Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Era humillante pero no podía parar de moverse contra él, frenética ahora, cada terminación nerviosa en carne viva. Él gruñó una advertencia suave cuando ella luchó. Conner movió la boca por su cuello, la lengua se arremolinó sobre la mordedura que picaba, enviando olas de calor abrasador a través del sistema sobrecargado de ella.

– Soy tu compañero, Isabeau. Ahora. Siempre. No hay nada más. Me perteneces a mí y yo te pertenezco a ti. No tiene que gustarte pero no puedes negarlo. Tu cuerpo lo sabe. Tu gata lo sabe. Lucha contra mí todo lo que quieras, pero lo sabes también.

Ella odió el conocimiento en los ojos de Conner cuando él miró por encima del hombro, su mirada de párpados pesados. Parecía tan sensual. Tan masculino. Tan intenso. La miraba como si supiera que nadie más la satisfaría jamás. Nadie más la podría mantener tan quieta, tan hipnotizada, mientras frotaba el muslo sobre y en ella, haciendo que unas ondas de pulsante necesidad se estrellaran contra ella. Su agarre era posesivo. Frotó la cara sobre su cuello, el hombro, el pelo, casi como si estuviera dejando su olor por todas partes. Reclamándola. Advirtiendo a todos los demás machos.

A Isabeau los músculos se le arremolinaron en el estómago, la excitación le excitó los muslos y pechos, el aliento se volvió entrecortado. Un sollozo escapó. El cuerpo de él estaba lleno y pesado, presionando, apretando con urgente demanda contra la parte baja de su espalda. Su olor le llenó los pulmones. Él estaba por todas partes y la piel se sentía demasiado apretada, la ropa le hacía daño.

Manteniéndole los brazos sujetos con un brazo envuelto apretadamente alrededor de ella, le agarró el pelo con el puño y le echó la cabeza atrás. Ella lo miró a los ojos dorados, oscuros ahora con calor. Con hambre intensa. Tanta posesión. Miró cómo bajaba la boca hacia la de ella, y debería haberse movido, debería haber luchado contra él, pero el aliento dejó los pulmones en una ráfaga y estuvo perdida en su propia necesidad. Su boca fue dura y exigente, una orden aplastante tomando, marcando, y saboreó lujuria, saboreó pecado y sexo. Ella le saboreó.

Había olvidado ese sabor adictivo. Abrió la boca para él y se dio el gusto de su necesidad, alimentándola, sintiendo cuando todo lo que él hacía era besarla, una y otra vez, los labios ásperos, la boca caliente, la lengua la rozaba con caricias de fuego que amenazaban con consumirla. Oyó su propio quejido estrangulado, un sonido de intensa necesidad escapó antes de que pudiera pensar en evitarlo.

Ya no podía pensar claramente, su cerebro estaba empañado, su cráneo demasiado apretado y el hambre latía como una taladradora en la cabeza. Los senos le dolían, los pezones duros estiraban la delgada tela del sujetador. No podía dejar de frotarse contra él, necesitando la dura presión del muslo para aliviar el terrible dolor que no pararía, sabiendo que no sería suficiente hasta que él la llenara completamente. La boca de Conner se movió al hombro, una marca abrasadora, y susurró bajo y sexy en su oído.

– Para de luchar, Sestrilla , deja que suceda.

Su voz, ese susurro de terciopelo sexy y pecaminoso provocó el orgasmo que estalló por su cuerpo como una tormenta de fuego. Se retorció totalmente avergonzada, mientras su corazón golpeaba con demasiada fuerza en su pecho y las ondas de calor ondulaban y latían por ella.

Él lo sabía. Sabía lo que le hacía, podía oírlo en la satisfacción que le retumbaba en el pecho, el ronroneo que procedía de su garganta. Las lágrimas le ardieron detrás de los ojos. Odiaba su falta de control, la necesidad cruda que la atormentaba en su presencia. Él debería haber sido la última persona cuyo toque necesitara, pero aquí estaba, unas pocas horas en su compañía y permitiendo su toque, anhelando su toque.

¿Cómo arrancaba ella su alma de él? ¿Cómo recuperaba el corazón? ¿Cómo detenía la respuesta de su cuerpo? Él la había dejado vacía. Rota. Era una terrible obsesión que no podía superar, no importaba con cuánta fuerza luchara. No tenía la menor idea de cómo detener el hambre mortal cada vez que lo miraba. Su voz sólo la provocaba. Estaba atrapada en su trampa, en la ilusión que él tejía y no podía escapar.

