Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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– ¿Crees que no puede hacerse? No sólo puede hacerse, pequeño cachorro perezoso, sino que puede hacerse corriendo a través de los árboles, no en un agradable claro como éste.

Jeremiah agravó sus pecados burlándose abiertamente.

– No te creo.

Rio se acercó por detrás en silencio y le pegó en la parte posterior de la cabeza, el golpe lo suficientemente fuerte como para hacer oscilar al chico.

– Deja de lloriquear e intenta aprender algo. Si vas a trabajar con nosotros, tienes que saber cómo mantenerte con vida. Ni siquiera me has oído llegar.

Isabeau se giró para ocultar una sonrisa. Jeremiah realmente era un niño grande, queriendo el respeto de los otros leopardos, pero sin querer trabajar duro para lograrlo. Los exasperaba a todos. Habían estado trabajando toda la mañana y estaba claro que era un poco inmaduro y perezoso.

– ¿Dijiste que tu familia era de Costa Rica? -se aventuró ella, obligándose a mantenerse seria.

Jeremiah asintió.

– Pero estoy haciendo esto por mí mismo. Mis padres no necesitan saberlo -agregó él precipitadamente.

Rio se dio la vuelta. Había estado caminando por el claro, sus hombros tensos por la irritación.

– ¿Tus padres no saben dónde estás?

– Pensé que tu madre te había criado -masculló Elijah-. Y que eras hijo único.

Jeremiah lo miró, revelando toda su altura y sacando pecho.

– Soy de una gran familia, el más joven de ocho. Tengo siete hermanas. Mi padre quería un hijo.

Los hombres intercambiaron miradas conocedoras.

– Y te tuvo -masculló Elijah por lo bajo.

– Eso explica mucho -dijo Conner-. Pues bien, chico, esto no es tu casa y tus hermanas no están aquí para mimarte. Mejora tu tiempo o lleva de vuelta tu apenado trasero con mamá donde esté seguro. Si te quedas con nosotros, entonces alguien va a dispararte.

Jeremiah se sonrojó.

– No soy un niño de mamá, si eso es lo que insinúas. Sólo te digo que mi tiempo es rápido, probablemente más rápido que cualquiera de los vuestros.

Conner suspiró.

– ¿Quién tiene el peor tiempo de nosotros transformándose a la carrera a través de los árboles? -miró alrededor a sus hombres.

Felipe levantó la mano.

– Creo que soy yo, Conner.

Conner dio un paso atrás y le hizo un gesto a Felipe para que siguiera. Felipe recorrió con la mirada a Isabeau y arqueó una ceja hacia Conner.

– Ella tiene que aprender. Y seguro que ha visto bastante del culo desnudo de Jeremiah.

Isabeau se sonrojó, maldiciendo en voz baja mientras volvía a convertirse en el centro de atención. Estaba tratando de encajar, tanto si lo creían como si no y no necesitaba la carga añadida de que estuvieran constantemente recordando que era una hembra y básicamente estallando en llamas como una gata enloquecida.

Ella dejó que su mirada se deslizara sobre Conner. Se había pasado toda la noche acurrucada junto a un leopardo, tan cálida y segura como nunca había soñado poder estar. Escuchar el ritmo constante de la lluvia y el latido del corazón del leopardo le había permitido quedarse dormida rápidamente, incluso en medio de tantos desconocidos. Se había sentido cómoda y totalmente a gusto. Ahora, viéndole en acción, la gracia fluida, el juego de músculos bajo la piel, los ardientes ojos y la mirada fija, su cuerpo había comenzado a fundirse. Apenas podía apartar los ojos de él. Y era agudamente consciente cada segundo de por qué le había traído a Panamá, para seducir a otra mujer y de que la había rechazado.

Conner carraspeó.

– ¿Isabeau? -la provocó.

Ella se sonrojó, percatándose de que Felipe estaba esperando su permiso.

– Necesito aprender a cambiar también -dijo ella, tratando de sonar indiferente, como si estuviera acostumbrada a ver hombres desnudos durante todo el día.

