Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Se encontró metiendo los brazos hacia adentro y extendiendo las piernas para que su cuerpo girara, la parte delantera bajando mucho más rápido que la parte de abajo. Inmediatamente metió las piernas y extendió los brazos para darse la vuelta. Había girado completamente en el aire, justo como Conner había dicho que haría. Trató de relajarse mientras sentía una sensación abrasadora en pies y manos, indicando a las garras que se abrieran camino a través de la piel sensible poco antes de golpear el suelo. Las almohadillas ayudaron, pero golpeó con fuerza, las piernas y manos absorbieron la tremenda caída a través de las patas.

El dolor chocó por su cuerpo, muñecas, codos, rodillas y tobillos desmoronándose bajo ella mientras se extendía en el suelo del bosque.

– No te muevas -siseó Conner cuando aterrizó al lado de ella, agachándose con un movimiento perfecto.

Lo odió en ese momento. Tenía que ser bueno en todo. Ella se había caído del dosel en la selva tropical, arreglándose para enderezarse y aún así se había hecho daño. Las manos de Conner se movieron sobre ella, examinándola rápida y eficientemente en busca de daños.

– Acabamos de aterrizar en medio de territorio enemigo -recordó-. No hagas ni un sonido.

Ella se dio cuenta de que estaba gimiendo suavemente y se forzó a tranquilizarse, aunque no pudo detener las lágrimas que le caían por la cara. Respingó cuando los dedos de él se movieron a la muñeca izquierda.

– Cuán malo -articuló.

Ella alzó la mirada a su cara seria y trató de parecer valiente cuando lo que realmente quería era curvarse en una pelota y sollozar. Las puntas de los dedos de él le rozaron suavemente las lágrimas, haciendo que su corazón doliera.

– Una torcedura, creo. El resto de mí sólo está contusionada, me he golpeado por todas partes cuando he aterrizado. He tenido suerte. -Recordó cuchichear las palabras, utilizando un hilo de sonido que la aguda audición de Conner podía captar fácilmente.

Su cuerpo se sintonizaba una vez más al ritmo de la selva tropical. Oyó el susurrar en la maleza y supo que era un hombre, no un animal, el que rozaba las hojas bastante cerca de ellos. Demasiado cerca. Olió sudor, temor y putrefacción. Los ojos se encontraron con los de Conner. Allí estaba otra vez, esa mirada implacable, despiadada y peligrosa que significaba que estaba a salvo. Él se puso el dedo en los labios y le indicó que retrocediera a la cobertura de la maleza. Ella utilizó los dedos de los pies y los codos para deslizarse sobre el vientre, moviéndose con cuidado sobre la alfombra gruesa de hojas caídas, hasta que las hojas más anchas y gruesas de los arbustos le proporcionaron una pantalla.

Todo el tiempo mientras se escabullía, Conner permaneció en su terreno, escudándola con su cuerpo. Él le hacía difícil despreciarlo totalmente cuando se ponía continuamente en peligro para protegerla. Y deseaba, necesitaba despreciarlo. Tenía que permanecer alerta para evitar caer bajo su hechizo. Fuera en el bosque donde una ley más alta prevalecía, la vida pareció muy blanquinegra.

Sólo cuando estuvo a salvo bajo la cobertura, Conner comenzó a moverse. El arma siempre lista, la mirada examinaba inquietamente cada pulgada de los alrededores, sin perderse nada. Retrocedió lentamente en la maleza para tumbarse al lado de ella. Con paciencia infinita empujó el arma en sus manos, le colocó el dedo en el gatillo y le advirtió que estuviera en silencio otra vez. Su propia mano, casi a cámara lenta, fue a los pequeños pedazos de metal parecidos a dagas que tenía en los lazos del cinturón. Sacó dos de ellos sin un sonido.

Ella nunca los había notado, tan pequeños y de aspecto inofensivo, pero vio, antes de que los dedos los ocultaran, que eran puñales mortales. El arma de un asesino. Cerró los ojos por un momento, preguntándose cómo había llegado a este lugar con este hombre. Le tocó el dorso de la mano y esperó hasta que ella se atrevió a mirarlo otra vez. Él le guiñó y justo así la tensión se alivió.

