Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Ella no podría haberse movido aunque hubiese querido. Se encontró hipnotizada por su mirada fija. Sabía que podía suceder con un gato grande. Tenían poder en su mirada fija, un momento embrujador cuando la presa se congelaba, esperando el golpe mortal. No podía respirar, atrapada allí, atrapada en el brillo. Permaneció absolutamente quieta. Silenciosa. Incapaz de desobedecerlo.

Él giró la cabeza lentamente, rompiendo el contacto, centrándose en los dos hombres que cruzaban el claro a zancadas hacia la cabaña. Ella no giró la cabeza, sino que movió la mirada, atemorizada de hacer un movimiento, conteniendo la respiración. Podía sentir a Conner a su lado, totalmente inmóvil, la tensión arremolinándose en él, los músculos preparados.

Los hombres tenían cerbatanas en las manos y avanzaban con cuidado, mirando el bosque circundante, caminando cuidadosamente como de costumbre. Isabeau les había visto muchas veces, moviéndose con facilidad por la espesa maleza. Un leopardo gruñó. Los dos hombres se congelaron, juntando las espaldas, las manos estables en sus armas. Otro leopardo contestó delante de ellos. Un tercero contestó a su izquierda. Conner hizo un sonido, profundo en la garganta. La llamada de Rio vino por detrás de ellos, cortando su ruta de escape, para que los hombres supieran que estaban rodeados completamente.

Gerald puso lentamente su arma en el suelo y levantó las manos, una sostenía un libro. Cuando su sobrino vaciló, dio bruscamente una orden y el hombre más joven colocó tristemente su cerbatana al lado de la de su tío. Se pararon con las manos levantadas.

– Quédate aquí -advirtió Conner-. Si hacen un movimiento equivocado hacia ti, no podré salvar sus vidas.

– Son mis amigos -protestó Isabeau.

– Nadie es nuestro amigo en un trabajo. Podrían haber cambiado de opinión y desear manejar esto de manera diferente. Haz lo que digo y mantente fuera de la vista. Déjame hablar con ellos. Si algo falla, tírate al suelo y cúbrete los ojos. E, Isabeau… -Esperó hasta que su mirada se encontró con la suya-. Esta vez haz lo que te digo.

Ella asintió con la cabeza. Ciertamente no quería ver a los leopardos matando a dos hombres que conocía.

Conner salió de la maleza al borde del claro.

– Gerald. Tu hermano no dijo nada de tu llegada.

Los dos hombres se dieron la vuelta, el más viejo mantuvo las manos arriba y lejos del cuerpo, el más joven las bajó, casi agachándose, las manos estirándose a por su arma.

– Nunca lo conseguirías, Will -dijo Conner-. Y lo sabes. Cógela y te garantizo que eres hombre muerto.

Gerald habló bruscamente con su sobrino en su propio idioma. Conner había pasado suficiente tiempo en su aldea de joven para comprender, pero fingió cortésmente que no la conocía. Will estaba siendo reprendido duramente. Habían sido amigos una vez, buenos amigos, pero eso había sido hacía mucho tiempo.

– Sentíamos que debías saber la verdad antes de embarcarte en esta misión -le dijo Gerald-. Adán me ha enviado con el libro de tu madre.

– ¿Por qué no me lo trajo Adán?

– Mi madre lo tenía -dijo Will-. Marisa lo empujó a sus manos cuando los hombres vinieron y mi madre lo dejó caer. No lo recordó hasta más tarde y mi padre ya se había ido cuando fue a buscarlo.

Conner se quedó inmóvil, casi rígido, forzando los pulmones a seguir respirando dentro y fuera. Sabía que su madre escribía un diario. Lo había visto bastantes veces mientras crecía. Ella escribía casi cada día. Adoraba las palabras y a menudo fluían en forma de poesía o cuentos. Will conjuró vívidos recuerdos que allí en la selva tropical con el peligro rodeándoles estaban mejor suprimidos, pero era una explicación plausible.

– Hay mucho para contarte -dijo Gerald-. Y el libro de tu madre apoyará mis palabras de verdad.

Conner le hizo gestos para que bajara las manos.

