Patricia Briggs - Cry Wolf

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Nunca tuve miedo de los monstruos, hasta que me convertí en uno. Ahora tengo miedo hasta de mi sombra.
Anna desconocía la existencia de licántropos, vampiros u otras criaturas hasta que ella misma se convirtió en una. Tras sobrevivir a un brutal ataque, Anna descubre que se ha transformado en una mujer lobo. Durante tres años se ve obligada a soportar los continuos abusos a que es sometida por los miembros de su manada y a subsistir como una loba sumisa, el último escalafón de la jerarquía de los licántropos. Sin embargo, gracias a la intervención de uno de los Alfa más poderosos del país, Anna descubrirá que en realidad es una Omega, lo que la convierte en uno de los seres más extraños del grupo. El Alfa no tardará en reclamarla como suya… en todos los sentidos.

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– ¿De dónde has sacado la ropa?

Podría haber pensado que era la ropa que llevaba puesta cuando se transformó de humano a lobo, pero ella había ayudado a desnudarle para que el médico de Chicago pudiera examinarlo. A parte de los vendajes, no llevaba nada puesto cuando se había transformado en lobo.

Charles meneó la cabeza.

– Como quieras. Da igual.

Los téjanos eran Levi's, desgastados en la zona de las rodillas, y la camiseta tenía una etiqueta de Hanes. Anna se preguntó si en algún lugar habría alguien que en aquellos momentos estaba corriendo en ropa interior.

– Qué dulce -dijo ella mientras le subía la camiseta con cuidado para comprobar la herida del pecho-. Aunque esto sería más fácil si no te hubieras vestido.

– Lo siento -dijo con un gruñido-. Es la costumbre.

Una bala le había atravesado el pecho a la altura del esternón. El agujero de la espalda era peor, mucho mayor que el de delante. Si hubiera sido humano, aún estaría en urgencias, pero los hombres lobo son resistentes.

– Si pones un parche adhesivo por delante -le dijo él- podré sostenerlo. Tendrás que poner otro en la espalda y después envolverlo todo con una venda de veterinario.

– ¿Cómo?

– Esa cosa roja que parece una venda de deportista. Se ceñirá sola, así que no tendrás que apretarla. Seguramente necesitarás dos rollos para cubrir todo bien.

Anna cortó la camiseta con las tijeras que había encontrado en la cocina. Entonces abrió de un tirón el paquete de parches adhesivos y colocó uno sobre la herida abierta del pecho, intentando no pensar en el agujero que atravesaba su cuerpo y que le salía por la espalda. Presionó el parche con más fuerza de la que se creía capaz.

Rebuscó en el botiquín en busca de la venda de veterinario y encontró una docena de rollos al fondo. La mayoría eran marrones o negros, pero había unos cuantos de otros colores. Como estaba enfadada con él por hacerse daño a sí mismo cuando podría haberse quedado en forma de lobo unos días más, cogió un par de rollos de color rosa fosforito.

Charles soltó una carcajada cuando los sacó de la caja, y el esfuerzo debió de producirle bastante dolor porque su boca se contrajo y tuvo que respirar superficialmente durante un rato.

– Fue mi hermano quien los puso ahí -dijo cuando lo peor había pasado.

– ¿También hiciste algo para cabrearlo? -le preguntó ella.

– Según él, era lo único que le quedaba en la oficina cuando rellenó el botiquín -dijo con una sonrisa.

Tenía ganas de hacerle unas cuantas preguntas más sobre su hermano, pero todo el deseo de burlarse de él se desvaneció al ver su espalda. En los escasos minutos que había tardado en organizar los elementos del vendaje, se había formado un charco de sangre en la zona entre su piel y la parte superior de sus téjanos. Tendría que haberle dejado la camiseta puesta mientras lo hacía.

– Tarditas et procrastinatio odiosa est -se dijo mientras abría con las tijeras un paquete de parches adhesivos.

– ¿Hablas latín? -le preguntó él.

– No, solo sé un montón de citas. En principio esa es de Cicerón, pero tu padre me dijo que mi pronunciación es lamentable. ¿Quieres que te lo traduzca?

El rastro de la primera bala, la que había recibido protegiéndola, había dejado una quemadura en diagonal sobre la herida más grave. Pese a que le dolería unos días, no era muy importante.

