Kelley Armstrong - Algo más que magia

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Brujas, hechiceros, vampiros… Descendientes de una antigua raza que lucha por su supervivencia en un mundo hostil.
Cuando a Paige Winterbourne la obligan a renunciar a su cargo de Líder del Aquelarre Norteamericano de Brujas, lo único que quiere hacer es alejarse del mundanal ruido durante una buena temporada y pensar en la posibilidad de formar un aquelarre alternativo con sus seguidoras. Pero, claro está, el destino tiene otros planes para ella.
Un psicópata con poderes sobrehumanos e imparables deseos de venganza anda suelto. Al enterarse de que las víctimas del despiadado asesino son adolescentes, Paige decide involucrarse en la investigación junto con Lucas Cortez, el más joven de la súper poderosa Camarilla Cortez.
Deseosa de proteger a aquellos que ama, Paige se introduce en un mundo de arrogantes hechiceros, nigromantes borrachuzos, dioses druidas con mal genio y turbadores vampiros enfundados en cuero que gustan de celebrar espeluznantes orgías de sangre.

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– Algo sé de eso -dije-. Después puedes tomar contacto, pero es más difícil que si lo hubieras hecho durante los primeros dos días.

– Porque sencillamente han aprendido a decir «no» a los nigromantes pesados. Tras ese período somos tan bienvenidos como los vendedores de enciclopedias. Es preciso molestarlos una y otra vez, hasta que nos escuchan tan sólo para librarse de nosotros. A menos que sean ellos los que quieran algo, entonces nos volverán locos a nosotros, hasta que los escuchemos. -Jaime se pasó la mano entre los cabellos-. Eso no tiene sentido. Si está adiestrándose, ¿por qué, entonces… -Se recogió el pelo y se hizo una cola de caballo-. No tendrás un pasador, ¿verdad?

– Siempre llevo -dije, buscando en mi cartera-. Con este pelo es bueno estar preparada. Basta una mínima llovizna o un poco de humedad, y no hay más remedio que hacerse una cola de caballo.

– ¿Así que tus rizos son naturales?

– Por supuesto que sí. Yo no pagaría por eso.

Se rió y se puso el pasador en el pelo.

– ¿Ves? Yo sí pagaría. ¡Qué ironía!, ¿verdad? Las chicas que tienen el pelo rizado lo quieren liso, y las que lo tienen liso lo quieren rizado. Nadie está contento. -Se miró en su espejo de bolso-. Pasable. ¿Estás lista para el almuerzo?

Volví a poner mi silla en el lugar que le correspondía en el otro lado de la habitación.

– ¿Qué decías antes? ¿Acerca de algo que no tenía sentido?

– ¿Eh? Oh, no hagas caso de lo que digo. Son cosas absurdas. No olvides que querías ver a la enfermera antes de irnos.

* * *

Según la enfermera, esperaban a Randy MacArthur para dentro de dos días. Eso me hacía sentir mejor. Puede que Dana no retornara, pero le ayudaría saber que su padre había ido a verla. No le habíamos dicho a nadie que Dana ya se había ido. Si callarse significaba que permanecería con el respirador el tiempo suficiente para que su padre la viera viva por última vez, ella, merecía sin duda que guardáramos silencio.

* * *

Cuando salimos de la clínica, me fijé en que había un hombre calvo que, sentado en la acera de enfrente, leía un diario. Cuando bajamos por la calle, nos observó por encima del periódico. No había nada de raro en eso, estoy segura de que Jaime atraía muchas miradas. No obstante, después de que hubimos recorrido media manzana, se me ocurrió mirar por encima del hombro y vi que el hombre caminaba detrás de nosotras al otro lado de la calle, manteniéndose a una distancia de unos diez metros aproximadamente. Cuando doblamos la esquina, él hizo lo mismo. Se lo mencioné a Jaime.

Se dio la vuelta y miró al hombre.

– Sí, a veces me pasan estas cosas, por lo general por parte de tipos que tienen el aspecto de ése. Me reconocen, me siguen un rato mientras se arman de valor para decirme algo. Hubo una época en que habría sido capaz de matar para conseguir la atención de los hombres. Ahora, en algunas ocasiones, no es más que… -Se encogió de hombros sin terminar la frase.

– Una especie de molestia.

Dijo que sí con la cabeza.

– Son los inconvenientes de la fama. Una se pasa años tratando de alcanzarla, soñando con ella, pasando hambre para tenerla. Luego, te llega, y poco después te oyes a ti misma quejándote a gritos por la falta de privacidad y piensas: «Perra ingrata. Tienes lo que querías y no estás contenta». Y ahí es donde entra el terapeuta. O eso, o empiezas a medicarte hasta convertirte en Betty Ford.

– Me lo imagino.