La noche descendió rápidamente en la selva tropical y, aunque ella estaba acostumbrada a acampar durante largos periodos de tiempo mientras trabajaba, solía estar a salvo de la tierra y fuera del camino de los millones de insectos que convertían el suelo de la selva en una alfombra viviente. Podía sentir a los bichos moverse por su piel y habría tratado de moverse para quitárselos, pero Conner le había tocado la mano y le había dado ese guiño lento y sexy.

A Isabeau el aliento se le quedó atascado en la garganta y se congeló cuando dos botas inmensas dieron un paso a centímetros de su cabeza. Conner nunca se movió. Estaba tumbado a su lado, la respiración tranquila y silenciosa, pero podía sentir la tensión arremolinándose en su cuerpo, los músculos juntarse mientras se preparaba para el salto. El hombre se agachó y empezó a introducirse centímetro a centímetro en la maleza. El vapor se alzaba del suelo, rodeando las botas y pantorrillas a cada paso que daba.

La vista debería haber golpeado el temor en su corazón, pero Conner era demasiado sólido cerca de ella, demasiado un cazador, los ojos fijos en su presa, impasible, como los ojos de un leopardo. Los ojos de Conner ardían, el ámbar se oscureció a un amarillo verdoso, ardiendo con la tensión, con fuego, pero en su mayor parte con una astuta inteligencia. Su mirada era penetrante y ella no podía apartar los ojos de su cara, ni siquiera para ver a dónde se dirigía el hombre que se arrastraba por el bosque.

Isabeau oyó retumbar a su corazón, pero Conner nunca se movió, utilizando toda la paciencia natural de un leopardo, completamente inmóvil mientras el hombre giraba la espalda y daba varios pasos alejándose, alertado por un suave ruido justo delante. El aliento se le paró en los pulmones cuando captó el olor de Adán. Estaba cerca y el hombre oculto en la maleza le oía.

Conner se deslizó hacia adelante, acechando lentamente sobre el vientre, propulsándose adelante palmo a palmo. Se arrastraba y se congelaba, utilizando la exigua cobertura para avanzar hasta estar a treinta centímetros de su presa. Cuanto más se acercaba, más lentamente se movía, mientras seguía acechando de esa manera congelada hasta que estuvo casi sobre el hombre. Una vez que se centró, su mirada dilatada nunca se movió del objetivo. Estalló desde el suelo, lanzándose sobre su presa, agarrando los dos puñales y acuchillando. Con su enorme fuerza sostuvo a su presa fácilmente, mientras el hombre grande se resistía, tratando de defenderse, dejando caer el arma en el proceso, incapaz de gritar.

Isabeau trató de apartar la mirada, pero la vista de la lucha a vida o muerte la hipnotizó. En su mayor parte miraba a la cara de Conner. Su expresión nunca cambió. Los ojos parecían salvajes, de ese extraño dorado ardiente, pero la cara era una máscara de resolución implacable. Ella no le podía imaginar derrotado por nada. Parecía invencible. Parecía despiadado. Mortal. Y que Dios la ayudara, ella era atraída como una polilla a la llama en vez de ser repelida como debería haber sido.

Conner bajó el cuerpo al suelo en silencio y dejó salir una serie de resoplidos. El sonido perforó el velo de niebla que se alzaba como nubes alrededor de ellos, reverberando en la oscuridad, mezclándose con los sonidos naturales del bosque. A lo lejos, ella oyó una respuesta, el ronroneo de saludo común de un leopardo, parecido al bufido de un caballo. Otro contestó con una combinación que se parecía al arrullo de una paloma y el agua corriendo sobre rocas. Un tercer leopardo sonó como un breve estornudo amortiguado, formando un triángulo con Conner e Isabeau en el centro. La vocalización duró menos que un segundo, pero los sonidos fueron escalofriantes.

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