Felipe le tomó la palabra, quitándose la ropa sin ninguna modestia mientras echaba a correr. Tuvo que admirar la forma eficiente en que se desnudó, un suave y practicado movimiento que le llevó sólo un par de segundos. En el momento en que se quitó los zapatos y se arrancó los calcetines, ya estaba corriendo, desnudándose a la vez, transformándose ya mientras se quitaba los vaqueros y la camisa, los músculos deformándosele mientras adquiría velocidad, por lo que estuvo saltando, cubriendo grandes áreas antes de que su camisa tocara el suelo.

Conner paró el cronómetro y caminó hacia Jeremiah. La boca del muchacho colgaba abierta mientras clavaba la mirada en el gran leopardo con absoluto asombro.

– Apenas pude verle hacerlo -dijo Jeremiah, con admiración en la voz-. Te lo juro, casi pienso que no doy crédito a mis ojos.

– Ningún movimiento desaprovechado -señaló Isabeau, incapaz de mantenerse al margen. Se apresuró junto a Jeremiah para mirar el reloj-. Ni siquiera han sido siete segundos. ¿Cómo puede ser?

– No estoy seguro de lo que he visto realmente -dijo Jeremiah, todavía observando el reloj.

Isabeau se acercó más, rozando al desnudo leopardo con el brazo. Conner gruñó profundamente desde la garganta y el chico saltó hacia atrás. Todos los hombres se pusieron tensos y se giraron para ver la cabeza de Conner moverse lentamente, siguiendo al apocado cuerpo de Jeremiah, la ardiente mirada brillante y con la atención fija en su presa.

– Conner -dijo Rio con dureza.

Conmocionada por la reacción de Conner, Isabeau instintivamente se apartó de Jeremiah.

– Realmente no puedes pensar… -se calló, llevándose la mano defensivamente a la garganta, aunque había una parte mezquina que encontraba la situación divertida-. Es un chiquillo.

– Está más cerca de tu edad que yo -espetó Conner.

Ella no pudo reprimir su risa.

– Vamos, Conner, no seas ridículo.

– ¡Oye! -dijo Jeremiah-. Las mujeres no pueden tener bastante de mí.

Conner gruñó, los dientes alargándose, curvándose, las garras explotando desde las yemas de los dedos. Isabeau lo empeoró al doblarse de risa ante la cara indignada de Jeremiah y los otros hombres pusieron los ojos en blanco sorprendidos de que el chico no tuviera el suficiente sentido de supervivencia para dar un paso para alejarse de Isabeau y cerrar la boca.

– ¿Estás diciendo que mi mujer te desea? -demandó Conner, acercándose más al chico-. ¿Qué te prefiere a mí?

Eso hizo que Isabeau se pusiera seria inmediatamente. Se enderezó, los ojos se le habían vuelto verdes y brillaban como dos joyas.

– No soy tu mujer, miserable excusa de compañero.

Todo el mundo la ignoró. Jeremiah contuvo el aliento. Esas letales garras estaban demasiado cerca de la más preciada parte de su cuerpo y Conner tenía un aspecto lo suficientemente enfadado para rebanarle un trozo.

– No, no es eso lo que quería decir -protestó Jeremiah, dándose cuenta de su error demasiado tarde. Los felinos reaccionaban muy mal cuando los hombres rondaban a sus compañeras, especialmente si la compañera estaba a punto de entrar en celo. Se percató de que ninguno de los otros hombres se había acercado a Isabeau.

– ¿Qué querías decir exactamente? -dijo Conner entre dientes.

Isabeau era muy consciente de cómo se estaban moviendo los otros hombres ahora, probablemente para salvar a Jeremiah si fuera necesario. Repentinamente la situación ya no se trataba sobre ella. Jeremiah estaba en peligro real por el hombre que antes había rechazado sus avances. Lo que fuera que estaba guiándole era real y peligroso.

Dio un paso acercándose a Conner y le puso la mano sobre el brazo. Podía sentir la determinación y la adrenalina recorriéndolo como un río de fuego. Empezaba a entender el terrible coste del leopardo sobre el hombre. Las leyes de los felinos eran imposibles de ignorar por el hombre. Siempre caminaban sobre la delgada línea divisoria cuando sus rasgos animales aparecían.

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