– En el sótano.
Tardó un minuto en localizar el sótano. Finalmente abrió una puerta en la pequeña pared entre la cocina y el salón que había confundido con un armario y encontró la escalera. La lavadora estaba al extremo de un sótano a medio terminar; el resto era un gimnasio equipado con impresionante minuciosidad.
Arrojó los vendajes y la ropa de Charles en una cesta junto a la lavadora. En el sótano también había una pileta. La llenó de agua fría e introdujo todo lo que aún podía salvarse. Dejó que se empapara durante unos minutos mientras se cambiaba de ropa, introduciendo también su camiseta y téjanos manchados de sangre. Junto a la secadora encontró un cubo de cinco litros lleno de trapos limpios y plegados y cogió unos cuantos para limpiar el suelo.
Charles no reaccionó cuando Anna regresó a su lado: tenía los ojos cerrados y el rostro sereno. Debería haber tenido un aspecto ridículo sentado con unos calzoncillos manchados de sangre y unas tiras rosas y verdes alrededor del cuerpo, pero simplemente tenía el aspecto de Charles.
La sangre del suelo desapareció tan fácilmente como él había prometido. Anna le dio una última pasada y se puso en pie para regresar al sótano con los trapos manchados, pero Charles le agarró la pierna con un movimiento de su enorme mano y ella se quedó inmóvil, preguntándose si finalmente habría perdido el control.
– Gracias -le dijo bastante civilizadamente.
– Te dije que estaba dispuesta a cualquier cosa, pero si me obligas a vendarte otra vez, tendré que matarte -le dijo ella.
Charles sonrió con los ojos aún cerrados.
– Intentaré no desangrarme más de lo necesario -le prometió, soltándola para que siguiera con sus tareas.
En cuanto la lavadora se puso en movimiento en el sótano, emprendió la tarea de calentar burritos congelados en el microondas. Si ella tenía hambre, él debía de estar desfallecido.
No encontró café, pero había chocolate instantáneo y una gran variedad de tés. Tras llegar a la conclusión de que lo que necesitaban era azúcar, puso a hervir agua para hacer chocolate caliente.
Cuando lo tuvo listo, llevó un plato y una taza de chocolate al salón y los dejó en el suelo frente a él. Charles no abrió los ojos ni se movió, de modo que Anna lo dejó solo.
Paseó por la casa hasta encontrar su dormitorio. No fue complicado. Pese a todos los lujos del mobiliario y la decoración, no era una casa excesivamente grande. Solo había una habitación con una cama.
Aquello hizo que se detuviera un instante con un sentimiento desagradable.
Apartó las sábanas. Al menos no tendría que enfrentarse al tema del sexo durante unos cuantos días. Charles no estaba en la mejor forma para hacer gimnasia ahora mismo. Su naturaleza de lobo le había enseñado, entre otras cosas, a ignorar el pasado, vivir el presente y no pensar demasiado en el futuro. Funcionaba, siempre y cuando el presente fuera soportable.
Se sentía cansada; cansada y completamente fuera de lugar. Hizo lo que había aprendido a hacer aquellos últimos años: reunir a la fuerza de su lobo. Era algo que solo otro lobo podría percibir, y sabía que si se miraba en un espejo, solo encontraba el reflejo de sus propios ojos marrones. Sin embargo, bajo su piel podía sentir al Otro. Había utilizado al lobo para soportar cosas a las que su mitad humana no habría logrado sobrevivir. Por ahora, le daba una mayor fortaleza y la aislaba de sus preocupaciones.
Recorrió con la mano las sábanas verde bosque -a Charles parecía gustarle mucho el verde- y regresó al salón.
Charles seguía sentado en el suelo, con los ojos abiertos, y tanto el chocolate como los burritos que le había dejado en el suelo habían desparecido. Todo buenas señales. Sin embargo, tenía la vista desenfocada, y su rostro estaba aún más pálido de lo normal, con profundas líneas producidas por la tensión.
– Vamos a la cama -le dijo ella desde la seguridad del umbral de la puerta.
Mejor no sorprender a un hombre lobo herido, incluso uno en forma humana y con problemas para mantener la verticalidad.