– No hablo latín -le dijo él-. Pero sé un poco de francés y español. ¿Dejar las cosas para más tarde no es buena idea?

– Más o menos.

Había empeorado las cosas: necesitaba un médico para aquello.

– No pasa nada -dijo él, respondiendo a la tensión en su voz-. Limítate a cortar la hemorragia.

Venciendo las náuseas, se puso manos a la obra. Pero antes le recogió la sudorosa cabellera, que le llegaba a la altura de la cintura, y se la pasó por encima del hombro.

No había parches lo suficientemente grandes como para cubrir la herida de la espalda, de modo que cogió dos y los sostuvo en su lugar con una ligera presión de la rodilla mientras le rodeaba el torso con la venda de veterinario. Charles sujetó un extremo sin que ella se lo pidiera y la mantuvo presionada a la altura de sus costillas. Anna aprovechó aquel anclaje para dar la primera vuelta a la venda.

Le hizo daño. Charles dejó de respirar, limitándose a dar pequeños y débiles resuellos. Proporcionar primeros auxilios a un hombre lobo estaba lleno de peligros. El dolor podía provocar que el lobo perdiera el control, como había ocurrido aquella mañana. Sin embargo, Charles se mantuvo completamente inmóvil mientras ella le colocaba el vendaje muy ceñido para que sujetara los parches en su lugar.

Anna utilizó los dos rollos y se esforzó por no hacer ningún comentario sobre lo bien que le sentaba el rosa chillón sobre su tez morena. Cuando un hombre está a punto de desmayarse por culpa del dolor, no es muy conveniente fijarse en lo hermoso que es. Su suave piel morena se extendía sobre unos músculos tensos y unos huesos… tal vez si no hubiera desprendido aquel olor tan irresistible pese a la sangre y el sudor, Anna podría haber mantenido las distancias.

Suyo. Él era suyo, susurró aquella parte de ella que no se preocupaba por las cuestiones humanas. Por muchos que fueran sus temores sobre los rápidos cambios que se estaban produciendo en su vida, su mitad de lobo se sentía muy cómoda con los acontecimientos de los últimos días.

Cogió un paño de la cocina, lo mojó y le limpió la sangre del pecho mientras él se recuperaba de sus burdos primeros auxilios.

– También tienes sangre en la pernera del pantalón -le dijo ella-. Tengo que quitarte los téjanos. ¿Puedes hacerlos desaparecer mágicamente como aparecieron?

Charles meneó la cabeza.

– Ahora no. Ni siquiera para alardear.

Anna valoró las dificultades de quitar unos téjanos y acabó cogiendo las tijeras que había usado antes. Estaban bastante afiladas y cortaron la dura tela con la misma facilidad con que habían cortado la camiseta, dejándolo únicamente con unos calzoncillos de color verde oscuro.

– Espero que el suelo sea resistente -dijo en un murmullo para intentar distanciarse de la herida-. Sería una lástima mancharlo.

La sangre se había extendido por todo el elaborado dibujo del suelo. Por suerte, las alfombras persas estaban demasiado lejos para correr peligro.

La segunda bala le había atravesado la pantorrilla. Tenía mucho peor aspecto que el día anterior; estaba más hinchada y reseca.

– La sangre no lo estropeará -dijo como si sangrara sobre su suelo periódicamente-. El año pasado le aplicaron cuatro capas de poliuretano. No le pasará nada.

No quedaban más vendas rosas en el botiquín, de modo que para la pierna eligió el siguiente color más ridículo: un verde chartres. Como el rosa, la pátina brillante le sentaba muy bien. Anna utilizó todo el rollo y otro par de parches para evitar que el vendaje se soltara, y lo dejó listo, dejando la colcha, la ropa y el suelo empapados de sangre. La ropa de ella tampoco se había librado.

– ¿Quieres que te acompañe a la cama antes de recoger todo este desastre o prefieres unos minutos para recuperarte?

– Esperaré -dijo él.

Mientras ella había estado ocupada con el vendaje, sus ojos oscuros habían adquirido el tono amarillento del lobo. Pese a la pataleta de aquella mañana que había estremecido a los lobos de Chicago, su control parecía ser muy, muy bueno, pues le había permitido permanecer inmóvil mientras ella se ocupaba de las heridas. Sin embargo, no había razón alguna para tentar a su suerte.

– ¿Dónde está la lavadora? -le preguntó tras coger una muda de la caja.

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