– Tenemos que tener cuidado, Gerald. Alguien trató de matar a tu hermano anoche.

Gerald cabeceó.

– Estoy enterado. Y hubo una división en la tribu sobre cómo manejar la situación para que los niños vuelvan.

– ¿Esa división te incluye, Will? -preguntó Conner.

– Mi hijo, Artureo, fue tomado -dijo Will-, pero apoyo a mi padre. Nada de lo que hagamos será jamás suficiente para Cortez si no la paramos ahora.

Conner les hizo señas para que se adelantaran. Gerald dio un paso lejos de las armas y caminó hacia Conner. Will le siguió, pareciendo mucho menos hostil. Sacaron delgadas esteras de los pequeños paquetes que llevaban colgados sobre los hombros y las colocaron en el suelo, colocándose a sí mismos en una posición vulnerable al sentarse. Conner hizo una pequeña señal con la mano a los otros, advirtiéndoles que retrocedieran y simplemente vigilaran.

– Gracias. -Tomó el libro que Gerald le ofrecía mientras se sentaba y cruzaba las piernas en frente de ellos-. Will, es bueno verte otra vez, viejo amigo. -Asintió con la cabeza hacia el hombre más joven. Habían pasado unos pocos años de su niñez jugando juntos. Los miembros de la tribu tomaban mujeres a una edad mucho más temprana y a los diecisiete, Will ya había tenido las responsabilidades de un hijo.

Will asintió con la cabeza.

– Desearía que la situación fuera diferente.

– Supe que uno de los nietos de Adán había sido raptado. ¿Esto es sobre tu hijo?

Will miró a su tío y entonces sacudió la cabeza, se encontró con los ojos de Conner.

Conner se preparó para un golpe. No había expresión en la cara de Will, pero había mucha compasión en sus ojos.

– No, Conner. Esto es acerca de tu hermano.

La primera inclinación de Conner fue saltar a través del pequeño espacio que los separaba y arrancarle el corazón a Will, pero se forzó a sentarse inmóvil, su mirada centrada en su presa y cada músculo preparado para saltar. Conocía a estos hombres. Eran excesivamente honestos y si Will decía que tenía un hermano, entonces Will creía que era verdad. Forzó el aire por sus pulmones abrasadores, estudiando a los dos hombres, los dedos apretándose alrededor del libro de su madre.

Isabeau había mencionado a un niño. «Marisa venía con el niño» o algo parecido. Su madre siempre estaba rodeada de niños; él no había pensado mucho acerca de eso. No había preguntado de quién era ese niño.

– Ella me lo habría dicho si hubiera tenido otro niño -dijo. No podía imaginarse a su madre ocultando a su hijo, por ninguna razón. Pero había permanecido cerca de la aldea de Adán, aún después de que él se fuera. ¿Podría haber encontrado el amor con un miembro de la tribu? Levantó la ceja, demandando en silencio una explicación.

– No el niño de tu madre, Conner. Un bebé fue traído a nuestra aldea por una mujer, una de tu gente. Ella no deseaba al niño.

El estómago de Conner dio bandazos. Sabía lo que venía y el niño en él recordó esa sensación de absoluto rechazo. Sin pensar, giró la cabeza para mirar a Isabeau. Raramente sentía la necesidad de alguien, pero en ese momento, sabía que necesitaba su apoyo. Ella salió de la maleza sin vacilación, caminó a zancadas a través del claro, pareciendo regia, la cara suave, los ojos en él. Le dirigió una pequeña sonrisa y saludando a los dos miembros de la tribu se hundió cerca de Conner. Le colocó la palma en el muslo y él la sintió allí, ardiendo. Apretó la suya sobre la de ella, manteniéndola allí mientras ella le miraba.

No quería que este momento terminara y el siguiente empezara. Ella le sonrió, mostrándole sin palabras que le apoyaría en lo que viniera. Sabía que estaba trastornado, pero no hizo preguntas, simplemente esperó. La madre de Conner había sido así. Tranquila. Aceptando. Alguien que se paraba al lado de un hombre y encaraba lo peor. Él deseaba ese rasgo en la madre de sus hijos.

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