Su mirada se dirigió a mí y dijo que sí con la cabeza. Caminamos en silencio durante un minuto y volví a mirar por encima del hombro.

– ¿Qué te parece si pasamos del restaurante cubano? -dijo-. Podríamos ir en coche a algún otro lugar y así nos quitamos de encima al admirador.

– Claro. ¿Te ocurre muy a menudo?

– ¿Es tres o cuatro veces por semana muy a menudo?

– ¿Hablas en serio?

Afirmó con la cabeza.

– Ahora, tengo que admitirlo, la mayoría no son admiradores de mediana edad, sino simplemente personas que quieren que yo tome contacto con alguien en su nombre. No hago consultas privadas, pero la gente no se lo cree. Creen que simplemente no están ofreciendo suficiente dinero. Por ejemplo, en cierta ocasión, una mujer amiga de Nancy Reagan… Te acuerdas de Nancy Reagan, ¿no?…, ¿o eras demasiado joven?

– Tenía obsesión por los médiums. -Lo había leído en alguna parte, ya que durante la administración Reagan yo iba a la guardería, pero dudaba que a Jaime le agradara que le recordara nuestra diferencia de edad.

– Bueno, Nancy tenía una amiga… ¿Es aquí donde hemos aparcado?

– En el siguiente.

– ¡Ay, Jesús! ¡Cuánto me falla la memoria últimamente…! Cada vez tengo más lagunas.

Entramos en el aparcamiento. Aunque era mediodía, la estrecha franja de terreno estaba rodeada de edificios muy altos que la envolvían en sombras.

– ¿Qué? ¿Tanto les cuesta poner un poco de luz? -dijo Jaime, mirando de soslayo la zona, que estaba medio vacía-. Bueno, nuestra ciudad ocupa sólo el segundo lugar en los índices de criminalidad del país. Cuando lleguemos a ser los primeros, lo celebraremos sembrando la ciudad de luces de seguridad.

– Voy a echar un hechizo de iluminación -murmuré-. Pero oigo pasos.

Mientras Jaime miraba por encima del hombro, se oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Ambas dimos un respingo.

– No he visto que ningún automóvil girara en esta dirección, ¿y tú? -pregunté.

Negó con la cabeza.

Yo miré a mi alrededor, pero no vi a nadie.

– Vamos a… -empezó a decir Jaime.

El ruido de otra puerta que se cerraba la interrumpió. Miró en dirección al lugar de donde provenía el ruido y soltó un exabrupto en voz baja.

– Camina rápidamente y no mires -susurró-. Hay dos tipos muy grandotes que vienen hacia nosotras.

– ¿Cómo de grandes?

– Muy grandes.

Me detuve y giré sobre mis talones.

– Hola, Troy. -Troy se puso las gafas de sol en la cabeza.

– Hola, Paige. Morris, ésta es Paige.

El guardaespaldas temporal era el mismo que había estado en el tribunal el día anterior. Era varios centímetros más bajo que Troy, más ancho de espaldas, y negro, lo que destruía el efecto de guardaespaldas siameses. Morris compartía, eso sí, la característica de Griffin de tener cara de piedra y respondió a la presentación con un movimiento de cabeza tan abrupto que pensé que a lo mejor tenía hipo.

Nuestro cazador de mediana edad cruzó el aparcamiento y se dirigió a un Mercedes. Troy lo saludó levantando una mano. El hombre devolvió el saludo, confirmando lo que yo había sospechado, que era un empleado de la Camarilla enviado para seguir no a Jaime, sino a mí.

Completé las presentaciones con Jaime. Troy sonrió y le dio la mano.

– La nigromante famosa -dijo-. Encantado de conocerla.

– Ah, gracias -dijo Jaime metiéndose subrepticiamente la parte de atrás de la camiseta bajo el cinturón-. Así que supongo que ustedes son personal de seguridad de la Camarilla…

– Los guardaespaldas de Benicio -dije-. Supongo que el jefe está en su lujoso utilitario esperándome.

– Sí, otra ciudad, el mismo plan. Ya te lo he dicho, me gusta la rutina.

– ¿Benicio Cortez? ¿Aquí?

Jaime le echó una mirada al Cadillac.

– ¡Madre mía!

– No te admires tanto -dije-. Ahora viene la parte tediosa. Tengo que enviar a Troy a que le diga a Benicio que yo quiero que venga él aquí, entonces él insistirá en que vaya yo a donde está él, y el pobre Troy hace su dosis de ejercicio diario corriendo del uno al otro.

Troy sonrió.

– Es cierto, pero lo bueno del caso es que no se trata de ninguna rutina. La mayoría de las veces, cuando digo que el señor Cortez quiere hablar con alguien, la gente me pasa por encima tratando de llegar hasta él.

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