Charles asintió con la cabeza y aceptó su ayuda. Incluso en forma humana era muy grande, unos treinta centímetros más que su metro sesenta. También pesaba mucho.
De haber sido necesario, podría haber cargado con él, pero le habría costado mucho y le habría hecho daño, de modo que le pasó el hombro por debajo del brazo y le ayudó a llegar hasta su dormitorio.
Tan cerca de él, le resultaba imposible no responder al aroma de su piel. Olía a macho y a pareja. Empujada por aquel aroma, se dejó sumergir en la seguridad de su naturaleza de lobo, acogiendo la satisfacción de la bestia.
Charles no hizo sonido alguno durante el trayecto hasta su dormitorio, aunque ella podía sentir el alcance de su miedo en la tensión de sus músculos. Estaba ardiendo y febril, y aquello la preocupaba. Jamás había visto a un hombre lobo con fiebre.
Charles se sentó en la cama con un silbido. Aunque la sangre en la pretina de sus calzoncillos mancharía las sábanas, Anna no se sintió demasiado cómoda para comentárselo. Parecía a punto de derrumbarse; antes de decidir transformarse en humano había estado mucho mejor. Tendría que habérselo pensado mejor, de algo tenía que servirle ser tan viejo.
– ¿Por qué no te has quedado en forma de lobo? -le recriminó.
Unos ojos de hielo se clavaron en los suyos con una profundidad amarilla que tenía más de lobo que de hombre.
– Ibas a marcharte. El lobo no tenía forma de decirte que no lo hicieras.
¿Había pasado por todo aquello solo porque le preocupaba que ella pudiera irse? Romántico… y estúpido.
Anna puso los ojos en blanco, exasperada.
– ¿Y adonde demonios hubiera ido? ¿Y qué más te daba si acababas muriendo desangrado?
Charles bajó la vista deliberadamente.
El hecho de que aquel lobo, aquel hombre tan dominante que incluso los humanos se apartaban cuando pasaba a su lado, le ofreciera la ventaja la dejó sin aliento.
– Mi padre te habría llevado a donde desearas -le dijo él suavemente-. Estaba bastante seguro de que podía convencerte de lo contrario, pero subestimé la gravedad de mis heridas.
– Estúpido -le dijo ella con acritud.
Charles levantó la vista para mirarla, y fuera lo que fuese lo que vio en su rostro, le hizo sonreír, aunque su voz permaneció seria cuando respondió al insulto.
– Sí. Me haces perder el juicio.
Charles empezó a tumbarse en la cama y Anna le colocó rápidamente el brazo alrededor del cuerpo, justo por encima del vendaje, ayudándole a tenderse sobre el colchón.
– ¿Prefieres tumbarte de lado?
Charles negó con la cabeza y se mordió el labio. Anna sabía por experiencia propia lo doloroso que podía resultar el hecho de tenderse en la cama cuando estás gravemente herido.
– ¿Quieres que llame a alguien? -le preguntó-. ¿Al médico? ¿A tu padre?
– No. Estaré bien después de dormir un poco.
Anna le miró con semblante escéptico que él no vio.
– ¿Hay algún médico? ¿O alguna persona que sepa más de medicina que yo por los alrededores? ¿Cómo, por ejemplo, un boy scout de diez años?
El rostro de Charles se iluminó con una sonrisa pasajera que animó su sobria belleza hasta el punto de provocar en Anna una punzada en el corazón.
– Mi hermano es médico, pero probablemente seguirá en el estado de Washington. -Dudó un instante-. Aunque tal vez no. Seguramente volverá para el funeral.
– ¿Funeral?
Entonces recordó el funeral del amigo de Bran, la razón por la cual Bran no había podido quedarse más tiempo en Chicago.
– Mañana -respondió él, aunque no era eso a lo que ella se refería. Como no estaba muy segura de querer saber más sobre quién había muerto y por qué, no le hizo más preguntas. Charles. Se quedó en silencio y Anna pensó que se había quedado dormido hasta que volvió a hablar-: Anna, no confíes en nadie.
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