Él la dejaría otra vez. Había venido a la selva tropical a seducir a una mujer. Ella le había traído a la selva tropical para seducir a otra mujer. Y él había aceptado el trabajo hasta que supo quién era el cliente. ¿Qué estaba mal con ella? ¿Dónde demonios estaba su gata ahora? El animal traicionero se acercaba a la superficie, revelando su celo y su hambre, luego desertaba cuando Isabeau más necesitaba las garras y la fuerza. Se sentía sin potencia. Destrozada. Humillada. No era un igual para un hombre como Conner Vega. Ni siquiera estaba en su liga.

– Suéltame. -Su voz temblaba, pero las palabras salieron. Su cuerpo se estremecía con el placer ilícito incluso mientras empezaba a enfriarse rápidamente después de la terrible necesidad abrasadora que había ardido. La había dejado drenada, saciada y confusa.

– Isabeau, mírame.

El sonido de su voz la hizo cerrar los ojos como una niña tratando de bloquear al fantasma que siempre la atormentaba.

– Déjame.

Porque si no lo hacía, iba a echarse a llorar y a sollozar lo bastante fuerte como para que cualquier enemigo en las cercanías viniera corriendo.

– Relájate. No estamos fuera del bosque todavía, cariño. No puedo tenerte luchando contra mí cuando estamos en medio del territorio enemigo. Sólo cálmate para mí.

– Estoy perfectamente tranquila. -Destrozada. Rota. Pero tranquila.

Capítulo 5

– Todo estará bien, Isabeau.

El cuchicheo del diablo. Esa voz pecadora, sexy y mentirosa . Había sucumbido a su poder la primera vez que la escuchó. En ese momento, despreció a la gata dentro de ella casi tanto como odiaba al ser humano. Isabeau forzó su cuerpo a relajarse, demostrándole que la lucha había acabado.

Conner aflojó su agarre de mala gana, como si no se fiara exactamente de su rendición. Ella lo miró a la cara y se vio a sí misma como una sombra en el reflejo de los ojos. Se sentía como una sombra, insustancial al lado de su poder. Agachó la cabeza, incapaz de enfrentarse ni siquiera con la sombra de ella misma. Nunca más querría mirarse en un espejo otra vez.

– Soy tu compañero, Isabeau. No hay vergüenza entre compañeros.

Ella levantó el mentón y se alejó un paso, las rodillas débiles, el corazón todavía atronando.

– Tú no eres nada para mí. Y lo que le sucede a mi cuerpo, no tiene nada que ver contigo. Cualquier hombre habría sido satisfactorio.

Cometió el error de mirarlo. El ámbar en los ojos se cristalizó, volviéndose dorado y luego amarillo. Las manchas verdes se unieron, las pupilas se dilataron completamente y su mirada se enfocó mortalmente. Él dio un paso acercándose, invadiendo su espacio. Si había rabia, ardía bajo la superficie. La cara era dura, la boca firme. Un músculo tembló en su mandíbula, pero su mirada se mantuvo fija, una clara advertencia.

– Di lo que tengas que decir para mantener tu orgullo, Isabeau. Las palabras no importan mucho. Pero piensa largo y tendido antes de poner en peligro la vida de alguien. Esto está en ti. El emparejamiento es una ley más alta y no hay manera de sortearla. No puedes fingir que no está. Esto es entre nosotros, nadie más. Lo resolveremos.

Ella parpadeó rápidamente para detener las lágrimas abrasadoras. Maldito fuera. La había destruido. No podía haber sabido cuán profundamente la había golpeado. Ella no era del tipo de chica alrededor de la cual los chicos se habían congregado mientras crecía. No había habido citas ni bailes en la escuela. Los chicos se habían apresurado a ir donde sus amigas pero nunca donde ella. Lo mismo en el instituto. Nunca había descubierto porqué los otros la evitaban. Había tratado de aprender el arte del coqueteo, de la conversación. Se había preocupado por ser amistosa, pero siempre era apartada y por último había aceptado que no era atractiva para el otro sexo y que las mujeres la encontraban demasiado intimidante para ser su amiga.

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