciera y gimiera, que sus ojos dorados se oscurecieran con hambre?
– Iré a cualquier sitio contigo, Conner. Guíame. -Se estiró hacia su ropa.
Conner se la quitó de las manos y la metió en la mochila.
– Quiero mirarte. -Pasó la punta del dedo por el montículo del seno, mirando su reacción. Cuando tembló y los pezones se le pusieron de punta, sonrió, se inclinó hacia delante y les dio un golpecito con la lengua a cada uno-. He estado soñando con tu sabor. Quiero comerte como un caramelo, Isabeau. Durante horas. Tumbarte como un banquete y consumirte.
Él era bastante capaz del llevar a cabo su amenaza también. Ella le conocía a él y a sus apetitos. Su miembro ya estaba duro y grueso, contra el estómago musculoso como una bestia hambrienta que esperaba. Se estiró con dedos acariciadores y los bailó sobre él antes de ahuecar las pelotas. Él nunca se movió. No se apartó. Sólo la miró tocarle posesivamente. Su tesoro. Sólo suya.
– ¿Cómo es que el pueblo leopardo puede sobrevivir en la selva tropical cuándo otros depredadores grandes son tan raros? -preguntó cuando de mala gana permitió que los dedos se deslizaran lejos y giraba en la dirección que él había indicado-. Cuéntame sobre ellos.
Él se encogió de hombros con su mochila y la tomó de la mano, se la llevó al pecho mientras caminaban. Como todos los leopardos, estaba cómodo con su desnudez, especialmente en la selva tropical. Era natural para él, pero no para Isabeau. Podía sentir su incomodidad, pero por él, no protestó. Ella le cuestionaba cuando él quería que hiciera algo a lo que temía o que la avergonzaba, pero nunca había dicho no sin intentarlo primero. Él había sido muy cuidadoso con su confianza, porque todo el tiempo con ella había estado mintiendo. Le asombraba y humillaba que ella le pudiera entregar esa clase de confianza otra vez.
– Nosotros no cazamos animales como los otros depredadores necesitan hacer. Quizás cacemos para aprender las habilidades, pero no matamos a nuestra presa. Vigilamos a los otros animales. Para sostener a un gran depredador, necesitas una abundancia de animales como comida. -Indicó el suelo del bosque-. Estamos en una sección de espesa vegetación donde otros animales pueden vivir, pero generalmente, el suelo está desnudo porque la luz del sol no puede penetrar lo suficiente como para que las cosas crezcan. Los carnívoros tienen menos recursos de alimento aquí que los herbívoros.
– Eso tiene sentido.
El sonido del agua se volvió más fuerte cuando el sendero se estrechó y comenzó a inclinarse hacia arriba. Las vides y las flores eran más gruesas en los troncos de árbol, las hojas más anchas y más salvajes con tanta agua disponible. Muchas plantas habían arraigado en los troncos mismos, sin tocar realmente el suelo y vivían en las anchas ramas. Las raíces de las higueras estranguladoras parecían grandes bosques en sí mismas, jaulas retorcidas para que las criaturas se ocultaran dentro. En la oscuridad podía oír el continuo susurro en el dosel de arriba y en las hojas del suelo del bosque.
Su desnudez la hacía sentirse vulnerable, aunque tuvo que admitir que había algo muy sensual y erótico en andar completamente desnuda por una selva tropical de noche con un hombre como Conner. Él tenía la costumbre de protegerla mientras se movían por la maleza, para que ni siquiera las hojas le tocaran la piel. Su mano lo hacía a menudo. Le rozaba la espalda con los dedos, enviando un temblor por toda la espalda. Mientras caminaban deslizaba casualmente la mano por el trasero posesivamente, manteniéndola muy consciente de él.
La cascada entró a la vista cuando rodearon una curva y ella se paró bruscamente para mirarla. Siempre había adorado la solemnidad y la elegancia de las cascadas. Esta era mucho más grande de lo que se había imaginado en su mente. Se derramaba en una cinta estrecha desde el saliente rocoso de arriba, para caer en una piscina ancha hecha de más roca. Desde ahí caía como un velo a una piscina más profunda abajo y se precipitaba en el río mismo.
– Es hermosa.
– Sí, lo es -dijo Conner.
Pero él la estaba mirando. Isabeau podía ver el hambre brillando intensamente. Estaban completamente solos en ese escenario salvaje. Un escenario natural para él. Y Conner no estaba domesticado. Sintió el pequeño estremecimiento de temor. No le quería domesticado. Adoraba la manera en que la hacía sentirse, un poco desequilibrada y enteramente suya. Él dio un paso más cerca y le cogió las manos con las suyas. Levantó las palmas bajo sus senos hasta que el leve peso descansó allí y ella virtualmente le ofrecía el cuerpo.
La sonrisa de Conner fue lenta. Malvada. Seductora. Ella anhelaba esa mirada en su cara, los ojos entrecerrados, el oscuro dorado ardiendo con lujuria por ella. La boca, tan seductora y hábil. Las manos, experimentadas, conocedoras de lo que su cuerpo necesitaba. Y la manera en que la miraba, como si ella le perteneciera, como si su cuerpo fuera suyo y él pudiera hacer lo que deseara con ella. Lo que siempre deseaba parecía ser hacerla gritar de abrumador placer.
Él bajó la cabeza y atrajo un seno al calor de la boca. Instantáneamente el cuerpo de ella lloró de necesidad. Él tironeó del pezón con los dientes y otro chorro de líquido hizo que su matriz sufriera espasmos y apretara en el vacío. Succionó, la boca se volvió más caliente y áspera, casi arrojándola a otro orgasmo. Él dejó caer la mano, forzándola a sostener el seno para el asalto de la boca. Conner deslizó la palma por el vientre hasta bajar al montículo que latía entre los muslos.
Incapaz de detenerse, ella movió las caderas, buscando más. Él apartó la mano y continuó amamantándose del seno. Diminutas mordeduras acompañaban el tirón de los dientes sobre el pezón y las calmaba con pasadas de la lengua. El calor se precipitó por el cuerpo de Isabeau y entonces los dedos de Conner regresaron, trazando pequeños círculos en el interior de los muslos, moviéndose hacia arriba, hacia el calor de su centro. Ese ritmo lento era tortuoso dada la necesidad que aumentaba tan rápida y ferozmente dentro de ella.
– Por favor -susurró antes de poder detenerse. La sangre latía en las venas, atronaba en las orejas y palpitaba profundamente en la vagina.
Los dedos viajaron a través de los recortados rizos húmedos y acariciaron como un rayo los pliegues de terciopelo. Ella gimió suavemente, el sonido armonizó con la sinfonía de los sonidos nocturnos. Miró la amada cara de Conner, las líneas agudizadas por el deseo, las pupilas casi desaparecidas ahora que sus ojos eran completamente felinos. Un escalofrío de temor delicioso le bajó por la espina dorsal ante la mirada de hambre y determinación grabada en esa cara. Dos dedos se hundieron en sus profundidades apretadas y ella jadeó y corcoveó contra la mano invasora.
Él cambió la atención al otro seno y cuando ella lo sostuvo para él, la otra mano se deslizó a las nalgas y ella presionó contra esos dedos.
– Cabálgame, cariño -susurró.
¿Qué más podía hacer ella? Su temperatura corporal subía fuera de control y los músculos apretados y calientes agarraban con avidez esos dedos. Comenzó a empujar las caderas en torno a esa mano y él introdujo los dedos en sus profundidades.
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